Saturday, November 17, 2007

La Cruz como punto de encuentro entre la razón y la fe

La muerte de una persona joven, cualquier desgracia imprevista o la panorámica de las injusticias del mundo seleccionadas por los medios de comunicación pueden hacer que, en ciertas ocasiones, se tambalee nuestra comprensión del sentido de la vida. Pero junto a estas realidades duras también hemos de saber que se nos escapa gran parte “del guión de la película”.

La filosofía nos ha hablado con frecuencia del principio de no contradicción como primera y fundamental regla de la realidad: “una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido”. Sin este principio no se podría ni pensar: se estaría admitiendo entonces una cosa y su contraria a la vez. De todos modos no parece que esta máxima filosófica aporte mucho consuelo a los reveses serios de la vida. Sin embargo ofrece una idea fundamental: el absurdo radical es imposible; no por optimismo, sino por lógica.

Los llamados “renglones torcidos de Dios” suponen una asignatura de extraordinario interés que supera el conocimiento filosófico, sin contradecirlo. Vallejo Nájera pone en uno de los personajes de su novela “Concierto para violines desafinados” un verso digno de reproducirse:
“Baja y subirás volando/ al cielo de tu consuelo, /porque para subir al cielo,
/se sube siempre bajando”.

Es experiencia universal que la enfermedad puede hacernos más comprensivos con los demás. El fallecimiento de un ser querido nos recuerda las verdaderas dimensiones y límites de esta vida. Las guerras y calamidades están clamando que este mundo está en sí mismo mutilado. Frente a la tentación del absurdo, amarga y contradictoria desde la perspectiva de la experiencia sensible, la petición de complemento de sentido de la vida se hace necesaria y razonable. Vemos entonces como la Revelación cristiana plantea respuestas, no evidentes, pero satisfactorias.

¿Puede haber algo más aparentemente contradictorio que un Dios ejecutado de una manera infamante? Sabemos por la fe, avalada por la historia, que esta ha sido la elección de Dios para justificar al mundo. Lo explica Juan Pablo II en “Fides et ratio”, 23: “... La relación del cristiano con la filosofía, pues, requiere un discernimiento radical. En el Nuevo Testamento, especialmente en las Cartas de san Pablo, hay un dato que sobresale con mucha claridad: la contraposición entre « la sabiduría de este mundo » y la de Dios revelada en Jesucristo. La profundidad de la sabiduría revelada rompe nuestros esquemas habituales de reflexión, que no son capaces de expresarla de manera adecuada.
El comienzo de la Primera Carta a los Corintios presenta este dilema con radicalidad. El Hijo de Dios crucificado es el acontecimiento histórico contra el cual se estrella todo intento de la mente de construir sobre argumentaciones solamente humanas una justificación suficiente del sentido de la existencia. El verdadero punto central, que desafía toda filosofía, es la muerte de Jesucristo en la cruz. En este punto todo intento de reducir el plan salvador del Padre a pura lógica humana está destinado al fracaso. « ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el sofista de este mundo? ¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo? » (1 Co 1, 20) se pregunta con énfasis el Apóstol. Para lo que Dios quiere llevar a cabo ya no es posible la mera sabiduría del hombre sabio, sino que se requiere dar un paso decisivo para acoger una novedad radical: « Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios [...], lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es » (1 Co 1, 27-28). La sabiduría del hombre rehúsa ver en la propia debilidad el presupuesto de su fuerza; pero san Pablo no duda en afirmar: « pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte » (2 Co 12, 10). El hombre no logra comprender cómo la muerte pueda ser fuente de vida y de amor, pero Dios ha elegido para revelar el misterio de su designio de salvación precisamente lo que la razón considera « locura » y «escándalo ». Hablando el lenguaje de los filósofos contemporáneos suyos, Pablo alcanza el culmen de su enseñanza y de la paradoja que quiere expresar: « Dios ha elegido en el mundo lo que es nada para convertir en nada las cosas que son » (1 Co 1, 28). Para poner de relieve la naturaleza de la gratuidad del amor revelado en la Cruz de Cristo, el Apóstol no tiene miedo de usar el lenguaje más radical que los filósofos empleaban en sus reflexiones sobre Dios. La razón no puede vaciar el misterio de amor que la Cruz representa, mientras que ésta puede dar a la razón la respuesta última que busca. No es la sabiduría de las palabras, sino la Palabra de la Sabiduría lo que san Pablo pone como criterio de verdad, y a la vez, de salvación.
La sabiduría de la Cruz, pues, supera todo límite cultural que se le quiera imponer y obliga a abrirse a la universalidad de la verdad, de la que es portadora. ¡Qué desafío más grande se le presenta a nuestra razón y qué provecho obtiene si no se rinde! La filosofía, que por sí misma es capaz de reconocer el incesante transcenderse del hombre hacia la verdad, ayudada por la fe puede abrirse a acoger en la « locura » de la Cruz la auténtica crítica de los que creen poseer la verdad, aprisionándola entre los recovecos de su sistema. La relación entre fe y filosofía encuentra en la predicación de Cristo crucificado y resucitado el escollo contra el cual puede naufragar, pero por encima del cual puede desembocar en el océano sin límites de la verdad. Aquí se evidencia la frontera entre la razón y la fe, pero se aclara también el espacio en el cual ambas pueden encontrarse”.


José Ignacio Moreno Iturralde

El sentido de la lógica: Fuera y dentro del mundo

Si la historia del universo ocupara un año parece que la aparición del ser humano tendría lugar el 31 de diciembre. Podemos pensar que respecto a los 15.000 millones de años que parece tener el universo cada una de nuestras vidas es algo insignificante. ¿Cómo vamos a conocer el sentido de nuestra vida si no tenemos la referencia global del sentido del mundo? Sería algo así como determinar el valor de un cinco sin saber si esa nota cuenta sobre cinco, sobre diez o sobre cinco mil. Algo parecido es lo que plantea el pensador austriaco Wittgenstein en su obra “Tractatus”. Afirma que el sentido del mundo debe de quedar fuera del mundo y que “Dios no se revela en el mundo”.

Al respecto se pueden objetar varias cosas: Si todo conocimiento es circunstancial y relativo llegamos a la consabida contradicción de establecer el dogma del relativismo. Por otra parte aunque una persona viva no muchos años sin salir de su propio pueblo puede darse cuenta de la existencia de verdades generales que son válidas para todo espacio y tiempo como son los primeros principios: el principio de no contradicción, el de causalidad; o, simplemente, que dos y dos son cuatro. Es decir: en experiencias temporales y concretas nos damos cuenta de principios generales que son condición necesaria para la realidad. El sentido del mundo y de la propia vida puede ser captado satisfactoriamente, aunque no exhaustivamente.

Wittgenstein escribió otra obra llamada “Investigaciones Filosóficas”. Aquí se va a mostrar partidario de que el sentido de las palabras no tiene nunca un valor objetivo y permanente sino circunstancial y pragmático. El sentido de cada palabra sería el significado concreto que se le quiere dar por una persona determinada en un momento concreto. Sin embargo, frente a estas afirmaciones conviene recordar que por ese camino volveríamos a llegar a la contradicción relativista que establece como fijo la circunstancialidad total de los significados de las palabras y de las cosas. No es así: las palabras designan la naturaleza o definición de las cosas, que mantienen una identidad permanente a lo largo de los cambios.

Las verdades parciales se sostienen si existe una verdad absoluta, como explicó Agustín de Hipona. El sentido de las palabras sólo puede ser verdaderamente significativo si queda sostenido por una palabra absoluta: “En el Principio existía el Verbo (la Palabra) y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios” . Dios sí se revela en el mundo.


José Ignacio Moreno

La verdad no siempre es evidencia

Nos parece evidente que el sol gira alrededor de la tierra; sin embargo resulta que es al revés. En este punto, ponerse en el lugar de la realidad costó milenios de investigaciones. No se trata ahora de fomentar una malsana duda respecto a todas nuestras percepciones, pero sí hemos de saber que nuestro conocimiento no funda la verdad de las cosas. Estar muy seguro de algo no significa que necesariamente sea cierto: nos podemos equivocar. Tenemos que contrastar con la realidad.

Cuando Descartes funda su filosofía en el “pienso luego existo” quiere hacer una sistema racional que comience en la primera evidencia: la existencia de mi yo me es revelada gracias a mi pensamiento. Pero, además de la certera crítica que le hace Husserl al establecer que gracias a que pienso algo soy capaz de pensar en mí mismo, tenemos que reconocer con sencillez y certeza que la verdad es que gracias a que existo soy capaz de pensar.

Este dar la vuelta a las cosas resulta muy saludable a varios niveles. Por ejemplo, cuando Víctor Frankl -en su tremenda experiencia de Auschwitz, relatada en su libro “El hombre en busca de sentido”- llega a la conclusión que es más importante lo que la vida espera de nosotros que lo que nosotros esperamos de la vida.

Salir de nosotros mismos para poder entender mejor la realidad y entendernos no sólo es cuestión de generosidad sino también de inteligencia. En este sentido Joseph Pieper, en su obra “Las virtudes fundamentales”, al hablar de la prudencia destaca la importancia de ser realistas.

Este darse la vuelta es de especial interés en el ámbito de la familia. Es muy posible que un padre feliz es aquél que se dedica a hacer felices a su esposa y a sus hijos, intentando olvidarse de que él existe: la historia da la razón a este exigente planteamiento. Se trata de una historia antigua. Chesterton la fundamenta así en un artículo suyo titulado “La familia como institución en el mundo moderno”: “El cristianismo, por enorme que fuera la revolución que supuso, no alteró esta cosa sagrada, tan antigua y salvaje; no hizo nada más que darle la vuelta. No negó la trinidad de padre, madre y niño. Sencillamente la leyó al revés, haciéndola niño, madre y padre. Y ésta ya no se llama familia, sino Sagrada Familia, pues muchas cosas se hacen santas sólo con darles la vuelta”.

Toda esta escuela tiene una aplicación de un gran interés a la hora de entender la vocación cristiana. “Vocare” en latín significa llamar; no elegir. La misión humana y sobrenatural de una persona es ante todo una llamada de Dios que, teniendo en cuenta cómo somos, nos sugiere un planteamiento de vida que puede atraernos mucho, poco o nada; aunque no nos dejará indiferentes. Esta traslación de la cuestión a la correspondencia a la gracia divina parece de extraordinario interés a la hora de plantear adecuadamente la cuestión vocacional: ya sea irse a África de misionero o querer a nuestro cónyuge cuando el afecto parece debilitarse.

En definitiva, no se trata de ser muy auténticos o autocoherentes con nosotros mismos, sino de ser muy verdaderos respecto a la vida que nos toca vivir.



José Ignacio Moreno Iturralde

Conocimiento racional y conocimiento intuitivo

Aunque ahora no esté muy de moda considerar que la razón humana puede alcanzar la verdad de las cosas, la vida cotidiana con sus funciones fundamentales pone en evidencia la inconsistencia de tanto escepticismo postizo; por ejemplo a la hora de comer.

A partir de la experiencia, a la que llegamos mediante nuestros sentidos, vamos obteniendo el conocimiento de leyes y de diversas finalidades de las cosas. Las ideas que vamos teniendo del mundo y de nosotros mismos se modelan a partir del contacto con la experiencia y de nuestra vivencia interior de esas experiencias. Otro factor de importancia fundamental es la confianza en quien nos enseña aspectos de la realidad: familia, amigos, profesores. La confianza se refleja como un aspecto matizable pero insustituible a la hora de adquirir conocimientos.

A la hora de conocer, la inteligencia tiende a la verdad, la voluntad al bien y el corazón a hacerse uno con lo querido. Vemos, por tanto, que la inteligencia tiene una prioridad respecto a las otras dos capacidades citadas; aunque amar sea más importante que entender. El volante no es más valioso que el motor de un coche; pero si el volante falla el coche entero se puede perder. Inteligencia, voluntad y corazón deben ayudarse mutuamente.

Existe un tipo de conocimiento que va más allá del discursivo o racional. Es, por ejemplo, el conocimiento que una madre experimenta respecto a su hijo con solo mirarle a la cara. Tal conocimiento se apoya evidentemente en múltiples experiencias y razonamientos sobre el chico; pero llega más allá. Hay algo que escapa y supera a la mera racionalidad. Se trata de un conocimiento del corazón para el que la razón y la voluntad han sido tan sólo medios. Como se ha escrito “el tú sólo se revela al amor”.

En el juicio estético se da un proceso análogo. Es muy difícil explicar por qué algo nos gusta. De todas maneras no existe en este campo una total ausencia de reglas. El bien –fundado en la verdad- es la condición metafísica de la belleza. Aún así el juicio estético queda muy indefinido en su entidad; vamos a intentar una aproximación. El núcleo de la estética nos parece que consiste en la contemplación de algo o alguien que al verse en armonía con el conjunto del mundo, especialmente con nuestros semejantes, produce un sentimiento o emoción que potencia nuestra entidad personal. Así experimentada, la vivencia estética es la única que nos hace entender la comunión, no identificación, de nuestro ser con el mundo.

El conocimiento de Dios, en el que Él –no lo olvidemos- lleva la iniciativa, también se basa en conocimientos de experiencia razonados, y en actos de confianza en la Iglesia –podríamos parafrasear a San Juan diciendo que el que no cree a los hombres, a los que ve, no puede creer en Dios a quien no ve-. Pero la experiencia del trato con Dios nos habla de la realidad de la actuación de la gracia divina en el alma. En este sentido es aconsejable una dirección espiritual con una persona adecuada, quien tenga la formación necesaria para ayudarnos a discernir la Voluntad de Dios de meras impresiones subjetivas. Hay una nota distintiva al respecto: las cosas de Dios, suelen inundar de paz y de alegría, aunque supongan esfuerzos que, además, se presentan muy razonables. Otra cuestión interesante, que no procede aquí desarrollar, es la cierta facilidad con que podemos tergiversar estos mensajes de Dios.

En los tres ejemplos citados de conocimiento intuitivo: el del amor de madre, el de la experiencia estética, y el del trato con Dios se dan algunos rasgos comunes: Se apoyan en el conocimiento racional pero lo superan. Hay un sentimiento de comunión con lo conocido. Existe una complementariedad entre los tres; salvaguardando la distancia infinita de la dignidad de Dios sobre lo creado. Quien sabe querer a Dios sabe querer mejor a los demás y al mundo; pero quien sabe encontrar más armonía en el mundo quiere con más facilidad a los demás y a Dios. La síntesis de la referida sabiduría está hecha vida en Santa María Virgen.



José Ignacio Moreno

Imperativos morales

Podría pensarse que no hay cosas buenas y cosas malas en general: Lo bueno, como lo malo, es para alguien concreto y en un momento determinado. Frente a esta postura el filósofo Spaemann explica que hay algunas acciones que siempre y para todos están bien –como ayudar a un enfermo- y otras que siempre están mal –como maltratar a un marginado-. No en vano la llamada regla de oro de la moral afirma: ”trata a los demás como quieres que te traten a ti”. Hay muchas cosas relativas y opinables; pero existen algunas intocables, entre las que destaca la defensa de los más débiles.

La historia de las civilizaciones humanas pone de manifiesto que los hombres necesitan apoyarse en algunas verdades estables para vivir personal y socialmente. Desde luego que han existido civilizaciones más dignas que otras. Tan claro como lo anterior es que consideramos mejores a las sociedades que han tenido más respeto por las personas humanas. Sin embargo, dándonos poca o mucha cuenta, hoy nos estamos deslizando con rapidez hacia situaciones en la que el trato a la vida humana es, cuando menos, objeto de una fuerte polémica.

Las verdades estables de las que hablábamos antes surgen, en muchas ocasiones, de la propia realidad natural. Lo que conviene darse cuenta es de que existen unas leyes que son condición de posibilidad de esa realidad y, si no se respetan, se rompe el juego de la vida. En la naturaleza humana se unen a las leyes físicas otras de tipo moral. A estas últimas leyes son a las que llamamos imperativos morales absolutos. Si el propio ser humano pudiera redefinir absolutamente la estructura física y moral de sí mismo no existiría ninguna instancia ética que pudiera culpar a estructuras de opresión y criminalidad como el exterminio de judíos perpetrado por algunos nazis; o los sistemas de trabajo complacientes con la esclavitud. El respeto a la naturaleza y a la moral de la persona humana solo puede provenir de la comprensión y respeto de una legislación previa a nosotros mismos. Los que etiquetan a estas posturas de fundamentalistas tienen el mismo rigor intelectual de quienes sostuvieran que no hace falta el suelo para andar o el aire para respirar.

Las actuales democracias occidentales parecen erigir en último criterio de actuación, para cualquier cosa, la opinión de la mayoría –a la que se puede manipular con cierta facilidad-. La mayoría es ciertamente muy importante, pero si no existe un mínimo de verdades previas a ella aquí no hay quien se entienda. Si se hace pensar que la mayoría está de acuerdo en que no hay leyes naturales y morales comunes que respetar llegamos a la confrontación de intereses, caldo de cultivo para la violencia. La política debería ser muy consciente de que el patrimonio común de valores estables para la convivencia es algo que surge de la vida de las personas apoyadas por las instituciones ciudadanas y morales anteriores al quehacer político.

La noción de derechos humanos se ha relativizado tanto que sin la aceptación de un origen y fuente de sentido de estos mismos derechos se están diciendo palabras vacías sobre lo más importante para una sociedad. Desde hace décadas es una exigencia divulgar en nuestra sociedad las verdades más básicas sobre el respeto a la vida humana.

El cristianismo establece su visión revelada de los imperativos morales absolutos en los Diez Mandamientos. Hay en ellos contenido sobrenatural que hace más humanos a los hombres. Cabe resaltar que para amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo –el núcleo del Decálogo- hay que recordar que “Dios nos amó primero”.


José Ignacio Moreno

Respetar la vida humana

Toda naturaleza tiene un modo de ser en parte permanente. El ser humano, recordamos, tiene una naturaleza biográfica. Se trata de un ser con libertad y responsabilidad limitadas, pero inalienables. Esta libertad y esta responsabilidad actúan en un organismo vivo, sujeto a leyes y condiciones particulares. La libertad propia se manifiesta desde un cuerpo con el que se une. La libertad humana opera en una materia con unas características morfológicas determinadas por la genética. Sin embargo la libertad no pesa un gramo y, si bien necesita de una base de operaciones fisiológicas, no es fisiológica en sí misma. La libertad tiene una cierta dependencia y una cierta independencia respecto al cuerpo; como una hoja respecto a su árbol. Pero si la libertad quiere ser hoja de nadie, como las caídas en otoño, se termina agostando.

La naturaleza humana es la propia de un ser con libertad moral. La duda que puede plantearse es si el individuo humano lo es cuando no está capacitado para ejercer su libertad. Aristóteles aclara una idea capital: Una naturaleza se posee no cuando se ejercen los actos propios de ella; sino cuando se tienen las capacidades para hacerlos. Estas capacidades pueden no estar operativas, transitoria o definitivamente, como ocurre en múltiples casos: una persona que duerme, que tiene alguna discapacidad, que enferma, un anciano o un nonato. Negar la naturaleza humana por una disminución de actividades supone adoptar una actitud eugenésica.

Otra de las cuestiones que pueden abordarse es la entidad de la naturaleza y su relación con la cultura. La cultura produce una transformación creativa de las naturalezas que nos rodean, así como de la nuestra propia. La historia forma, por tanto, un factor clave en las relaciones entre cultura y naturaleza. El paso del tiempo no es por sí solo un factor determinante en la mejora de la cultura. Las tremendas guerras del siglo XX lo han puesto de manifiesto. La cultura tiene por misión mejorar la naturaleza y para esto requiere de una condición previa: respetarla. La suplantación de la naturaleza por la cultura es una negación de la cultura misma.

A la hora de comprender la entidad de la naturaleza humana existen dos enfoques opuestos: el del interés y el del respeto. El ser humano, todo ser humano, merece ser tratado desde el respeto y no desde el utilitarismo. En la medida en que el respeto al ser humano, en cualquiera de sus fases y circunstancias, prima sobre la utilidad y la manipulación interesada estamos construyendo una cultura más humana y solidaria. De lo contrario la sociedad se va transformado en una selva donde los fuertes oprimen e incluso anulan a los más débiles. Por ejemplo, la esclavitud ha sido –y todavía es- una llaga dolorosa en nuestro mundo.

En todas las polémicas bioéticas que surgen hoy existe una clara disyuntiva: El predominio de la propia autonomía sobre la naturaleza o el respeto a la naturaleza, al que debe subordinarse la autonomía o libertad propia. Lo que honradamente cabe observar es que la autonomía o libertad propia surge de la naturaleza humana; no ocurre al revés. Nadie ha elegido tener dos brazos y un solo corazón.

Planteadas así las cosas parece que sería lógico que el respeto primara sobre el interés en las relaciones humanas. Muchas veces ocurre así; pero también con frecuencia constatamos ataques severos a la condición humana como es la práctica habitual, extendida y permitida por muchos gobiernos, del aborto voluntario. Ésta y otras muchas lacras sociales nos hacen preguntarnos por los cimientos del respeto a la vida humana. El respeto sin más base se muestra transgredido e ineficaz. En efecto, si se despoja a la naturaleza humana de su sacralidad, de hecho, se la acaba cosificando. La sacralidad es una dimensión de la persona hacia lo absoluto. Los partidarios de legislar como si Dios no existiera, con frecuencia, no cimentan valores incondicionados y configuran una sociedad que, bajo la excusa de una falsa laicidad, desacraliza al hombre y, en parte, lo deshumaniza. Legislar debe atenerse a unos imperativos morales absolutos que, además, encuentran su raíz más segura en Dios.

Abortar es matar una sonrisa humana. Pero además, para el creyente, el aborto es matar a una imagen y semejanza de Dios.


José Ignacio Moreno

Ser querido

Ser querido, dejarse querer, parece lo más natural del mundo. Se ve muy claro en los niños y en los ancianos; y en todo el mundo. Sin embargo, en épocas más o menos largas, nos cuesta aceptar el aprecio de los demás aunque en el fondo lo deseamos.

Nuestra autonomía, incluso en el darse, puede impedir algo que tal vez es más importante que querer: aceptar ser querido. La razón es quizá sencilla: nadie da de lo que no tiene. Nadie que no haya sido querido sabrá querer. Querer a otra persona, como dice Pieper, no es quererla para mí sino querer lo mejor para ella. Ser querido es por tanto ser dignificado, ser dotado de sentido, de valor. También este autor afirma que “amar es como decir: es bueno que existas”. Cuando me sé bueno porque me sé querido por alguien a quien valoro es cuando soy capaz de amar, de entregarme.

Ser querido es en cierta manera permitir que nuestra identidad dependa de otro, lo que puede sugerir cierto vértigo. Ser querido es aceptar la unión con las demás personas, y supone -si se puede hablar así- perder algo de casta para ganarlo de personalidad. Aceptar ser querido es la base para querer; y sólo quien se sabe muy querido sabrá querer y darse con toda su persona.

La realidad de fe en la filiación divina supone saberse íntima, personal e intensamente querido por Dios; y al conocerse concorpóreo y consanguíneo de Jesucristo surge la necesidad y la gozosa responsabilidad de participar en su vida redentora. Dios nos dice “es bueno que existas”.


José Ignacio Moreno

Amor, familia, identidad

Toda la entidad de la vida humana se relaciona directamente con la familia y la familia con el amor. Si no se sabe qué es el amor, no se sabe lo que es la familia y así tampoco se sabe quién es uno mismo.

Hay que redescubrir la magnitud formidable de traer un hijo al mundo. Esto es así si a cada vida humana se le respeta su dimensión vocacional, la posibilidad de hacer de su existencia una aventura en servicio de una causa noble. La vocacionalidad de la vida humana sólo se entiende permitiendo la existencia de algo que no controlamos: la providencialidad. Un mundo sin providencialidad es un mundo hecho completamente por nosotros mismos; es decir: un mundo en que nos ahogamos porque no puede haber aventura. Los imprevistos, frecuentes e inevitables, se convierten en algo placentero o repugnante, pero -en cualquier caso- incomprensible.

La ausencia de providencialidad lleva al olvido de la vocacionalidad. La atención se centra en el interés que necesita del dominio y del consumo: el dominio como meta y el consumo como medio. El ideal de servicio se valora en unos raptos de nostalgia y se practica en algunas dosis intermitentes de misteriosa eficacia tranquilizadora: se dan retales, en ocasiones generosos, pero no se da la tela. Así no se entiende una opción de servicio radical como modo de vida propio, porque esto es imposible sin vocación ni providencia.

Si quiero dominar completamente la trayectoria de mi vida, si quiero ser totalmente autónomo, si quiero ser autor y actor al mismo tiempo: no puedo ser elegido, no puedo ser dotado de sentido desde fuera de mí mismo, no puedo ser transformado por el amor de alguien hacia mí.

Si mi medio de vida es sólo consumista, el amor queda reducido a atracción pasajera: a una suerte de apetito –refinado, en el mejor de los casos, por sentimientos y afectos satisfactorios-. Este falso amor no es darse, sino recibir. Es un amor cuyo fruto no se desea. Ese fruto es la piedra de toque del amor porque su aceptación y cuidado conlleva sacrificio y generosidad. La biología, ingenua e inconsciente, transmite la vida porque el amor debería dar vida, vida querida. Pero hoy, con brutal terquedad, se odia ese fruto, se le destruye…porque entonces no se ama.

Lo verdaderamente apasionante es nacer, incluso en siniestras condiciones, que penden de la providencia. Es normal en las historias que merecen la pena que haya pena. El amor, para no perder su identidad, respeta la vida. La nueva vida humana se respeta por sí misma: esa es la condición de la familia. La familia es el lugar del amor respetado, donde se quiere a cada uno por sí mismo. Los hijos nacen y se educan en un ambiente donde son tan queridos como exigidos, tan seguros en reivindicar los bombones como pesarosos por no haber hecho la tarea.

Los hijos encuentran en su madre y en su padre la raíz providencial de su vocación a ser hombres, a amar.


Jose Ignacio Moreno

La familia como raíz de humanidad

Entre las cosas más fantásticas de este mundo destaca la diferencia maravillosa entre un hombre y una mujer. Esta complementariedad natural entre lo masculino y lo femenino es regla básica de la vida. El atractivo físico, psicológico y afectivo puede culminar en un amor de benevolencia por el que se quiere a la otra persona tanto como a uno mismo. Un sabio escribió en cierta ocasión que “el amor nunca pasa y si pasa no es amor”. El compromiso matrimonial hace justicia a este amor. Cuando se ama a alguien se le quiere para siempre; de lo contrario estaremos hablando de pasión o mera afectividad, pero no de amor personal. La mutua ayuda, la conyugalidad en todos sus aspectos, requiere de personas generosas, con virtudes y aptitud para la convivencia. Esta relación entre dos es elevada a una nueva y tercera dimensión: El amor esponsal entra en una superación que se hace vida nueva. La mirada entre dos ya no se cansa porque se renueva y fecunda en un arcano de vida.

La esponsalidad conlleva tareas y responsabilidades primordiales como la educación de los propios hijos. Esta realidad requiere de una relación exclusiva de fidelidad. Amor esponsal y fidelidad son las dos caras de una misma moneda. No es este el momento de reflexionar sobre las posibles causas de nulidad matrimonial o de separación; sino de pensar acerca de la hondura antropológica del matrimonio humano, en una época en la que se está intentando, con vehemencia internacional, romper la entidad natural de la familia.

La propia familia de origen supone las raíces de uno mismo. Se trata del lugar donde hay un amor incondicionado por cada uno de sus miembros. Este apoyo incondicional se da de modo natural entre padres e hijos. Reventar el sentido de la sexualidad y de la familia, como de hecho se está haciendo, redunda en fomentar diversos tipos de esclavitud en el ser humano.

A lo largo de los siglos han caído poderosos imperios; pero la Familia del que no tuvo una casa para nacer sigue siendo el faro de luz de nuestra civilización. El mensaje familiar del Redentor no niega nada de la nobleza humana sino que la eleva a alturas insospechadas.

La Redención del corazón, en expresión de Juan Pablo II, supone la purificación del amor familiar por la gracia divina y la correspondencia a esa gracia. El hecho de que Juan Pablo II haya dicho de la dimensión sexual de las relaciones esponsales que son un icono del amor intratrinitario es una afirmación entroncada con el Génesis, donde Dios bendice el amor humano. San Josemaría Escrivá de Balaguer afirmaba que el lecho matrimonial es un altar. Es conocida la relación que hace San Pablo entre Cristo y la Iglesia como esposo y esposa.

La Revelación cristiana no impone nada, sino que sublima lo genuinamente humano, salvaguardándonos de los errores, desvaríos y enfermedades del corazón. La familia, con sus roces, precariedades y ajetreos diarios, es el único lugar donde el hombre puede llevar a cabo su vocación al amor. Esto no quiere decir, como es lógico, que existan otros modos de entrega a los demás que impliquen el estado de soltero, como puede ser –por ejemplo- la vida sacerdotal. En este sentido el libro “Amor y responsabilidad”, de Karol Wojtyla, manifiesta como una comprensión adecuada del matrimonio y del celibato por el reino de los cielos se potencian una a otra, ya que se trata de dos modos de entrega, de cumplimiento de la ley del “don de sí”.

La familia humana, aunque solo sea por la limitación de la muerte, necesita de una dimensión eterna para ser acorde con el corazón humano. Esta dimensión es para los cristianos la Iglesia, la familia de Dios.



José Ignacio Moreno

Trabajar y disfrutar

Es muy probable que lo fundamental del trabajo recaiga sobre todo en la propia disposición interior. Recuerdo la afirmación mañanera de un viejo profesor:”un nuevo día, sale el sol y estoy rodeado de gente a la que puedo ayudar”. A esa misma persona le hablé en una ocasión acerca del trabajo sobre la importancia de “gestionar la complejidad”; él me respondió que era más importante “gestionar la sencillez”. Así es.

Nuestro mundo occidental trabaja y consume desaforadamente pero, con todo respeto a los ritmos de competitividad, me parece que tal ritmo está algo desenfocado. El afán por el enriquecimiento que se transforma en ansiedad y en angostura de espíritu es la consecuencia de tomar al trabajo como un fin cuando no es más que un medio. La aceleración, la falta de autoposesión, difumina hacia delante la propia persona que queda sin peso, sin contornos, sin los límites que la hacen irrepetible.

Cuando alguien se decide a serenarse, a aceptar su vida y la realidad más cercana que le rodea, empieza a ser un punto fijo; uno de esos escasos lugares desde los que se puede mover el mundo. La sencillez no es sencilla.

Ser o no ser, he ahí una cuestión mal expresada. Ser amado o no ser, he ahí la verdadera cuestión. Trabajar desde, por y para el amor a Dios y a los demás es la recia escuela de la plenitud del sentido humano del trabajo.

Trabajar, encanecer sonriendo, saborear una gran gama de matices, agrios y dulces de la vida cotidiana, aquí está el verdadero, real y fantástico reto que se nos ofrece; no hay otro. La dimensión humana del trabajo se abre así a su dimensión divina. El estilo de trabajo sencillo de la Sagrada Familia se nos muestra como el retrato vivo de la perfección de una vida de trabajo y amor.


José Ignacio Moreno

Sociedad, valores y cristianismo

Es mucho lo que la historia nos puede enseñar: no en vano se la considera “maestra de vida”. Desde hace dos mil años se ha ido perfilando el concepto de persona y de dignidad como atributo inalienable de todo ser humano. Kant lo precisó con acierto al afirmar que toda persona es un fin en sí misma. Esto supone que nunca se debe instrumentalizar al hombre.

El proceso de avance de la idea de autonomía desde el siglo XVIII ha llegado, en algunos sectores muy influyentes de la actualidad, a disociar la autonomía de la naturaleza. Con tal motivo se plantean alternativas al matrimonio natural fundado en la unión estable entre un hombre y una mujer. Se busca el aborto como un derecho de la mujer, cerrando los ojos a la evidencia de que el nasciturus es un ser humano. Se utiliza a los embriones humanos como si fueran los de un animal cualquiera. La religión en su dimensión social es entendida como una injerencia intolerable en la conseguida laicidad del Estado.

En el telón de fondo de la Declaración de los Derechos humanos de 1948 observamos la lección histórica de la necesidad de unos principios comunes entre las personas que tienen que basarse en la naturaleza humana para ser comúnmente aceptados. Las atrocidades y crímenes contra la humanidad perpetrados en la Segunda Guerra Mundial hicieron necesaria esta Declaración de principios. Valores actuales como la citada autonomía o libertad personales son valiosos en cuanto no comprometan la identidad de la naturaleza personal y social del hombre. Sin embargo, algunos de los promotores de una pluralidad de maneras de entender lo nuclear del ser humano, niegan -de hecho- el concepto de naturaleza humana. Esto necesariamente lleva a una acusada falta de valores comunes y, por tanto, de sociabilidad. La tolerancia, erigida como supremo valor equilibrador de intereses, es un pedestal muy débil sobre el que basar la cultura de los pueblos. Así, en la práctica, las sociedades se crispan.

Por otra parte, en un clima donde la idea de comunicabilidad y participación de bienes está mermada, resurge un neoliberalismo de escaso rostro humano. En la era de la globalización somos más conscientes de un mundo en el que la riqueza está muy mal repartida y donde las soluciones a estos desajustes parecen de corto alcance para las necesidades reales de los más deprimidos.

Todos estos factores hacen necesaria una nueva profundización y difusión del valioso patrimonio histórico europeo relativo a la dignidad de la persona, en sociedades democráticas con estados aconfesionales. En este sentido es de mucho interés recordar que el cristianismo, pese a los defectos personales y sociales de los cristianos, ha sido un impulsor principal de una idea clave: la fraternidad entre los seres humanos. Esta idea clave se está debilitando severamente. La fraternidad humana, pese a las tensiones y conflictos, supone un respeto incondicionado a toda persona a la vez que le recuerda su irrenunciable compromiso social. Los cristianos no pueden dejar de reivindicar esta perspectiva indispensable para la humanidad.


José Ignacio Moreno

La vida como regalo

“Se trata de que no se vaya el santo al cielo sino que venga el cielo al santo”. Esta frase la decía un buen amigo en la mesa, señalando un magnífico postre en un día de fiesta.¡Cuanta razón tenía!

Hoy parece que se ha acentuado el afán de disfrutar. Muchos buscan una auténtica cultura del “éxtasis”, un empeño por gustar sensaciones fuertes, potenciado y extendido por capitalismos mediáticos publicitarios. Es lógico querer pasarlo bien; sin embargo el problema está en que curiosamente no se sabe vivir bien . Las prisas, la búsqueda del éxito y del dinero rápido, la aceleración como modo de vida puede que no sea, en el fondo, más que una huida hacia delante.

La exaltación de las emociones nocturnas no da respuesta a la realidad del trabajo cotidiano. Se vive con cierta histeria una única realidad en la que no se encuentra la unidad de sentido de la vida. Y esto se debe, como afirma Alfonso Aguiló , a que se busca la felicidad donde no está y se ignora que para ser feliz lo que hay que modificar no es tanto lo de fuera sino lo de dentro de uno mismo.

Reflexionar en que uno ha nacido sin ningún mérito personal ni consulta previa es mucho más que una perogrullada: es la pura verdad que, sin embargo, olvidamos con mucha frecuencia. A pesar de los flagrantes males del mundo, de la enfermedad y del dolor moral, la vida sigue siendo una llamada, un regalo de valor incalculable. El bien suele ser más discreto y silencioso que el mal, pero mucho más sólido y fundamental...como lo es una madre buena. Lo que podemos hacer, en expresión de Julián Marías es “educar la mirada”, y también el entendimiento y la voluntad, para caer en la cuenta de la cantidad de cosas estupendas que nos suceden: desde respirar hasta optar por ocupaciones quizás sencillas pero llenas de verdad y de bien, maduras de humanidad y sazonadas de buen humor. Quien procura vivir siempre así, de hecho, es bastante probable que lo haga desde la fuerza de la fe.

Hay un salto de confianza, de esperanza, de aptitud para la felicidad -esto es en parte la fe- que no puede ser impuesto racionalmente, porque la mano de Dios sólo se coge si libremente se quiere. Lo que sí se puede constatar es que quien así lo hace está en condiciones de disfrutar tanto en día laborable como en fin de semana; y con un gozo enorme, porque todo se llena de sentido. Y este sentido es la fuente de la felicidad.


José Ignacio Moreno

Vida y misterio

La vida esconde en su origen y en su actualidad el misterio de su por qué. La palabra misterio era traducida por los latinos como sacramentum; esto es: algo visible que connota lo invisible, lo que está detrás; lo que es su sentido. La realidad visible es de alguna manera un símbolo; algo que remite a su origen, a lo que la dota de unidad de sentido. Y, en la realidad, viven unos símbolos vivos y libres que somos nosotros mismos.

Los hombres podemos representar personalmente el mundo; por ejemplo al escribir una novela, pero no podemos dotarla de realidad. Hay Alguien que si puede. En Él, en virtud de su máxima simplicidad, su ser se identifica con su pensamiento y su querer con su poder. Un “literato” ha creado la novela en que vivimos. Alguien entiende el mundo y al entenderlo lo ama. Nos entiende a través de su Idea, de su Nombre. Somos porque nos quiere. En expresión de Chesterton “el mundo es una novela donde los personajes pueden encontrarse con su autor” .

La Revelación bíblica da plenitud a las reflexiones anteriores, hasta el punto insospechado de que el propio Autor del libro del mundo se haga uno de nosotros dotando de gran valor a nuestras biografías.


José Ignacio Moreno

Alegría en la verdad

¡Eureka! Éste suele ser el grito de júbilo del investigador que da con la verdad de un problema. El hallazgo de algunas verdades trae consigo una subida satisfactoria del ánimo. Pero no podemos olvidar que no todas las verdades producen felicidad. Conviene recordar que los sufrimientos ante los males, como explicamos antes, pueden reconducirse hacia bienes superiores, no sin esfuerzo. Incluso los males provocados por la propia libertad pueden ser el humus de un replanteamiento fecundo en sabiduría.

Muchos bienes no son noticia. Dicen, con respeto y aprecio a las verdades difundidas por el periodismo, que el ruido no hace bien y que el bien no hace ruido. Fijarse en lo bueno es el requisito previo para conseguirlo. En ocasiones el escalador tiene que mirar hacia abajo pero sobre todo debe mirar arriba para poder llegar.

Cada persona se transforma en aquello hacia lo que se dirige. Si nos fijamos en el bien y nos acercamos a él seremos buenos. Esto requiere un ingrediente difícil de obtener: el conocimiento propio. En este conocimiento, donde juegan un papel importante la sensatez, la experiencia y el consejo cualificado, también hay que fijarse en lo positivo, en lo bueno de nosotros mismos, por las mismas razones que hemos mencionado antes, para renovar, con más temple, la propia ilusión de vivir. Mirar a la victoria, sin desconocer las dificultades que pueda llevar consigo, es ya empezar a conquistarla.

La verdad y el bien son los que satisfacen la inteligencia y la voluntad llenando de paz el corazón. La verdad es la que deja tranquilidad en el alma. Esta serenidad es el marco perfecto de la dicha; algo así como el bosque respecto de los cantos de los pájaros.

La alegría surge con frecuencia de la consecución de unas metas. Pero una alegría más honda nace de saberse querido y valorado por las personas más cercanas a nuestro entorno familiar, profesional y social.

Todo lo anterior requiere del ejercicio de las virtudes. La prudencia busca la aplicación del bien a los casos concretos; es una virtud que supone realismo. La justicia se esfuerza por dar a cada uno lo suyo. La fortaleza se orienta a la búsqueda ardua del bien. La templanza procura el domino de lo racional sobre lo orgánico. Sobre estas virtudes humanas o cardinales se ensamblan las teologales: dones de Dios que implica nuestro empeño en cultivarlos. La fe por la que nos fiamos de Dios y de su Revelación. La esperanza a través de la que confiamos en que Dios nos ayudará a conseguir nuestro destino sobrenatural eterno. La caridad mediante la que amamos a Dios y a los demás por Dios. Esta última es la virtud por la que nos hacemos amigos de Dios; sabiendo, como afirma Tomás de Aquino, que las victorias de nuestros amigos son también nuestras victorias.

La asombrosa noticia cristiana es que somos hijos de Dios. Algo mucho más por conocer que conocido. A ninguna mente humana se le hubiera ocurrido, por sí misma, pensar que Dios se ha enamorado locamente del hombre; y éste es un postulado principal de la doctrina y la vida de Jesucristo.

Sin embargo, lejos de ingenuidades, experimentamos con frecuencia las precariedades y dificultades de la vida, en el ámbito personal y social. ¿Cómo reencontrar la alegría en nuestro normal transcurrir de los días? Buscando la verdad de la propia vida en tantas cosas: la familia, el trabajo, la amistad, el compromiso social.

Tomando ideas de clases impartidas por el profesor Antonio Ruíz Retegui, diremos que Dios se acepta plenamente a sí mismo. Al ser el hombre imagen y semejanza de Dios la clave de su felicidad consiste en la aceptación de su propia vida, en los momentos fáciles y en los difíciles. Una aceptación que no nace de un mero conformismo sino precisamente de entender la propia existencia como una llamada vocacional divina.

El cristianismo aporta una rotunda iluminación al problema de la verdad y de la alegría. Nuestra falta de aptitud estable para la gratitud y la dicha provienen de una herida en el corazón humano que hace al hombre pretender ser creador del bien y del mal, de la verdad y de la mentira. De este modo quiere elegir y no ser elegido; desea generar significado en vez de descubrirlo, falseando así su propia verdad y, como consecuencia, su felicidad. Esta herida de egolatría es sanada, nos explica el cristianismo, por la desconcertante muestra de humildad abismal de Cristo crucificado.

El secreto de la paz y de la alegría, en la perspectiva cristiana, consiste en vivir en la cruz: en la verdad de nuestra condición –es decir, en la humildad-, en la ley del don de sí a Dios y a los demás, en la gratitud ante lo agradable y lo desagradable en la que medida en que son combustible para la “llama de amor vivo” –proveniente del soplo del Espíritu divino-, tantas veces alimentada por el arrepentimiento de los errores personales.



José Ignacio Moreno

La felicidad redimida

La felicidad es más un don que una consecuencia del esfuerzo, aunque también interviene en ella. La felicidad es un sentimiento de plenitud y dotación de significado propio que abarca múltiples aspectos. Se diferencia del placer en que éste es un estado sensitivo pasajero y muy dependiente de las sensaciones corporales, mientras que la felicidad es más un estado del alma. Todos buscamos ser felices y, sin embargo, sabemos por experiencia que la felicidad es misteriosa y parece que nunca se acaba de alcanzarla del todo.

Por lo que hemos dicho antes la felicidad humana más satisfactoria radica en saberse valorado y querido por personas a las que amamos. Influyen muchos otros factores, desde los físiológicos hasta los logros académicos o profesionales. Esta temática supone el ejercicio de las virtudes que son el medio indispensable para ser verdaderamente felices. La felicidad no puede buscarse en directo; porque es la posible consecuencia de hacer el bien. En cierto modo hay que olvidarse de ser feliz para llegar a serlo.

El escritor Gustave Thibon ha afirmado que el cierto descontento que nos dejan los bienes limitados de este mundo es el envés de la sed que nos agita por un Bien absoluto. La fragilidad de la felicidad humana es muy grande si se apoya en factores meramente pasajeros.

Anclar la vida en Cristo, saberse redimidos por Él, es una fuente de sentido y de felicidad inmensa, a la que se accede en la medida de la propia generosidad. Este enfoque sobrenatural de la felicidad no desprecia los bienes transitorios; todo lo contrario: los ordenan descubriendo su verdadera identidad.

La capacidad de amar y ser amados, el aspecto más nuclear de la felicidad, tantas veces alterada en nuestra vida, se agranda y purifica ante el ejemplo luminoso del Hijo de Dios. La vida cristiana no es fácil; pero tampoco es especialmente difícil. La Cruz del cristiano supone ante todo vivir de cara a Dios y a los demás. Esto implica esfuerzo abundante pero es fuente de un gozo profundo.

El progresivo descubrimiento del rostro del Señor, cuyo retrato moral son las Bienaventuranzas, es un origen de transformación interior, de identificación con Cristo, que nos acerca al corazón de los demás hombres. La vida cristiana no suplanta la felicidad humana sino que eleva todo lo noble de nuestra naturaleza y plantea una lucha sin cuartel a todo aquello que la envilece: el egoísmo, el error moral, el pecado.


José Ignacio Moreno Iturralde

La experiencia del perdón

Un ser humano, a diferencia de un animal, es capaz de separarse de su conducta y de rectificar. Un hombre es lo que es y lo que puede llegar a ser; por esto puede ser perdonado y perdonar. Alguien ha afirmado que si se trata a una persona como lo que es, será lo que es; pero que si se la trata como lo que puede y debe ser, llegará a comportarse de esta manera. En la película “Los miserables” un mendigo es acogido por una familia. Durante la cena, el hospedado comenta al dueño de la casa si no tiene miedo de que le robe. El anfitrión cambia de conversación instando a su invitado a cambiar el tipo de conductas que lleva hasta la fecha. Durante la noche, tras escuchar unos ruidos, el propietario descubre a su huésped robándole y éste responde golpeándole y huyendo. A la mañana siguiente la policía trae al ladrón con el botín a la casa ultrajada. El propietario de aquellas cosas afirma que son un regalo con el que ha ayudado al presunto bandido. La policía se va y el desagradecido personaje, lleno de admiración, pregunta a su víctima por qué ha actuado así. La respuesta es la siguiente: “Este es el precio que pago para devolverle a Dios a usted; y recuerde que durante la cena había prometido cambiar de vida”. Así ocurrió después.

Comportarse con la generosidad de aquél anfitrión no está al alcance de todos los ánimos, pero si es un botón de muestra para hacernos ver las posibilidades que tiene el corazón humano de sacar de la miseria moral a sus semejantes. Una característica profundamente humana e inteligente es la capacidad de comprensión, de ponerse en el lugar de la realidad, especialmente de los demás. No estamos defendiendo que la misericordia anule a la justicia, pues una y otra se necesitan mutuamente, sino que el perdón es una actitud que puede remover muy eficazmente los deseos de mejora personal.

La radical novedad que trae consigo el cristianismo al pedir el perdón a los enemigos no supone, insistimos, una dejación de deberes. Si hay que denunciar a alguien la virtud de la justicia puede exigir hacerlo. Pero de lo que se trata es de no criar odio, mala sangre, rencor, deseos de venganza. El odio es, por contraste al amor, lo que más desfigura al espíritu humano.

La vida de Cristo supone una insólita muestra de perdón, más allá de cualquier cálculo humano. El ejemplo del Redentor nos exige la obligación recia de perdonar en el fondo del corazón. Se trata de algo que, cuando la ofensa es grave, no se puede lograr sin la ayuda divina que hay que implorar. Una persona capaz de perdonar a sus enemigos no se comporta de un modo inhumano, sino todo lo contrario. La gracia divina, secundada por la voluntad, hace a tal persona rica en humanidad.

Lope de Vega escribió: “¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?/ ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,/ que a mi puerta, cubierto de rocío,/ pasas las noches del invierno oscuras?/ ¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras, pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío/ si de mi ingratitud el hielo frío/ secó las llagas de tus plantas puras!/¡Cuántas veces el ángel me decía:/ Alma, asómate ahora a la ventana/ verás con cuánto amor llamar porfía!/ Y cuántas hermosura soberana:/ Mañana le abriremos –respondía-,/ para lo mismo responder mañana!”. Este poema pone de manifiesto la admiración humana ante el amor demostrado por Dios a sus criaturas. El sacramento de la confesión, donde se encarna el perdón de Dios, es una maravillosa muestra de la entraña misericordiosa del Corazón de Dios. Ante ese perdón divino, a la medida de su Amor y de nuestra flaqueza, se hace patente la obligación de comprender y perdonar a los demás. Todo esto redundará en la mejora de la convivencia familiar y social.



José Ignacio Moreno

Meditación y oración

Pensar la realidad que vivimos se hace necesario para ser humanamente libres. Considerar qué nos ha ocurrido hoy, qué hemos hecho y por qué, es motivo para vivir de un modo más humano, más biográfico. Dentro de esas valoraciones de la experiencia la más importante es la moral. Lo más genuinamente humano de la vida es la experiencia moral: ¿Me han tratado bien? ¿Me he portado mal con esa persona?... Es imposible callar estas preguntas de la propia conciencia. Silenciarlas es tanto como renunciar a ser persona.

Meditar sobre la propia vida y la de los demás no es un fin en sí mismo; que más bien radica en recibir y comunicar amor para poder ser feliz. No se trata, por tanto, de enfrascarse en excesivos análisis que, al cabo, terminan paralizando la conducta. Pero no parece que el peligro venga hoy por este lado. La ausencia de interioridad, como explicó Juan Pablo II en Madrid el año 2003, es un drama de nuestro tiempo .

Es preciso ordenar la cabeza y el corazón con un empeño decidido de la voluntad. Hay que tener una jerarquía de valores, establecerse un horario de actividades, buscar con constancia unas metas. Todo esto con la flexibilidad propia de la persona, con sentido común, que se da cuenta de que no maneja muchos de los hilos de su vida pues la realidad es inmensa y cambiante. Hace falta pararse y preguntarse sin miedo, con cierta frecuencia, por qué y para qué hago esta cosa y esta otra. También nos será de mucha utilidad la experiencia y el consejo de personas que merezcan nuestra confianza.

La oración añade una tercera dimensión a la sola meditación. La oración actualiza las virtudes teologales impulsándonos a pedir ayuda y respuestas, buscando a Dios en el centro de nuestra alma, a partir de lo que hemos vivido, en orden a lo que nos disponemos a vivir. La oración, cuyos tiempos hay que saber encontrar, es la actividad mas productiva del cristiano. En ella se busca lo verdaderamente importante de la existencia expresado en los famosos versos: “Al final de la jornada aquél que se salva sabe y el que no, no sabe nada”; o también en la afirmación de San Juan de la Cruz: “A la caída de la tarde te juzgarán en el amor”. Lo único que tiene valor de eternidad en este mundo es lo que hagamos por amor a Dios, y a los demás por Dios. Sorprende ver qué escaso se anda en ocasiones de este precioso capital. Siempre consuela saber que el arrepentimiento puede cambiar el pasado porque la contrición es amor y el amor verdadero tiene jurisdicción sobre el tiempo, ya que Dios es Amor.



José Ignacio Moreno

Casa de Dios y Casa de los hombres

Los que hemos tenido la inmensa suerte de tener un padre y una madre incondicionales sabemos hasta que punto el hogar de origen establece una columna central en nuestra personalidad. La familia como núcleo de amor y de vida, tan siniestramente atacada hoy en día por diversas fuerzas convergentes, supone un lugar nuclear en nuestro espíritu. Pero es cierto y triste que la familia de origen pueda quebrarse o incluso ni siquiera existir en algunos casos. En estas circunstancias se somete a los afectados a una prueba severa.

Nuestros padres y hermanos, cónyuge e hijos, establecen relaciones primordiales con nosotros. También nos interpelan, en diversos grados, las relaciones con otros familiares, amigos, compañeros y ciudadanos. Nuestra propia identidad depende de la calidad de nuestro convivir con los demás. De todos estos ámbitos de convivencia la familia es el más indispensable. El hombre es un ser esencialmente familiar y no puede realizarse como persona sin tener algún tipo de vinculaciones familiares. Todo lo que llevamos a cabo con nuestro trabajo e iniciativa, las cosas que nos hacen gozar o padecer, tendemos a comunicarlas en un terreno familiar, la patria más indispensable para toda persona. El hombre, quiéralo o no, gira en torno al campo gravitatorio de la familia. De algún modo, por utilizar una imagen de Chesterton, la vida del hombre es como una vuelta al mundo, en la que sale del hogar y retorna a él.

La Iglesia, la Casa de Dios, es también casa del hombre. El Pórtico de esta Casa es el Bautismo; el sacramento que nos hace hijos del Padre. La Casa del que no tuvo un techo para nacer se convierte en la casa de toda persona que acepte entrar en Ella. El hogar humano se fortalece en el hogar de Dios, llegándose a identificar. La familia cristiana es una dimensión de la misma Iglesia, jerárquica y fraterna. El Cuerpo de Cristo, el Pan de los hijos, constituye un Hogar. El propio espíritu de la persona se transforma en Iglesia al participar de la comunión de los santos. En la Iglesia el alma cristiana encuentra su definitivo hogar, en este mundo y en la eternidad. Clemente de Alejandría escribió: “Si la voluntad de Dios es un acto que se llama mundo, su intención es la salvación de los hombres y se llama Iglesia” .



José Ignacio Moreno

Muchos en Uno: La Eucaristía

¿Dónde está le Iglesia? Donde está la Eucaristía. La Iglesia es sacramental y, por este motivo, hay en Ella jerarquía. Dios verdadero y sustancial se quiere hacer Pan para nosotros. A diferencia de otras religiones inhumanas, donde los hombres eran sacrificados a los dioses, en la religión cristiana Dios es quien se sacrifica por los hombres. Por esto no basta un mero deseo de ser cristiano si se tiene acceso al conocimiento de la Encarnación y Redención del Hijo de Dios. Todo hombre honrado y justo, que haya tenido la noticia del Evangelio, tiene la responsabilidad de informarse e interesarse activamente ante el anuncio de que Dios se ha hecho uno entre nosotros. Lo contrario es mediocridad, poltronería e ingratitud. Existe una llamada universal a la santidad; y es asequible a todos una respuesta libre a la gracia de Dios, que Él otorga a quien sinceramente se la pide. Una persona no debe acostumbrarse a convivir a medio gas con la Buena Nueva divina; o a no escucharla con solicitud, pudiendo hacerlo.

En cierta ocasión escuché una idea que considero muy interesante: La Eucaristía es el mismo Cristo que nos dice “déjame que viva tu vida contigo para que tú puedas vivir conmigo Mi Vida”. “Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en Mi y Yo en él” . El estilo de Vida de Dios, convertido en sencillo Pan, es un modelo inefable de ofrenda, de solicitud, de Amistad sublime, de servicio. Participar en la Eucaristía supone tener conciencia de estar en gracia de Dios y querer aumentar esa gracia con una vida de entrega a Dios y a los demás, viviendo un auténtico don de sí mismo.

La Eucaristía manifiesta el insondable Amor de Dios por nosotros, criaturas de carne y hueso. Un Amor que es eterno, inmortal. La Eucaristía es así prenda de vida eterna. “Quien coma mi carne y beba mi sangre Yo le resucitaré en el último día” . La Eucaristía, donde está el cuerpo glorioso, la sangre, el alma y la divinidad de Jesucristo; real, verdadera y sustancialmente presente –como afirmaba San Josemaría, siguiendo el Magisterio de la Iglesia Católica- es para nosotros prenda para la vida eterna. Ya es el Cielo en la tierra. Lo cual implica, en expresión de Benedicto XVI, una respuesta vocacional: “Yo, pero «no» más yo ”; “...es Cristo quien vive en mí ”


José Ignacio Moreno

Generosidad y apostolado

La vida cristiana es esencialmente apostólica. Católico significa, como es sabido, universal. Del mismo modo que un hombre que poseyera una medicina infalible para sanar toda enfermedad tendría la obligación moral de darla a conocer, un cristiano tiene el derecho y el deber de dar a conocer, con su ejemplo y con su palabra, la doctrina verdadera para la vida terrena y eterna.

La generosidad, con orden y sentido común, implica la comunicación del patrimonio más importante del cristiano: su vida en Cristo. Desde una bendita pluralidad, en comunión con el Magisterio de la Iglesia asistido por el Espíritu Santo, la vida del cristiano debe ser un banderín de enganche a la causa del Evangelio. Bandera discutida pero bandera de paz, de comprensión y de alegría.

El sacramento de la Confirmación supone una nueva efusión del Espíritu Santo –Amor Personal entre el Padre y el Hijo- por el que el fiel cristiano se hace “milites Christi”, soldado de Cristo, para librar estas batallas de paz. En seguida recordamos que la vida cristiana no consiste, para la mayoría las personas, en grandes epopeyas sino en hacer de nuestra vida una historia entroncada en el espíritu nazareno, de sencillez y cotidianidad humana y divina.

Cada hombre, de algún modo, representa a la humanidad. Todos tenemos responsabilidad sobre los demás. En el mundo hay suficiente dosis de injusticia y de mentira para no parar de hacer apostolado; también con la sonrisa, con el descanso y la diversión. Pero esta vida propia, personal, no tendrá un fruto apostólico proporcional al mero número de obras de caridad efectuadas, siendo éstas imprescindibles. La Obra de Dios es la identificación con Cristo a través de la realidad de cada día. Aquí la victoria de unos es poderosa ayuda para la victoria de otros. Dios es Dios de victoria.



José Ignacio Moreno

Matrimonio y celibato por el reino de los cielos

Karol Wojtyla, antes de convertirse en Juan Pablo II, escribió un valioso libro titulado “Amor y responsabilidad”. Una idea sacada de su lectura es, como dijimos, que para entender bien el matrimonio hay que entender bien el celibato por el reino de los cielos y viceversa. Ambos estados de vida son las dos caras de una misma moneda, la del amor esponsal. Como dijo Antonio Machado “la monedita del alma se pierde si no se da”. Otra frase, ignoro su origen, relacionada con la entrega es esta: “El Cielo no cuesta ni poco ni mucho; sencillamente todo lo que uno tenga”. Matrimonio y celibato son entrega; algo así como decir: “voy a procurar hacer feliz a los demás, con la ayuda de Dios y a pesar de mis defectos, porque el que no vive para servir, no sirve para vivir”.

Por este motivo en una sociedad en la que abundan familias enterizas cristianas hay vocaciones sacerdotales. Pero si la familia está en crisis también lo estarán estas vocaciones. La vocación al sacerdocio es, como todas, iniciativa de Dios, pero conviene mucho que el terreno humano esté abonado de generosidad y alegría de vivir. Una juventud bien formada cristianamente no ve el celibato por el reino de los cielos –en el sacerdote o en el laico- como algo “demasiado fuerte”; sino como un modo de vivir la intimidad con Dios y la entrega a los demás. Como se pone en boca del actor que representa a Juan Pablo II en la película Karol “el sacerdote es un hombre para los demás”.
Por otra parte el mencionado libro de Wojtyla establece, con una filosofía personalista, las bases de una moral sexual y de una teología del cuerpo, posteriormente desarrollada durante su Pontificado, que suponen una auténtica mina de valores humanos y cristianos para estudiar y dar a conocer. Las palabras de Juan Pablo II son una contestación profunda y convincente a la revolución sexual desencadenada en los años sesenta del siglo XX y cuyas consecuencias actuales han contribuido a una deshumanización de la sexualidad, a la tragedia silenciosa del aborto masivo, y a un falseamiento de la identidad del matrimonio en algunas legislaciones civiles. Junto a todo esto ha surgido, como nunca hasta antes en la historia, el esperanzador fenómeno social del asociacionismo familiar en defensa de la identidad de la realidad de la familia natural humana, así como del respeto y ayuda que se merece.


José Ignacio Moreno

Enfermedad, muerte y vida eterna

No llevamos el timón de la realidad, ni siquiera totalmente el de nuestra propia vida, pero aunque en el mar de la existencia haya tormentas que no entendemos no por eso carecen de un sentido que quizás más adelante podremos comprender. Este es un punto importante para saber que la vida es una verdad imperfecta en la que nos podemos realizar como personas.

La enfermedad, especialmente la crónica, es una acompañante de camino bastante antipática, francamente desagradable y, en ocasiones, brutalmente ofensiva. Sin embargo, resulta ser una catedrática de fina sabiduría y tras su rostro feo esconde un alma delicada, tenaz entusiasta de nuestra mejora personal.

Cabalgar por las amargas estepas del insomnio o sentir la ácida y abotargada sensación de las jaquecas o el desaliento y el malestar no es algo solamente nefasto. El espíritu puede entonces sacar de la autosuficiencia dependencia, de la pedantería sencillez, de la torpeza comprensión, de la angustia paz, de la tragedia comedia. Empieza a entenderse la vida como regalo y al descostrarse nuestro egoísmo podemos volver a vislumbrar de un modo nuevo la actitud más básica y fundamental del hombre, tan frecuentemente olvidada: la gratitud.

El enfermo es para su familia fuente de contradicción e incluso de aburrimiento; pero en mucho mayor grado es causa de generosidad y de fraternidad. En especial cuando nuestro enfermo entra en fase terminal y fallece. La insuficiencia de este mundo se manifiesta patente, nítida; pero no su sin sentido si se tienen ciertas referencias. Más todavía, como he visto, si la persona fallecida ha encarado su enfermedad y muerte con categoría humana, con plenitud de sentido y con amor a los demás. Tal actitud no aparece como absurda sino todo lo contrario: como la más noble, digna y verdaderamente humana. Su capacidad de transformar es poderosa. Verdaderamente la auténtica buena muerte, su aceptación llena de paz y de esperanza es toda una escuela para la vida.

El sacramento de la Unción de los enfermos es una nueva ayuda de nuestra Madre la Iglesia. Una Unción, para un ungido o elegido, que prepara el tránsito al encuentro con Dios, o restablece la salud si conviene a los planes de la Providencia. Con este signo sensible de Cristo se pueden preludiar unas palabras de valor incalculable ”Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor ”.


José Ignacio Moreno

Modelo de sabiduría

Al escribir sobre una filosofía al servicio de la fe queremos recordar el paralelismo que estableció Juan Pablo II entre la filosofía y la Virgen María: “Mi último pensamiento se dirige a Aquélla que la oración de la Iglesia invoca como Trono de la Sabiduría. Su misma vida es una verdadera parábola capaz de iluminar las reflexiones que he expuesto. En efecto, se puede entrever una gran correlación entre la vocación de la Santísima Virgen y la de la auténtica filosofía. Igual que la Virgen fue llamada a ofrecer toda su humanidad y feminidad a fin de que el Verbo de Dios pudiera encarnarse y hacerse uno de nosotros, así la filosofía está llamada a prestar su aportación, racional y crítica, para que la teología, como comprensión de la fe, sea fecunda y eficaz. Al igual que María, en el consentimiento dado al anuncio de Gabriel, nada perdió de su verdadera humanidad y libertad, así el pensamiento filosófico, cuando acoge el requerimiento que procede de la verdad del Evangelio, nada pierde de su autonomía, sino que siente como su búsqueda es impulsada hacia su más alta realización. Esta verdad la habían comprendido muy bien los santos monjes de la antigüedad cristiana, cuando llamaban a María « la mesa intelectual de la fe ». En ella veían la imagen coherente de la verdadera filosofía y estaban convencidos de que debían philosophari in Maria. Que el Trono de la Sabiduría sea puerto seguro para quienes hacen de su vida la búsqueda de la sabiduría. Que el camino hacia ella, último y auténtico fin de todo verdadero saber, se vea libre de cualquier obstáculo por la intercesión de Aquella que, engendrando la Verdad y conservándola en su corazón, la ha compartido con toda la humanidad para siempre.


José Ignacio Moreno

Saturday, November 10, 2007

El matrimonio y la familia en la Iglesia y en la sociedad

"Sin miedo": Biografía de Juan Pablo II en dibujos


"SIN MIEDO". BIOGRAFIA DE JUAN PABLO II

La primera biografía en dibujos animados sobre la vida de Juan Pablo II.

Muchos se preguntan de dónde le vinieron a Juan Pablo II esas indiscutibles cualidades. ¿Cómo surgió este hombre? ¿Cómo se forjó una personalidad tan extraordinaria? En este DVD encontrarás las repuestas.

26 minutos.

Precio: 18 Euros.

PARA MAYOR INFORMACIÓN DE DVD DIRIGIRSE A:
arvo@casablan.org
www.casablan.org

En recuerdo de los mártires

Aún perdura el impacto de la reciente la beatificación de casi quinientos mártires (498) de la Persecución Religiosa del siglo XX en España Me impacta que hubiera, entre ellos, laicos, gran cantidad de jóvenes y algunos adolescentes. Admirable su muerte santa: rezaban por sus asesinos y murieron perdonando. Joven como la mayoría de ellos, admiro su coraje: eligieron la Vida eterna a una edad en que nos sonríe pletórica de promesas la vida terrena. No murieron en balde: "sangre de mártires, semilla de nuevos cristianos"- escribió Tertuliano, escritor de los primeros tiempos del Cristianismo- . Los mártires no fueron condenados por ninguna obra mala, que eran de sobra honrados; ni por rivalidades políticas, que no militaban en ningún partido; ni por encontrarse en el frente, que no les tocó ir a la guerra. Murieron, simplemente, por ser coherentes con su fe. Amaban la vida y podrían haber evitado la muerte: habría bastado pisar el crucifijo o decir una blasfemia; pero prefirieron morir al grito de "Viva Cristo Rey". Sólo Dios y la honradez son bienes absolutos. El valor de la vida, tan importante, no puede compararse con la riqueza de poseer a Cristo. Miraron al Crucificado, agradecieron su amor, y, de vuelta, le ofrecieron el suyo, sellado también con sangre.



Carlos Fidalgo

La esperanza del Cielo

Con la muerte la vida no termina, se transforma

Lima se aúna a la beatificación de Ceferino

Saturday, November 03, 2007

Consejos de una madre

El vínculo indestructible entre una madre y su hijo plasmará en él una impronta inevitable y personalísima que influirá en sus afectos, mente y modo de ver la vida. Dicen que madre, en clave de amor y renuncia, sólo hay una. Olvidamos que en el lugar de la luz y de la paz, vela y sufre por nosotros otra madre, con el título aristocrático de "Madre de Dios". En sus cada vez más numerosas intervenciones, en vista de cómo concurren los acontecimientos planetarios, repite una petición tan sencilla como asequible: que recemos el Rosario, con esta advertencia: "Todo lo que pidáis con fe en el Rosario os lo concederé". Si los católicos siguiéramos los consejos de esta madre nos evitaríamos no pocos disgustos, tantas crisis familiares o profesionales se verían resueltas y saldríamos airosos, o al menos con serenidad, de los problemas diarios. Recientemente se ha celebrado la Jornada Mundial del Rosario que ha unido millones de personas de los cinco continentes a través de esta cadena de oración. No en vano se la llama arma poderosa contra los males que azotan el mundo: la Virgen no desoye nunca a quienes la invocan.

Eva Catálán