Wednesday, July 19, 2017

Tomismo, educación y juventud (artículo)

¿Qué puede ofrecerle un dominico del siglo XIII a un joven del siglo XXI? Parece una cuestión no muy fácil de responder. ¿Era Tomás de Aquino guapo, divertido, un “crak”? Eudaldo Forment, uno de sus más ilustres biógrafos,  insiste en su buena presencia: Tomás era un hombre grande, fuerte y parece que algo rubio. De temperamento reservado, no se prestaba a hablar mucho. Por estos motivos sus compañeros de estudios le apodaban el “buey mudo de Sicilia”. Era italiano, pero su estilo de vida no le permitía estar a la última en moda. Sin embargo, fue una persona -un joven y un adulto- intensamente feliz. Su inteligencia era inmensa. Tenía en la mente una especie de bomba atómica intelectual y por esto su doctrina se asemeja a una central nuclear de energía que ha iluminado a occidente y al mundo entero hasta nuestros días.

Su familia era de alta posición. Cuentan del pequeño Tomás que, con cuatro años, andaba por los pasillos de su casa-castillo en Roccasecca repitiendo:”¿Quid est Deus?”¿Quién es Dios?... Mucho más tarde, momentos antes de la muerte de Tomás  ocurrida cuando tenía  49 años, el sacerdote  que atendió al eminente y reconocido sabio comentó lacónicamente: ”Ha sido la confesión de un niño”.

Amar la verdad

Tomás de Aquino estaba vitalmente a favor de que el mundo es bueno y el hombre muy bueno –cuando quiere-. El universo se le presentaba como un inmenso videojuego real del que había que desentrañar miles de misterios y posibilidades. Creía firmemente en que la verdad hace posible la libertad y, por este motivo, no tuvo ningún escrúpulo en aceptar la verdad viniera de quien viniera. En sus obras cita constantemente a Aristóteles, quien no fue cristiano – hace XXV siglos no era asequible serlo, al menos explícitamente- y a otros autores paganos, ante el recelo de algunas autoridades académicas de su época.

Investigó apasionadamente la verdad de la realidad con la misma ilusión que los buscadores de oro. Tenía una firme convicción en que la razón humana estaba adecuada a la verdad de la realidad. Al mismo tiempo se daba cuenta de que el mundo era mucho más grande que nuestra inteligencia. Creyó y entendió, como Chesterton diría siete siglos después, que toda la lógica depende de un gran misterio. Por esto, además de demostrar de modo notorio, metódico y lógico, la existencia de una primera causa trascendente al mundo -a través de cinco sesudas vías o pruebas-, encajó magistralmente la razón y la fe; la Filosofía y la Teología, con la ayuda de Dios. Como si de un arco románico se tratara vislumbró que la verticalidad del hombre se completaba y adquiría sentido con la cúpula del cielo, haciendo del mundo un hogar.   

Desenmascaró miles de errores con la pura razón, siendo extremadamente caballeroso respecto a las personas que habían sostenido equivocaciones, con una excepción: llamó a un escritor –eludimos su nombre- “stultissimus” –algo así como tonto de remate- por afirmar que Dios –el ser supremo y pleno en actualidad- se identificaba con la materia prima –la pura indeterminación-.

Un torrente de ilusión

Su prestigio académico internacional fue notorio, hasta el punto de que el rey San Luis de Francia quiso agasajar a Tomás -que había impartido brillantes lecciones académicas  en la universidad de París- con una comida, donde se dieron cita personalidades destacadas del momento. Tomás, totalmente abstraído del mundo que le rodeaba en aquel encuentro, prosiguió razonando sobre uno de problemas intelectuales a los que daba vueltas con la misma fruición que un goloso degustando bombones de licor. Al margen de toda la parafernalia de la corte pegó un poderoso puñetazo en la mesa, ante el asombro de todos los comensales, excepto de uno. El rey francés, que le conocía bien, ordenó al punto traer pluma y pergamino para Tomás, quien con notoria satisfacción exclamó: “Ya tengo el argumento contra los maniqueos”. Se acababa de percatar de que el mal no puede subsistir por sí mismo; no puede tener la misma fuerza que el bien, frente a lo que decía la secta maniquea. El mal, en todo su pavoroso conjunto, no es más que desorden. El bien de los seres es una apoteósica arquitectura de verdad, armonía y sentido; el universo es como una inmensa bóveda de cañón con cruceros y ábside abiertos a la luz. Los males son la herrumbre y los vacíos –de importancia trágica- en una gloriosa construcción; pero no son nada en sí mismos. El bien, en toda su gradualidad de realidades, tenía más orden que materia, más finalidad que orden y más misericordia que cálculo. Algo análogo a lo que se dice de la catedral de León: tiene más vidrio que piedra, más luz que vidrio y más fe que luz.

La ilusión de los arqueólogos al descubrir las joyas de un faraón o la de los niños al levantarse el seis de enero y ver los regalos de los Reyes Magos, es la que llevaba a Tomás a bucear en las profundidades de las leyes de la vida con un orden mental riguroso y una apertura de posibilidades asombrosa a la hora de resolver  problemas.

Esta semblanza podría llevar a la idea de un cierto angelismo e ingenuidad para lo vital en Tomás. De angelismo si podemos sospechar ya que escribió un extenso tratado sobre los ángeles, que le valió el título de Doctor Angélico. Los ángeles, contra lo que pueda parecer, son más atractivos que los duendes o que las leyendas más inverosímiles, porque quienes creen en ellos los consideran seres reales y los que no les dan crédito no se resignan totalmente a ser unos desangelados. Respecto a su ingenuidad hay una conocida anécdota de su juventud. Dada su mansedumbre y capacidad de escuchar, otro estudiante de su colegio le comentó: “Venid Tomás a ver un burro que vuela”... Acudió raudo nuestro joven pensador que, aunque parco en palabras, dijo algo significativo después de las carcajadas de su compañero: “prefiero pensar que un burro vuela a que un hermano mío me mienta”.

El núcleo de su filosofía

Dios está en el mundo sin confundirse con él , del mismo modo que un rayo de luz está en un lago sin mojarse. O, si se prefiere, el Ser supremo está en el mundo de un modo análogo a como un proyector está en la proyección de una película. Cada cosa tiene un ser y una esencia -o modo de ser- distintos entre sí; porque el único en quien ser y esencia se identifican es Dios.

Chesterton lo dijo a su manera: “El mundo es una novela donde los personajes pueden encontrarse con su autor”. Tomás tenía otro estilo, del que intentaremos dar una breve pincelada de un modo divulgativo: No somos grandes vegetales ni pequeños dioses; somos hombres. Como ya dijo Aristóteles, el ser se dice de muchas maneras. El ser que es por sí mismo –“Yo soy el que soy”, “Yahvé” (Ex 3,13-14)- hace participar a los seres creados del asombroso mundo de la existencia, según la naturaleza de cada uno. El ser supremo se identifica con su inteligencia y con su voluntad; es decir: su inteligencia y voluntad son capaces de crear. Cada cosa tiene un vestigio de Dios; el hombre –por ser racional y libre- tiene la imagen divina. Digamos, por ejemplo, que un vestido de mi hermana tiene semejanza de vestigio respecto a ella, y que una foto suya tiene semejanza de imagen. La participación en el ser de Dios hace del cosmos una familia relacionada.

Una sola persona vale más que todas las galaxias pero, ni por esas, somos necesarios en el sentido metafísico del término. Ya lo dijo una artista: ‘la vida es como un jardín prestado; espero haberlo cuidado bien’. Dios ha querido, libremente y sin necesidad ninguna, crear un universo para que otras personas participen de su felicidad: somos porque Dios nos quiere.

Tomás vio sinergia en la relación entre fe y razón, no oposición. Por este motivo su libro principal fue el crucifijo: la inefable respuesta de Dios a un mundo querido, pero roto. Ocurre entonces, con una dinámica supranatural, que la relación entre Dios y el mundo se invade de una alegría blanca y radical que solo las penas de nuestra vida mitigan, para hacernos madurar.
El mundo, la carne y la juventud

De todos modos, las especulaciones de Tomás de Aquino y su vida serena dentro de conventos pueden parecer muy distintas de nuestro mundo acelerado, de las explosivas noches de movida juvenil, y del culto a la imagen y al cuerpo tan al cabo de la calle. Pienso sinceramente que no es así. No consta que Tomás de Aquino supiera esquiar pero valoraba en mucho la nieve, los árboles, los ríos y todo lo real...¡Cuanto más valoraría a la persona humana! Tomás sabía que el culto no es para el cuerpo sino el cuerpo para el culto; para el amor. La corporeidad humana la entendía transida del valor y dignidad de un alma libre e inmortal. El cuerpo adquiere así su mayor atractivo porque posiciona un espíritu con personalidad propia, con virtudes, con iniciativa, con una visión positiva de la vida y un realismo propio de cada edad. Un realismo que hace avanzar en grados de sabiduría a lo largo de la vida.

Tomás, en sus ratos de reflexión y de alegre convivencia, valoró más la compañía que la comunicación, sin desdeñar a esta última. Le fueron gratas tantas imágenes que le servían de puentes levadizos para entender el por qué de los seres y de sí mismo; pero él no funcionó de cara a la galería. Desde sus pensamientos en claustros y en aulas universitarias, su férrea disciplina mental y su vida de austera pobreza construyeron una cosmovisión que ha sido mundialmente valorada y definida por la Iglesia Católica –Universal- como la metafísica natural del conocimiento humano. San Juan Pablo II, de acuerdo con sus predecesores, afirmó que el pensamiento de santo Tomás “alcanzó cotas que la inteligencia humana jamás podría haber pensado. (“Fides et ratio”, 44).

Hoy, desde nuestra vertiginosa sociedad de la imagen y de la comunicación no está la solución –al menos para una gran mayoría de personas- en retirarse a vivir a idílicos lugares de paz; aunque sea bueno y bonito conocerlos. Lo que si parece  conveniente es tener un castillo amurallado en la personalidad. Esta valiente fortificación empieza a construirse por una sólida educación de la mente y de la voluntad. Profesores que conozcan bien la obra tomista, asimilándola personalmente y enriqueciéndola con otras valiosas aportaciones, pueden ayudar a conectar la austera y rigurosa lógica del tomismo con las aspiraciones más profundas y actuales de la persona humana. Tomás de Aquino ha dicho mucho con su vida y con su obra; pienso que muy especialmente a la juventud, con la que siempre quiso estar”.

José Ignacio Moreno

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