"El valor inviolable de la vida es una verdad básica de la ley moral
natural y un fundamento esencial del ordenamiento jurídico. Así como no se
puede aceptar que otro hombre sea nuestro esclavo, aunque nos lo pidiese,
igualmente no se puede elegir directamente atentar contra la vida de un ser
humano, aunque este lo pida. Por lo tanto, suprimir un enfermo que pide la
eutanasia no significa en absoluto reconocer su autonomía y apreciarla, sino al
contrario significa desconocer el valor de su libertad, fuertemente
condicionada por la enfermedad y el dolor, y el valor de su vida, negándole
cualquier otra posibilidad de relación humana, de sentido de la existencia y de
crecimiento en la vida teologal. Es más, se decide al puesto de Dios el momento
de la muerte. Por eso, aborto, eutanasia y el mismo suicidio
deliberado degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores
que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador"(Carta
Samaritanus Bonus, 3. 2020).
Información sobre la fe cristiana y la dignidad humana en relación con el mundo actual
Monday, December 21, 2020
Texto breve e interesante sobre la eutanasia
Friday, December 18, 2020
Respuesta personal ante la cultura de la muerte
El trébol formado por el divorcio, el aborto y la eutanasia tiene un tronco común: una autonomía de la conciencia absolutizada. Los seres humanos tenemos una libertad y responsabilidad que actúa según una conciencia personal. Sin embargo, resulta clave discernir cuál es el alcance de esta autonomía moral. La realidad del mundo, y gran parte de la de nuestro propio modo de ser, es anterior a nuestra libertad. Cuando ésta se agiganta y rompe los límites de la realidad, termina por romperse a sí misma.
La fidelidad conyugal puede suponer mucho sacrificio, pero la
estabilidad familiar es un bien para los cónyuges y para sus hijos. Puede haber
situaciones insuperables, pero cuando se antepone la voluntad propia a la
naturaleza de la familia llegamos a una sociedad plagada de divorcios, de
mujeres y hombres desencantados, y de hijos que no gozan de la seguridad
personal que da una familia unida. Traer un niño al mundo supone esfuerzo y
puede provocar situaciones complicadas. Si la voluntad propia se impone
absolutamente a la vida del nonato, nuestra sociedad considera entonces un
derecho eliminar a los hijos que venían de camino provocando una escalofriante
cifra de abortos.
Cuando la autonomía moral se hace un dios para el propio yo, éste puede exigir al estado que ponga fin a la vida humana mediante la eutanasia. Una situación de enfermedad o sufrimiento intenso pasan a justificarlo. Sentado este nuevo principio, los límites del respeto y cuidado a la vida de las personas pasan a ser relativos y recortables según lo entienda la voluntad del enfermo, o la de otros que toman por él tal decisión.
Todo este sombrío panorama de la cultura de la muerte olvida algo trascendental: el sentido de la vida de cada persona está antes fuera que dentro de sí misma. De esta clave antropológica parte la cultura de la vida, que se basa en otro trébol distinto constituido por el amor matrimonial, la alegría de los hijos y el cuidado de enfermos y ancianos. Esta es la cultura que tiene futuro y saldrá adelante por su propia naturaleza. Pero, coyunturalmente, la cultura de la muerte logra avances. Es el caso de la reciente ley de eutanasia española, aprobada de un modo precipitado, oportunista y excluyente del diálogo social. Este atropello puede ser contestado, entre otros modos, por una apertura del yo a la generosidad, a la vida y al servicio a los demás. Una decisión ambiciosa que toca a cada uno concretar.
José Ignacio Moreno Iturralde
Saturday, December 12, 2020
El primer villancico (cuento de Navidad)
-Saúl: ¡Vente en seguida!
-¿Qué pasa ahora, Ezequiel?
-Nos íbamos a acostar, después de la cena, y una luz inmensa nos ha anunciado el nacimiento del Mesías, el Salvador del mundo. Ha sido mágico, encantador, angelical -Ezequiel no acertaba a describir lo que le había sucedido a su familia de pastores y a otras vecinas, que compartían un descampado donde iban a dormir al raso.
-Mira, Ezequiel, déjame en paz. Estás como una cabra –sentenció Saúl con sequedad.
-¡Qué te digo que es verdad! Ves esa estrella inmensa: los
ángeles nos han dicho que justo debajo encontraremos al niño Dios, recostado en
un pesebre.
-¡Que te vayas! ¡Fuera de aquí! –la dureza de Saúl hizo que Ezequiel se marchara apesadumbrado. Rebeca, la mujer del cascarrabias,
escuchó la conversación y se acercó a su marido…
-Saúl, llévame donde ha dicho Ezequiel. Te lo pido por favor –ante
la mirada de su esposa, el descreído pastor accedió con un gesto de rendición.
La estrella era enorme e iluminaba mucho más que la luna. A los veinte minutos, Saúl y Rebeca llegaron al portal de Belén. Allí estaban, en silencio, Ezequiel y el resto de sus familiares. A los pocos metros, una madre joven abrigaba a su bebé. Su nombre era María y su elegante belleza infundía paz interior. Su esposo, José, miraba ilusionado al niño e invitaba a acercarse algo más a aquél grupo de personas. Rebeca se adelantó; Saúl prefirió quedarse en segundo plano. El niño, divertido, señalaba con una manita en dirección de Saúl. Todos se rieron y miraron al gruñón rezagado. Saúl no tuvo más remedio que acercarse. Sus ojos y los del niño se hicieron cada vez más cercanos.
-¿Cómo se llama la criatura? -preguntó Saúl.
-Jesús, es su nombre –dijo José. Entonces sucedió algo asombroso: al mismo tiempo los ojos del recién
nacido miraban a Saúl, iban pasando por la mente de este hombre antipático sucesos
lamentables de su vida: miserias, mentiras, cobardías. Se dio cuenta que el
niño contemplaba todo aquello con comprensión, con deseo ardiente de que el rudo
pastor cambiara de vida, pero infundiéndole el cariño de un recién nacido y la
gracia de Dios. Saúl se puso de rodillas, y empezó a llorar mansamente. Era
la primera vez que lloraba de alegría: se sabía arrepentido, perdonado, renovado.
Y en ese momento, Saúl cantó y lo mismo hicieron el resto de los pastores.
Fue el primer villancico de la historia.
José Ignacio Moreno Iturralde
Saturday, December 05, 2020
El sexo puede ser santo
La generosidad es algo muy valorado en la vida. Sin embargo, con frecuencia surge la sospecha de que ser generoso entraña cierto peligro y puede no ser correspondido. La fe cristiana supera esta duda cuando nos revela a Dios como un ser que es amor y entrega.
“El hombre es el único ser que puede entender la vida como un don”[1]. Una de las manifestaciones de la generosidad es la interpretación de la sexualidad como una realidad positiva del camino vocacional: “El hombre se ha convertido en imagen y semejanza de Dios no solo a través de la propia humanidad, sino también a través de la comunión de personas que el varón y la mujer forman desde el comienzo”[2]. “El cuerpo, que expresa la feminidad para la masculinidad y viceversa, manifiesta la reciprocidad y la comunión de las personas. La expresa a través del don como característica fundamental de la existencia personal. Este es el cuerpo: testigo de la creación como fuente de la que nació este mismo donar. La masculinidad-feminidad -esto es, el sexo- es el signo originario de una donación creadora y de una toma de conciencia por parte del hombre, varón-mujer, de un don vivido, de modo originario”[3]. De esta manera, la persona se encuentra a sí precisamente en el don de sí misma.
Juan Pablo II, al interpretar el relato bíblico de la creación, nos hace ver que la desnudez originaria significaba la sinceridad e integridad del hombre y la mujer ante el conocimiento de Dios. Esta inocencia interior, o rectitud de intención, supone en la relación conyugal la recíproca aceptación del otro. De aquí se deriva la generación de los hijos, que necesitan del vínculo estable e indisoluble del matrimonio entre hombre y mujer, que Dios ha unido. La sexualidad expresa que somos seres para darnos, que tenemos un cuerpo esponsal. Al mismo tiempo, el celibato por el reino de los cielos -la vocación que excluye el matrimonio- expresa aún más la libertad del don del cuerpo humano, según el citado autor.
El pecado original ha provocado una lesión de egoísmo en
todas nuestras facultades. Sin embargo, la Iglesia lo denomina “feliz culpa”,
pues nos trajo al Redentor. Cuando Cristo responde a los fariseos reafirmando
el carácter indisoluble del matrimonio (Mt 19, 3 ss; Mc 10, 2 ss), recuerda el
sentido originario del matrimonio. Pone al hombre “en el límite entre la
inocencia-felicidad originaria y la herencia de la primera caída. ¿Acaso no le
quiere decir, de este modo, que el camino por el que Él conduce al hombre,
varón-mujer, en el sacramento del matrimonio, esto es, el camino de la
‘redención del cuerpo’, debe consistir en recuperar esta dignidad en la que se
realiza simultáneamente el auténtico significado del cuerpo humano, su
significado personal y de comunión?”[4].
La Iglesia Católica entiende así la sexualidad como una dimensión personal que
puede ser santa.
José Ignacio Moreno Iturralde [4] Idem, p. 162