Sunday, June 26, 2005

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Thursday, June 23, 2005

¿Es una sugestión creer en los ángeles?

Es sugestivo creer en los ángeles; pero no es una sugestión. Decimos de alguien, en ocasiones, que “tiene ángel”. No me refiero solo a que tenga personalidad, o estilo propio. Una persona“tiene ángel” cuando encuentra una salida inesperada y superadora; cuando ha podido ver desde más arriba de lo habitual. La auténtica sugestión es pensar que no hay ópticas más elevadas que las que se extienden ante nuestros ojos. Desde un satélite se deben ver con más pureza las acciones nobles y con más señorío toda la caterva de estupideces y torpezas que los hombres podemos hacer a diario.

Cada persona es la que es y la que puede llegar a ser: por esto no podemos prescindir de ópticas de referencia más elevadas. Lo que parece una inmensa planicie resulta que no es más que una más inmensa curvatura. Un profundísimo pozo nos puede llevar a una nueva tierra, desde la que se divisa una estrella desconocida.

La verdad siempre da paz. La mentira es desorden, inquietud malsana, quizás –en algún caso pasajero- siniestra y gélida tranquilidad. Los ángeles nobles siempre hablan de esperanza y, en cuanto es posible, dejan caer su pizca de buen humor. Los ángeles son sugerentes porque hablan de esperanza, que es un lenguaje irrenunciable para el ser humano. Hemos de sacudirnos la sugestión de no creer en los ángeles para aprender a enfocar la realidad.

José Ignacio Moreno Iturralde

Wednesday, June 22, 2005

Vivir en la Cruz

No es fácil adquirir el amor sabio. Encanecer sirviendo y sonreir a la vida como venga pueden ser cosas tan asequibles como dificultosas. Alguien querido me dijo en cierta ocasión, de pasada, que eran dos los problemas del mundo: la falta de moralidad y el exceso de ambición. Pienso que también son los problemas de cada persona.

Cuando se habla de la cruz suele pensarse en una desgracia o enfermedad grave. Sí; en esas situaciones se hace más descarnada y aguda la presencia del dolor; pero quisiera fijarme ahora en las pequeñas incomodidades de cada día: un fallo en el ordenador, un disgusto familiar o un encontronazo profesional. Es en estas cosas donde, más habitualmente, se forja nuestro carácter y se templa la mente.

He conocido personas que se toman el día a día con deportividad. Gente con una trabajada capacidad para disfrutar de la vida. En ellos se cumple, en positivo, aquel refrán que dice “el que no vive para servir no sirve para vivir”. El amor a Dios de estas personas se apoya y manifiesta en una clara convicción de que los demás merecen y necesitan atención y respeto. Luchando por liberarse de si mismos, han elegido amar la vida por un entrañable milagro de la gracia y la humildad. No quisiera dar una sensación bondadosa y facilona de este tipo de vida. Más tarde o más temprano uno tiene que elegir entre su gusto o el bien objetivo de los demás; y la decisión es más dura de lo que pueda parecer. Cualquiera que haya salvado su matrimonio de la ruina lo explicará mucho mejor. Es aquí donde el hombre necesita de la fuerza de Dios para hacer posible lo que con sus propias fuerzas sería imposible.

Actualmente atravesamos momentos de especial indignidad y confusión social respecto a los fundamentos humanos y cristianos de la sociedad. Sería un error no dar importancia a lo que ya hacemos sacándole el máximo partido. También sería erróneo no darse cuenta de la gravedad del momento y caer en una inercia indolente. Cada uno debe meditar intensamente en la cruz qué debe hacer y, es probable, que nos inunde un río bravo y decidido de entrega y caridad operativa. Desde el severo palo de la cruz se mira hacia arriba filialmente y por eso sólo hay alegría y contento, aunque pesen -¡y cómo!- las miserias propias y las ajenas.

La Cruz de Cristo, no otras que nos podamos buscar, es la que avala el triunfo de la vida humana: la victoria del amor pese a las dificultades; o, incluso, gracias a ellas. Una victoria que se pone en juego cada día.

José Ignacio Moreno Iturralde

Monday, June 20, 2005

Aceptación

Ver una foto de alguna persona querida, que ya murió, puede introducir en el corazón el fantasma de la tristeza. La nostalgia de lo bonito, de lo pocholo -ya perdido-, sopla en el pecho, infundiendo una depresión que no es fácil de expulsar a golpe de voluntad. La declaración de una enfermedad larga y sinuosa, un conflicto familiar o profesional, pueden ser otros motivos que nos hagan entrar en un invierno inhóspito del alma o acaso en un otoño despiadado. Pienso en una serie de cuestiones que, puestos los remedios a nuestro alcance, no tienen fácil solución. Las gotas de la pena caen pesadas y moradas en el fondo del corazón. La actitud personal juega aquí un papel definitivo. Entrar por el sendero del desencanto, del desánimo consentido e incluso de la desesperación puede plantearse como el camino existencial de la autenticidad: no hay mentira más amarga y más estéril que esa inmadura decisión. La otra vereda es la de la aceptación: un rumbo sencillo, precario, enérgico, con sobrios tintes domésticos y cotidianos. Esta aceptación no consiste sólo –y no es poco- en hacer de la necesidad virtud. Nace de saberse en una historia de amor y, por tanto, de dolor. Aceptar la dura situación es reconocerse criatura en un mundo de cartón, en un mundo creado y, en parte, malogrado.

Aquellas ramas rotas del árbol de la vida se apiñan sin afectación, solidarias, en el triángulo de una hoguera. Al calor de un fuego implorado, no propio, comienzan a formarse las multiformes y discretas llamas a cuya luz cobran vida íntima las personales esperanzas compartidas. Lo que parecía vida natural malograda se transforma en calor de hogar, en foco de atracción para los corazones extraviados, en cuento, en contento y en chocolate con picatostes. Aceptar la poda es duro, pero es el único modo de introducirse en el hogar precioso del Padre.

José Ignacio Moreno Iturralde

Monday, June 06, 2005

La cara de tu vida

Su rostro estaba lleno de paz, de gravedad, de señorío. Las facciones parecían esconder la inocencia de tanta humanidad transcurrida: historias familiares de meriendas en el pueblo, jornadas de caza o de pesca, de trabajo en la herrería, o en la banca, o en la mina. También se intuían días de festejos populares, de bodas, de cumpleaños con bebidas y bollería. Su cara era la de un hombre cualquiera, la de un hombre honrado. Todo lo sencillo del mundo parecía reflejarse con pálida nitidez en ese retrato. Sin embargo nada era vulgar, ni casual, ni insignificante. No sonreía pero albergaba una dicha oculta. Era tremendamente expresivo sin realizar ningún gesto. Se trataba de alguien consumado: la unidad fontal de su corazón había colmado de plenitud su vida. Era un difunto: sus párpados estaban amoratados por el velo de la muerte. Se notaba que había estado traspasado por el dolor. La claridad de su cadáver, rodeado por el halo de la tumba, remitía a todos los hombres, mujeres y niños cuya vida ha sido truncada, masacrada, desposeída. El tremendo peso de la guerra, del cinismo asesino y de la más abyecta vileza e indiferencia parecía haber caído a plomo sobre esa faz. Aunque todavía estaba ensangrentado, se le notaba limpio. Era tan discreto y bueno que si volviera a abrir los ojos divisaría un firmamento pulcro, como el que se ve en las noches frías y claras desde la sierra. En su semblante ibas descubriendo las trazas de tu propia vida. Era mucho más que un cuadro, era un norte y una estrella de la que tantas veces te habías apartado. Su mansedumbre pedía acogida, hospitalidad, dedicación. Y en ese abrazo te liberabas de ti mismo, te encontrabas a ti mismo, y tu nombre era los demás. Era la respuesta al misterio de la vida: todo el cosmos se le había derrumbado encima sin desfigurar su serenidad. En su frente se intuían unos nuevos cielos y una tierra nueva. Tú comenzabas a nutrir tu personalidad de ese cuerpo, empezabas a resucitar; aquél rostro ya lo había hecho, y lo hizo por ti.

José Ignacio Moreno Iturralde

Sunday, June 05, 2005

Jesucristo y lo laico

Quisiera recordar la frase evangélica: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Jesucristo afirmó la autonomía del orden legal secular, pese a los defectos que sin duda tenía. Jesús de Nazaret no fue teocrático. Al mismo tiempo, afirmó públicamente su condición de Hijo de Dios y de Redentor: esto le costó la vida. Es interesante resaltar como fueron los sumos sacerdotes del momento los que le llevaron a la muerte. Los que tomaron la iniciativa para querer ahogar su voz no fueron los laicos, sino los clericales. De modo análogo actúan los laicistas de hoy, los que pretenden que lo religioso se restrinja a las paredes del templo. Porque los laicistas son clericales rebotados. Ya dijo Aristóteles que los opuestos forman parte del mismo género. Resulta que los enemigos de la verdadera libertad siempre son los que no comprenden la armonía del orden laical y del religioso que se inserta en el corazón de la persona humana.

José Ignacio Moreno Iturralde