Saturday, February 02, 2013

Sí a la vida, una propuesta de cambio cultural

Pongo aquí el índice de los post que vienen debajo. Espero que puedan ser de utilidad para defender la vida del niño no nacido, fortalecer a las familias y cuidar mejor a los ancianos y enfermos.

José Ignacio Moreno Iturralde


Introducción

-  Algunos recuerdos de la infancia.

-  Educar a los jóvenes.

Razones antropológicas para la defensa del no nacido

1. El ser humano es racional.
2. Mujer, embrión y cuerpo.
3. Salud reproductiva e ideología de género.
4. Vida y biotecnología.
5. Utilitarismo o creación.
6. Mayores y enfermos.

El hogar de la vida

1. Respeto a la familia.
2. La superstición del divorcio.
3. Personalidad y sexualidad.

Hacia un cambio cultural

1. Estado y protección de la vida humana.
2. Caminos de renovación.
3. Cultura de la vida.


Algunos recuerdos de la infancia



Nací en un mundo feliz en el que una madre y un padre se unían para toda la vida y protegían a sus hijos. En la infancia, no sólo mi familia sino toda la calle era feliz. El frutero, un tipo francamente simpático, era un destacado representante de la alegría de mi barrio. En navidades, las angulas no tenían un precio prohibitivo como ahora. Las cenas familiares eran muy ricas y entrañables, aunque entre sus ingredientes estuviera el poco agraciado “cardo”, por alguna tendencia culinaria histórica, algo injusta.

          Los hijos de los vecinos de distintos pisos nos reuníamos a jugar a las chapas, con las que hacíamos fantásticos campeonatos de fútbol: dos equipos de once chapas, dos porterías y un garbanzo por balón. Cuando las chapas se forraban con las telas de diversas selecciones nacionales, nuestro entusiasmo era incontenible. En aquél fútbol ancestral lo verdaderamente importante era participar.

          Los días y las noches transcurrían en una seguridad familiar tan maravillosa como inconsciente. Hasta los periodos de enfermedades infantiles tenían el encanto de unas confortables horas de sueño o de lectura de tebeos. Algún libro caía entre las manos: lo más importante siempre eran los  dibujos y la portada. La mágica noche de Reyes Magos, con su embrujo y  encanto, era incluso superior al venturoso descubrimiento de los juguetes a la mañana siguiente.

          El colegio debía tener su componente latoso, pero tras terminar las vacaciones de verano se llegaba a la escuela con verdadera ilusión por volver a ver a los compañeros. Aunque, realmente, las vacaciones eran mejores. En una familia de clase media, como la mía, íbamos a veranear a un pueblo de la sierra de Madrid. Atrapar ranas en las charcas, ir en busca de unos pájaros llamados verdines y subir agrestes peñas, era el ejercicio preferido de nuestros músculos infantiles. Resulta asombroso como, en pleno verano y nada más comer, se organizaban unos apasionantes partidos de fútbol, donde corríamos de lo lindo sin cortes de digestión ni desvanecimientos. Algunas mañanas estivales se iniciaban a la una del mediodía, al abrir las contraventanas de la habitación que dejaban paso a una intensa y diamantina luz.

          Todo este muestrario de felicidades tenía algún contrapunto. Recuerdo como en una carrera de bicicletas por la urbanización serrana, sufrí un encontronazo directo contra una valla. Los rasponazos y la sangre eran sin duda desagradables, pero tenían su lado estimulante. A los pocos minutos uno estaba listo para volver a la carga. También era posible que la lesión implicara más trámites. Por ejemplo, si uno se descalabraba al caer de espaldas contra una pared rugosa, no había más remedio que acudir al médico para coser la cabeza herida.

          De vuelta al colegio no todo eran parabienes. En cierta ocasión, teniendo unos seis años, un buen profesor nos dio a unos cuantos alumnos un par de bofetadas por mal comportamiento. Aquél tipo hubiera sido recordado como un gran profe, sino fuera por haber cometido ese error. En fin, eran épocas en las que se consideraba que un par de bofetadas a tiempo, o a destiempo, pueden venir bien. Sinceramente pienso que no es así.

          Vivíamos en un mundo en el que no nos faltaba nada de lo necesario, donde mandaban los buenos, y en el que nuestras tareas escolares y juegos colmaban nuestras aspiraciones. Alguna pequeña tragedia podía verse cuando una mujer dejaba por primera vez a su hijo pequeño en manos de una profesora de párvulos, momento en el que el chiquillo gritaba como un descosido al verse separado de su madre. Se trataba de separaciones muy pasajeras, porque la separación definitiva de una madre y su hijo, si es que puede existir, es algo muy doloroso.

          No había ordenadores y las canicas ocupaban un lugar destacado en los pasatiempos entre amigos, y entre padre e hijos. Una tarde de gala era la dedicada a ir al cine, donde para un niño de entonces ver una película de dibujos animados de Walt Disney, como “La dama y el vagabundo” o “Ciento un dálmatas”, se aproximaba a la felicidad navideña. Tampoco sería justo olvidar el papel del intercambio de cromos entre los compañeros de colegio. Aquellas pegatinas codiciadas, que coloreaban los álbumes, podían considerarse como oro en paño para los jóvenes coleccionistas.

          Todas estas cosas han sido conocidas y vividas por millones de personas. Pero si no se recuerdan, pueden olvidarse en nuestro mundo de hoy. En aquellos tiempos, cuyo recuerdo no pretendo que sea un ejercicio de nostalgia, estaba lleno de personas con almas grandes, engalanadas con la fantástica policromía del hogar, aquel lugar al que de alguna manera se vuelve si se salva el alma.

          En ese mundo infantil, el misterio del dolor hacía inesperado acto de presencia con el mazazo de la muerte de algún ser querido, como un abuelo. El nieto se queda entonces sin palabras, tiende a no pensar, a pasar página y a olvidarse si pudiera. Los pensamientos del chaval sobre la muerte son demasiado frágiles ante la densidad de la vida, pero comienzan a formar parte de su espíritu humano. Las oraciones del niño, repletas de sencillez, tienen su lógica: la de un ser minúsculo en un universo gigantesco. Pero un ser cuyo chispazo racional y afectivo vale más que todas las galaxias, ¿no lo creen así?

          Toda una corte de tíos, tías, primos y primas rodeaba, en una segunda muralla, a la ciudadela interior de padres y hermanos, en la que no entraban cocodrilos por el foso; ésos llegan en la adolescencia, una edad que se puede estar prolongando en las últimas décadas. La primera juventud, desde los doce a los dieciocho años más o menos, no se reduce al consabido cóctel de pubertad, crisis de identidad, afán de figurar, tensiones familiares y diversos enamoramientos. El núcleo de la cuestión, a mi juicio, está en el ejercicio o negación de la generosidad: en la voluntad de dirigir la vida hacia horizontes de grandeza o, por el contrario, hacia satisfacciones baratas. Existe una frase interesante que, aunque no haya que tomársela al pie de la letra, da que pensar: “el que de los dieciséis a los diecinueve años no hace una cosa grande en su vida, ya no la hace nunca”.


Educar a los jóvenes


Al tener inteligencia, la persona humana es capaz de comprender la realidad, de modificarla en función de su interés, de establecer relaciones inteligentes con sus semejantes y de ir gradualmente comprendiéndose a sí mismo. De las múltiples facetas que podríamos desarrollar sobre la inteligencia, quisiera destacar una: la capacidad de ponernos en el lugar de los demás. Esta capacidad es notoriamente significativa para el tema que estamos tratando. No es de recibo ignorar la vida del no nacido, cuando todos y cada uno de nosotros hemos pasado por su misma situación. ¿Dejábamos de ser criaturas humanas por el simple hecho de que no nos vieran la cara? Ciertamente uno puede taparse los oídos o no hacer caso de esta reflexión, pero a costa de rebajar su categoría moral y lesionar su dignidad personal.

Reforcemos nuestra propuesta con un poco de filosofía. Aristóteles decía que “el ser se dice de muchas maneras”. El parecido entre el ser humano y una piedra, por ejemplo, está al menos en la existencia. El ser es un término que admite mayor gradualidad que la existencia: hay seres más importantes que otros. No somos grandes vegetales ni pequeños dioses, somos hombres.

La palabra ser parece poco sugerente. Sin embargo, todo ser, además de un orden y un sentido, tiene una verdad. La palabra verdad ya es más inquietante. Aristóteles dice también que “el hombre es en cierta manera todas las cosas”. Los hombres poseemos la capacidad de albergar ideas, incluso de representar la realidad del cosmos en seis letras. Somos capaces de comprender algo: de ponernos en su lugar, como ya hemos dicho. Hasta el siglo XV los hombres pensaban que era el sol el que se movía alrededor de la tierra; sin embargo resulta que es al revés, pese a que nuestra evidencia visual nos dice lo contrario.

Pongamos más ejemplos de racionalidad. Un buen jugador de ajedrez no es sólo el que piensa en la próxima jugada que él va a hacer, sino en por qué el contrincante ha hecho su último movimiento. Un buen conductor no atiende tan sólo a lo que él hace, sino también a lo que hacen los otros en la carretera. Ponerme en el lugar de los demás es una actitud donde inteligencia y moralidad confluyen.
El hecho de ser racionales nos posibilita para ser morales. Cada persona con su vida se la juega: puede ser un santo, un mediocre o un delincuente. Contribuirá a hacer felices a otros o a hacerles sufrir. Intentará mejorar el mundo o empeorarlo. Por eso cada persona es valorada por sí misma; porque su vida no está determinada absolutamente por sus instintos, sino que es libre de hacer el bien o el mal.

          Aristóteles pone un ejemplo significativo. Pertenece a la naturaleza del fuego el tender hacia arriba. Pero si una campana de cristal se lo impide, mientras no se extinga, ¿deja de ser fuego?...No, porque la naturaleza existe por la capacidad de ejercitar los actos que le son propios y no porque de hecho los ejerza en acto. La racionalidad no existe únicamente cuando se ejercita. Nadie diría que dejamos de ser personas cuando dormimos o si, por un accidente grave, pasamos un tiempo en coma. Se es racional no sólo por hacer actos racionales, sino por tener capacidad de hacerlos en un futuro o por haber tenido esa facultad, aunque ya no se pueda ejercitar por cualquier impedimento físico o psíquico. Despreciar a la persona humana porque está gravemente enferma, o vieja, o indefensa y no nacida en el seno de su madre, es un acto de inhumanidad que será mejor comprendido con las siguientes reflexiones.

          Una persona representa a todo el género humano. Cuando alguien atiende a un necesitado por la calle, todos los que lo vemos nos sentimos edificados. Esto ocurre porque esa persona que se encuentra en apuros podría ser cualquiera de nosotros mismos. Lo que se hace con una persona, para bien o para mal, de alguna manera se hace con toda la humanidad. Si mi comportamiento es el adecuado con mis semejantes, puedo convivir conmigo mismo. Si desprecio u odio a los que me rodean no puedo ser feliz, porque así no puedo amarme a mi mismo. Aunque consiga satisfacciones materiales en abundancia, el corazón no puede albergar descanso porque la naturaleza racional lo impide. Por este motivo la regla de oro de la ética afirma que debes tratar a los demás cómo quieres que te traten a ti mismo.

Ser capaces de comprender cada realidad, con sus limitaciones, en armonía con el universo supone reconciliarse con el mundo. Cuentan de una mendiga a la que alguien regaló una rosa y, como consecuencia, dejó de mendigar. Hacerse cargo de la miseria humana, no olvidando la propia, es ser más hombre o más mujer. Atreverse a entrar en “el concierto para violines desafinados”, del que escribió el psiquiatra Vallejo-Nájera, supone  levantar al deprimido, reconfortar a la persona que quizás con no mucha edad está ya partida por el eje, o comprender la grandeza de la vida de un anciano. La misericordia es la actitud más inteligente que la persona puede adoptar porque, entre otros motivos, no hay nada que llene de tanto sentido como ella.

La vida del niño no nacido merece respeto y cuidado, aunque su existencia no estuviera prevista ni sea deseada. Aunque nadie nos deseara, cualquiera de nosotros tiene derecho a vivir, incluso ocasionando molestia y fastidio a los demás. Sin embargo, qué pronto suele cambiar la opinión cuando se ve la sonrisa del hijo, que antes permanecía oculta pero expectante tras el velo materno.

El embrión es el ser humano máximamente dependiente, totalmente necesitado. Rechazar este tipo de planteamientos acusándolos de ñoños o de extremistas es un error que supone la destrucción arbitraria de muchas vidas humanas. Una sociedad que no defiende la vida humana embrionaria o intrauterina fomenta  anteponer la calidad de vida a la vida de calidad; cambia la maternidad incondicional por una satisfacción selectiva de la vida, dejando a otros hijos en la estacada.

La categoría moral de una persona, y de un pueblo, se revela en el trato que ofrece a sus miembros más desfavorecidos. En la familia se valora a cada miembro más por lo que es que por lo que vale o lo que tiene. El planteamiento familiar no es totalmente trasladable al conjunto de la sociedad, pero la civilización occidental ha venido desarrollando desde hace veinticinco siglos la noción de dignidad de la persona, la valoración de ella por sí misma y no sólo por el beneficio que pueda producir. Una sociedad que cuida a sus miembros más indefensos constituye un mundo en el que es grato vivir y en el que uno se siente satisfecho y orgulloso de su nación, el lugar en el que uno nace.





El ser humano es racional


Al tener inteligencia, la persona humana es capaz de comprender la realidad, de modificarla en función de su interés, de establecer relaciones inteligentes con sus semejantes y de ir gradualmente comprendiéndose a sí mismo. De las múltiples facetas que podríamos desarrollar sobre la inteligencia, quisiera destacar una: la capacidad de ponernos en el lugar de los demás. Esta capacidad es notoriamente significativa para el tema que estamos tratando. No es de recibo ignorar la vida del no nacido, cuando todos y cada uno de nosotros hemos pasado por su misma situación. ¿Dejábamos de ser criaturas humanas por el simple hecho de que no nos vieran la cara? Ciertamente uno puede taparse los oídos o no hacer caso de esta reflexión, pero a costa de rebajar su categoría moral y lesionar su dignidad personal.

Reforcemos nuestra propuesta con un poco de filosofía. Aristóteles decía que “el ser se dice de muchas maneras”. El parecido entre el ser humano y una piedra, por ejemplo, está al menos en la existencia. El ser es un término que admite mayor gradualidad que la existencia: hay seres más importantes que otros. No somos grandes vegetales ni pequeños dioses, somos hombres.

La palabra ser parece poco sugerente. Sin embargo, todo ser, además de un orden y un sentido, tiene una verdad. La palabra verdad ya es más inquietante. Aristóteles dice también que “el hombre es en cierta manera todas las cosas”. Los hombres poseemos la capacidad de albergar ideas, incluso de representar la realidad del cosmos en seis letras. Somos capaces de comprender algo: de ponernos en su lugar, como ya hemos dicho. Hasta el siglo XV los hombres pensaban que era el sol el que se movía alrededor de la tierra; sin embargo resulta que es al revés, pese a que nuestra evidencia visual nos dice lo contrario.

Pongamos más ejemplos de racionalidad. Un buen jugador de ajedrez no es sólo el que piensa en la próxima jugada que él va a hacer, sino en por qué el contrincante ha hecho su último movimiento. Un buen conductor no atiende tan sólo a lo que él hace, sino también a lo que hacen los otros en la carretera. Ponerme en el lugar de los demás es una actitud donde inteligencia y moralidad confluyen.
El hecho de ser racionales nos posibilita para ser morales. Cada persona con su vida se la juega: puede ser un santo, un mediocre o un delincuente. Contribuirá a hacer felices a otros o a hacerles sufrir. Intentará mejorar el mundo o empeorarlo. Por eso cada persona es valorada por sí misma; porque su vida no está determinada absolutamente por sus instintos, sino que es libre de hacer el bien o el mal.

          Aristóteles pone un ejemplo significativo. Pertenece a la naturaleza del fuego el tender hacia arriba. Pero si una campana de cristal se lo impide, mientras no se extinga, ¿deja de ser fuego?...No, porque la naturaleza existe por la capacidad de ejercitar los actos que le son propios y no porque de hecho los ejerza en acto. La racionalidad no existe únicamente cuando se ejercita. Nadie diría que dejamos de ser personas cuando dormimos o si, por un accidente grave, pasamos un tiempo en coma. Se es racional no sólo por hacer actos racionales, sino por tener capacidad de hacerlos en un futuro o por haber tenido esa facultad, aunque ya no se pueda ejercitar por cualquier impedimento físico o psíquico. Despreciar a la persona humana porque está gravemente enferma, o vieja, o indefensa y no nacida en el seno de su madre, es un acto de inhumanidad que será mejor comprendido con las siguientes reflexiones.

          Una persona representa a todo el género humano. Cuando alguien atiende a un necesitado por la calle, todos los que lo vemos nos sentimos edificados. Esto ocurre porque esa persona que se encuentra en apuros podría ser cualquiera de nosotros mismos. Lo que se hace con una persona, para bien o para mal, de alguna manera se hace con toda la humanidad. Si mi comportamiento es el adecuado con mis semejantes, puedo convivir conmigo mismo. Si desprecio u odio a los que me rodean no puedo ser feliz, porque así no puedo amarme a mi mismo. Aunque consiga satisfacciones materiales en abundancia, el corazón no puede albergar descanso porque la naturaleza racional lo impide. Por este motivo la regla de oro de la ética afirma que debes tratar a los demás cómo quieres que te traten a ti mismo.

Ser capaces de comprender cada realidad, con sus limitaciones, en armonía con el universo supone reconciliarse con el mundo. Cuentan de una mendiga a la que alguien regaló una rosa y, como consecuencia, dejó de mendigar. Hacerse cargo de la miseria humana, no olvidando la propia, es ser más hombre o más mujer. Atreverse a entrar en “el concierto para violines desafinados”, del que escribió el psiquiatra Vallejo-Nájera, supone  levantar al deprimido, reconfortar a la persona que quizás con no mucha edad está ya partida por el eje, o comprender la grandeza de la vida de un anciano. La misericordia es la actitud más inteligente que la persona puede adoptar porque, entre otros motivos, no hay nada que llene de tanto sentido como ella.

La vida del niño no nacido merece respeto y cuidado, aunque su existencia no estuviera prevista ni sea deseada. Aunque nadie nos deseara, cualquiera de nosotros tiene derecho a vivir, incluso ocasionando molestia y fastidio a los demás. Sin embargo, qué pronto suele cambiar la opinión cuando se ve la sonrisa del hijo, que antes permanecía oculta pero expectante tras el velo materno.

El embrión es el ser humano máximamente dependiente, totalmente necesitado. Rechazar este tipo de planteamientos acusándolos de ñoños o de extremistas es un error que supone la destrucción arbitraria de muchas vidas humanas. Una sociedad que no defiende la vida humana embrionaria o intrauterina fomenta  anteponer la calidad de vida a la vida de calidad; cambia la maternidad incondicional por una satisfacción selectiva de la vida, dejando a otros hijos en la estacada.

La categoría moral de una persona, y de un pueblo, se revela en el trato que ofrece a sus miembros más desfavorecidos. En la familia se valora a cada miembro más por lo que es que por lo que vale o lo que tiene. El planteamiento familiar no es totalmente trasladable al conjunto de la sociedad, pero la civilización occidental ha venido desarrollando desde hace veinticinco siglos la noción de dignidad de la persona, la valoración de ella por sí misma y no sólo por el beneficio que pueda producir. Una sociedad que cuida a sus miembros más indefensos constituye un mundo en el que es grato vivir y en el que uno se siente satisfecho y orgulloso de su nación, el lugar en el que uno nace.

Mujer, embrión y cuerpo


A la hora de justificar el aborto suele decirse que lo que se elimina no es un ser humano sino unas cuántas células. Es evidente que cualquier adulto es también un conjunto de células, pero ante todo es una persona. Además de los motivos antes expuestos, recordaremos que todo embrión  tiene codificada una estrategia de vida que va configurando la materia para formar un ser humano. Pero el embrión no podría formar un ser humano si él mismo no lo fuera. Un anciano ha sido adulto. Un adulto ha sido joven. Un niño ha sido embrión. Un anciano, por tanto, ha sido embrión. Dar importancia al carácter humano de la vida del embrión no es exagerado, porque defender la vida humana no es una exageración. No existen etapas prehumanas de la vida humana. La vida humana es un continuo cuya protección debe ser tutelada desde la concepción hasta su muerte natural.

Por esta realidad en el mismo instante en que surge el embrión -en la fecundación- surge actualmente toda la naturaleza humana y ya se es hombre o mujer. Por este motivo el término pre-embrión no tiene ningún significado real; es una pura convención sin base científica.

En el momento en que se produce la fecundación, se gesta la portentosa novedad de un nuevo código genético que va desarrollando una hoja de ruta planificada que trasciende a los propios genes, de un modo análogo a como el contenido de un ordenador trasciende al ordenador mismo. Esta estrategia de vida tiene capacidades racionales, que podrán ser expresadas en un futuro. Por ahora, va elaborando un organismo que será capaz de manifestar inteligencia más adelante. Como ya hemos explicado, la humanidad no se reduce a que ejercite tales acciones aunque se realice y perfeccione con ellas.

          Nadie sensato sostiene que un hombre de 120 kilos de peso es el doble de hombre que otro de 60 kilos. La naturaleza humana no se mide en una balanza. Tampoco justificaríamos a un astronauta asesino que lanzara una bomba atómica sobre una ciudad con la excusa de que no puede vernos. Ciertamente la cantidad de las cosas es importante pero más aún es la cualidad. Sería muy triste deshacerse de un cargamento de piedras polvorientas y, después, darse cuenta de que se trataba de diamantes en bruto. ¿Acaso no vale más la vida de un ser humano que el precio de cualquier piedra preciosa? Quizás sea bueno recordar ahora la frase de Quevedo “sólo el necio confunde valor y precio”.

          Otro de los lemas abortistas es el que reivindica que la mujer hace lo que quiere con su cuerpo. Se trata de una falacia porque el cuerpo del hijo, con su propio código genético, es distinto del de su madre aunque esté dentro de ella y sea dependiente.
         
Cuando el abortismo afirma que sexualidad no es maternidad está separando lo que se puede dar unido por naturaleza. Lo cierto es que sexualidad y procreación están unidas por naturaleza y separarlas artificialmente trae consigo efectos serios. La cirugía del aborto no solo es evidentemente negativa para el nonato, sino que es una ruptura cruenta en el proceso de la gestación natural, que puede atentar a la salud física de la madre de modo inmediato o mediato. Es también muy común, y bastante silenciado, el llamado síndrome postaborto que trae secuelas psicológicas y anímicas difíciles de superar. Existen también investigaciones solventes acerca de la influencia del aborto procurado en un mayor riesgo de cáncer de mama.

          Cuando, a lo largo de estas páginas, se exponen razones para defender la vida humana del no nacido, no existe un olvido de los derechos de la mujer. Sólo una persona severamente ingrata podría olvidarse de su madre, del respeto y la consideración que debe a su feminidad. Las ayudas a la maternidad deben ser una prioridad de las políticas sociales, que todavía tienen un amplio margen de mejora. Pero favorecer la práctica del aborto no es ir a favor de la mujer sino en su contra: matar a un hijo nunca beneficia a una madre, ni aunque ella lo pida. Tampoco parece sensato eludir la figura del padre y de su responsabilidad en la gestación de su hijo, que lo es tanto de él como de la mujer.
         
Otra de las razones esgrimidas para fomentar el aborto es que la mujer tiene derecho a decidir el número de hijos que desee tener. Está claro que esto no tiene contestación alguna, y que imponer una determinada cuota de maternidad sería propio de una represión inaceptable de la libertad de las parejas. Lo que ocurre es que este slogan oculta parte de la verdad, y parte importante. Cuando lo que se defiende es el “derecho a decidir” lo que realmente se pretende es el “derecho a decidir sobre la vida del hijo”. No existe un derecho a matar a ningún ser humano, por pequeño o gravoso que sea. El derecho supone la justicia y la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo. Lo más propio del feto es su propia vida. Aunque esté en el seno materno, es un ser distinto de su madre. Igualmente distinto y dependiente será el bebé en su cuna y, aunque haya nacido hace pocas horas, no se permite que sus padres lo eliminen por muchas que sean las razones que atenúen esa muerte.

Otra causa del aborto son las malformaciones en el feto, pero suprimir esta vida, por lo que hemos razonado antes, sería algo análogo a privar de su vida a cualquier deficiente físico o psíquico. Detrás de esta postura se esconde la noción de calidad de vida en su versión puramente materialista.
         
La disyuntiva entre la vida de la madre o la del hijo es actualmente muy poco frecuente con los medios médicos de los que se disponen. El caso de violación es algo tremendo y lamentable. Médicamente está comprobado que es muy difícil en esas circunstancias la fecundación, pero no imposible. En cualquier caso el nuevo ser humano que surge es objetivamente inocente de lo ocurrido. La decisión de la mujer que acepta dar a luz a ese hijo es una medida –constatada- para superar las secuelas de esa odiosa violencia. Estas palabras pueden parecer a algunos intolerables, pero la realidad y las imágenes de las prácticas abortivas son mucho más intolerables.

El nonato no es un objeto sobre el que se tenga una propiedad absoluta. Se trata de una vida humana, la del propio hijo, que no es un artículo que se puede aceptar o rechazar. La consideración de la vida humana como objeto de posesión se basa en la lógica de la esclavitud. El hecho de que el concebido no pueda manifestarse, ni alegar nada en su defensa, no hace más que poner en evidencia el tremendo abuso que supone acabar con su vida.

Merece la pena reflexionar sobre el sentido de la generación humana. La sexualidad es una relación interpersonal que puede generar vida. Cuando se rompen los diques de contención del ejercicio de la sexualidad, toda esa energía creativa acaba por anegar los campos de la propia existencia. La sexualidad es una dimensión de la persona relacionada con el amor y la procreación y, por tanto, sus consecuencias son serias. Los medios anticonceptivos parecen la solución rápida, para eludir las consecuencias del ejercicio de la sexualidad. Pero estas prácticas pueden trivializar la sexualidad convirtiéndola en una especie de droga que despersonaliza. Además, fomentan hábitos y conductas que pueden dar lugar a embarazos no deseados que desgraciadamente acaban por aumentar las prácticas abortivas.
         
La vida humana es un valor incondicionado, cuya vida solo cabe cuidar y respetar. El derecho a la vida es anterior a toda decisión. Ni los padres ni el Estado tienen derecho sobre una vida humana. Velar por la vida de los no nacidos es también velar por la causa de la dignidad humana y por el respeto entre los hombres. Si unos padres pueden legalmente eliminar al hijo que lleva en sus entrañas, las relaciones de solidaridad con los demás miembros de la sociedad se ven afectadas.

No es fácil aceptar la vida; los que somos adultos lo sabemos. Hemos tenido épocas felices y entrañables, pero hay otras temporadas, en ocasiones muy largas, que son duras, difíciles, desabridas. Hay circunstancias en las que tan sólo parece que basta con sobrevivir. Otras veces no se trata de una enfermedad o de una crisis, sino del tedio, de tantos días que parecen iguales, uniformes, pesados, descorazonados.

Sin embargo, la inmensa mayoría de las personas queremos hacer de nuestra vida algo interesante, grande, bueno, que sirva de ayuda a los demás. Sólo se vive una vez. Si queremos ser fecundos y dejar referencia, tenemos que aceptar la vida con sus problemas: luchar por sacar adelante un matrimonio difícil, quizás aguantar –al menos durante una temporada- una difícil situación profesional por el bien de nuestra familia, o aceptar un embarazo no deseado.
  
          Por otra parte, quien haya abortado puede saber que su mal tiene cura y que en la vida nos abraza la esperanza cuando la buscamos sinceramente. Siempre hay tiempo de reparar.

          Cuando la ley dice que el aborto voluntario es un delito no va contra la mujer; su sociedad, su mundo la está diciendo: protege tu dignidad, respeta la naturaleza, acepta la vida nueva que llega como te aceptaron a ti. Cuando toda una orquesta mundial grita a coro, en algunos casos con fortísimos intereses económicos, que abortar es un derecho de la mujer no dice la verdad porque lo que va a nacer –no hay más ciego que el que no quiere ver- es un niño. En la mano de cada embarazada está ser ejemplo de fruto. Si elige la vida no se arrepentirá: elige ser mujer, ser madre, dar vida, dar felicidad y poseerla hasta lo hondo del corazón en cuanto ve a su hijo.


Salud reproductiva e ideología de género



Los límites pueden ser vistos, a veces con acierto, como injustos pesos para la libertad. Pero los límites suponen precisamente, en muchas otras ocasiones, las condiciones de posibilidad de nuestra libertad personal. Hasta tal punto es importante este tema que el respeto o la trasgresión de los límites es una de las cuestiones humanas más decisivas. Los límites impuestos por ideologías totalitarias y sistemas injustos son radicalmente despreciables, como nos ha enseñado el duro siglo XX. Pero ahora se pretenden franquear los límites de la propia naturaleza. El llamado progresismo se caracteriza, entre otras cosas, por el desafío a los límites naturales. Quisiera destacar dos cuestiones directamente relacionadas con esta problemática: la salud reproductiva y la ideología de género.
           
La salud reproductiva es un término que poco tiene que ver con una reproducción saludable. Se trata más bien de desvincular, de una vez por todas, la sexualidad de la reproducción: tener relaciones sexuales sin riesgo de tener hijos, siempre que así se deseé, ni enfermedades. Para esto se fomentan las medidas antinatalistas: anticonceptivas y abortivas. Se trata de desvincular dos aspectos unidos por la naturaleza porque no hay ningún motivo para respetar la naturaleza. Lo paradójico de esta cuestión es que el hombre se reduce a sí mismo a naturaleza biológica sofisticada, al no reconocer nada por encima de la naturaleza. El problema de fondo que surge es que si no respeta a su naturaleza, no tendrá por qué respetarse a sí mismo. Por este motivo, es más sencillo promover el desarrollo de los pobres reduciendo su natalidad, que invirtiendo dinero y esfuerzos en poner en marcha su educación y economía.

            La ideología de género supone la libre elección del propio sexo al margen del que se tenga por naturaleza. Se considera un amor maduro al que existe entre homosexuales o transexuales; tan maduro como desvinculado de la tutela de la naturaleza; esa antañona y antipática madrastra. No deja de ser curioso que todo género viene de una generación, y que toda generación proviene necesariamente de un elemento masculino y de otro femenino. De este modo la ideología de género es la de un género que no genera, que es estéril, infecundo. El amor, así entendido, no es fructífero, no se encarna; el amor es ahora afecto y deseo. Este deseo es consciente de su falta de herencia propia, de surco, de estela; por eso, en el fondo, es un amor a la desesperada, algo que no puede dejar con paz al corazón.

Los límites de la naturaleza no son siempre saludables, como podemos observar en las enfermedades heredadas. La naturaleza no es perfecta, como pone de manifiesto cualquier catástrofe geológica. De esas calamidades no tenemos culpa y nos sentimos urgidos a remediarlas en la medida de nuestras posibilidades. Sin embargo, lo que resulta equivocado a la vista de la historia es no verificar las deformaciones de nuestro exceso de ambición y de nuestra falta de ética. Romper los diques de nuestras leyes naturales de reproducción e identidad sexual puede parecer auténtico y progresista, pero es tan peligroso como romper los diques de los Países Bajos.

           Detrás de toda esta cuestión late el problema del respeto. Si la naturaleza humana no es digna de respeto; tampoco lo puede ser el hombre mismo en su íntegra biografía. Por este motivo, la humanidad tiende a restringirse a sus momentos de apogeo material y a no considerarse como una instancia incondicionada al margen de su calidad de vida: recuérdese el problema de los embriones humanos congelados, el hambre insuficientemente atendida de los países marginados, o el fomento de la eutanasia. Tras la defensa de la autonomía personal a ultranza hay un criterio insolidario con los más necesitados.

            Progresar no es dejar de ser hombres y mujeres. Progresar es partir de lo que somos, aceptarnos en nuestra naturaleza –no sin esfuerzo y lágrimas, porque tenemos defectos y carencias- para entrar en armonía con todo lo demás; y así poder contemplar con alegría de gratitud un cosmos cuajado de sentido, en ocasiones misterioso, donde ser feliz es algo posible para el espíritu humano.

  La filiación supone un enraizamiento insustituible en la vida para desarrollar la propia personalidad. Es cierto que existen matrimonios que no se llevan bien o que es mejor que un niño esté con una pareja de homosexuales que en la calle. Tan cierto como que la paternidad y la maternidad son una cosa muy distinta a una tutoría o una amistad. La filiación tiene sus raíces biológicas y espirituales en la complementariedad madre-padre. Pienso que las adopciones por parte de homosexuales suponen algo distinto a la filiación; no por mala voluntad sino por desnaturalización. Las adopciones hechas por un hombre y una mujer sí que pueden sustituir, por semejanza, a la paternidad biológica. Me parece que hacer una sociedad humana es ante todo construir un mundo de hombres y mujeres que se saben hijos.

En una sociedad democrática, a la que queremos, no podemos imponer a nadie un conjunto de valores; del mismo modo que no podemos tolerar, bajo ningún concepto, que se estén pisoteando los nuestros. Considero que conviene pararse a pensar y llegar a puntos de acuerdo sobre lo que la experiencia de miles de años nos dice a mujeres y a hombres de cualquier raza y creencia. Voy a abordar algunas cuestiones que están afectando nuclearmente a nuestros hijos y a nosotros mismos.

Una cosa es defender –como es lógico- que haya legítimas alternativas al matrimonio canónico y otra muy distinta es rebajar el matrimonio civil a un contrato rescindible unilateralmente, sin necesidad de alegar motivo, a los tres meses. El propio Nietzsche, un filósofo anticristiano, definió al hombre como “el ser que es capaz de hacer promesas”. El planteamiento del matrimonio civil como la unión afectiva y transitoria de dos personas supone algo así como una desmembración de las paredes celulares en un organismo, lo que no hace más que iniciar un proceso de decaimiento vital de la sociedad.

La ley que pretende igualar las uniones homosexuales a los matrimonios va más allá. Se equiparan injustamente dos realidades completamente distintas. La unión natural entre hombre y mujer, abierta a la posibilidad de los hijos, y la unión de personas del mismo sexo.

Alegar que negar el derecho a los homosexuales a contraer matrimonio es discriminatorio, es algo así como decir que es discriminatorio para una plaza de toros que no se pueda jugar partidos de fútbol en ella. Conviene también recordar que en España, por ejemplo, faltan por desarrollar  políticas familiares para un abrumador conjunto ciudadanos que se ven necesitados de ayuda; en un país que, sostenido por familias, no hace más que ignorar algunos de sus legítimos derechos.

Lo que realmente parece que se está queriendo atacar es a la familia en si misma porque se ve en ella una estructura opresora de la libertad y llena de aborrecibles hipotecas morales. Si se la respetara no se la pretendería igualar a cosas distintas a ella. Identificar la familia con las uniones homosexuales es similar a identificar puertas y ventanas: el mejor modo para suicidarse.

La filosofía de género menosprecia a la familia. Si devalúo la familia, la persona está mucho más inerme ante las directrices del estado, que no siempre son positivas como demuestra la historia.

Observamos una contradicción en la pasión por el género en la nueva ley de utilización de embriones humanos. Un embrión humano es, sin lugar a dudas, un individuo de la especie humana. Pero por amor al progreso del género se le niega su humanidad a los embriones -por cuyo estado hemos pasado todos- para utilizarlos como “estructuras biológicas” al servicio de la sociedad. Sobre las legislaciones que permiten la destrucción de embriones, el famoso pensador agnóstico Habermas  ha dicho que “afectan a nuestra auto-comprensión como especie”.

Ante este panorama, es de una seria responsabilidad reivindicar la cultura y la educación que queremos dar a los hijos, mediante asociaciones, esfuerzo e ingenio. Si nos desentendemos del problema no podremos después lamentarnos de ver a nuestras hijas e hijos  con serias dificultades –internas y externas- para  formar una familia; el último e inexpugnable baluarte contra las tiranías.


Vida y biotecnología


Una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido. Bien fácil que parece el principio de no contradicción. Sin embargo, luego, la cosa se complica: ¿se comporta uno siempre como quien verdaderamente es?, ¿es uno el mismo que hace diez años?... En cosas quizás más cotidianas volvemos a toparnos con el problema: ¿verdaderamente tuve la culpa yo o la tuvo ella?

Cada ser está en continuo cambio. Un gusano de seda… ¿es oruga, larva, mariposa, o las tres cosas a la vez? Cabe decir que es un proceso. Esta noción de proceso entronca con lo que los griegos llamaron naturaleza, el modo de ser operante de algo. Cada ser, especialmente un ser vivo, es un proceso. Un proceso es para algo, un proceso tiene una finalidad. No todo el mundo gusta de la noción de finalidad; bastantes la niegan, pero ¿con qué fin?

La naturaleza de cualquier ser vivo es “un principio fijo de comportamiento móvil”, en expresión del profesor Millán Puelles. Cada ser está en acto de una serie de cosas -fundamentalmente de ser- y en potencia o capacidad de otras. La actualización de sus capacidades no es una negación de la etapa anterior sino su desarrollo.

Una aplicación interesante de todo esto puede llevarse al debate actual sobre la identidad del  embrión humano. Un embrión de unas horas es un proceso, una naturaleza, una finalidad que se desarrolla en sí misma. Es hombre en acto porque es proceso humano. Entender al embrión tan sólo como una suma de células es similar a entender  un reloj como la suma de sus elementos materiales: es no entenderle. Manipular al embrión es no respetar su ser, su naturaleza, su finalidad. Congelar a un embrión humano es detener un proceso de vida humano; es negarlo.

Lo que escribo no es solamente una sucesión de letras. Antes de ser escritas y a lo largo de su escritura hay una intención. La intención está fuera de las letras pero de algún modo está dentro de cada una de ellas. El comienzo del párrafo, la zona media y el final están unidos en la intención. Sin intención no habría ni pasado, ni presente, ni futuro de esta exposición. Un fin inmaterial –ya que no es una letra más-, la intención, se despliega en rasgos tangibles a lo largo del  tiempo.

Cada realidad y mucho más cada ser vivo lleva en sí una gramática sumamente compleja. Un jilguero, por poner un ejemplo, tiene un grado de orden  mucho mayor que un ordenador sofisticado. En su gramática de la vida hay algo más que una articulación compleja capaz de trinar, existe también una semántica, un sentido. El pájaro tiene una naturaleza con finalidad o, si se prefiere, con finalidades. Ni el aventurado texto que estoy escribiendo se autodiseña ni tampoco lo hace el jilguero.


Desde que se forma genéticamente nuestra identidad de ser humano no es correcto entendernos como una sucesión de instantes, ni siquiera como un transcurso de vida humana, sino como seres con dignidad merecedora de respeto. Cada instante de nuestra vida está en función de toda la biografía. Entender nuestra vida como una unión de segmentos es deshumanizarla. La biografía es la semántica, el sentido de nuestra realidad personal. Sólo una ciencia que tenga esto es cuenta puede hacer un servicio digno del hombre.

          Respecto al termino “pre-embriones sobrantes” lo que realmente sobra es lo de “pre”. Se han dado múltiples argumentos biológicos para demostrar que la vida humana es un continuo desde la concepción y que no hay nada esencialmente distinto en el día catorce respecto al trece, donde todavía se es embrión de segunda o pre-embión, por un acuerdo absolutamente arbitrario.

Lo que verdaderamente sobran son intereses en contra de la realidad; intereses de diversos tipos: la aspiración a tener hijos desde la esterilidad, el avance de la ciencia y los meramente mercantilistas.

Es comprensible el ansia de paternidad pero los hijos no son un producto y hay mucho niño abandonado al que se puede adoptar. La ciencia es considerada por algunos como algo imparable: “ninguna convicción ha de interponerse a su desarrollo”. No hay que ser muy listo para darse cuenta de que eso supone ya partir de una convicción. Otros preferimos defender que la ciencia está al servicio del hombre y de toda vida humana.
         
Los embriones son vidas humanas que no deben ser producidas. Todos esos miles de embriones, que de hecho se fabrican, son tratados como objetos. Resulta cínico no otorgarles un respeto cuando todos y cada uno de nosotros hemos pasado por idéntica fase embrionaria. Ser humano y ser objeto de producción son dos nociones contradictorias. Urge clarificar, establecer y defender el estatuto del embrión humano.

Este siglo promete ser muy interesante para la medicina regenerativa. Las posibilidades de utilización de células madre -tratables para ser convertidas en células de diversos órganos- se presentan como una revolución para el mundo de la sanidad. Como es sabido hay células madre de dos orígenes distintos: las que proceden de tejidos adultos –por ejemplo de la grasa- y las que proceden de embriones humanos. A estas alturas se pueden hacer una serie de consideraciones: Hasta la fecha todos los tratamientos clínicos con éxito llevados a cabo se han realizado con células madre adultas. Tales células no producen ningún rechazo puesto que provienen de tejidos adultos del propio paciente. La capacidad de diferenciación y convertibilidad de las células madre adultas es bastante mayor a medida que aumentan las investigaciones. Investigadores como el japonés Yamanaka han conseguido sacar células similares a las embrionarias a partir de células madre adultas, por lo que carece de sentido destruir embriones humanos.

Desde un punto de vista ético, las células madre adultas no tienen ningún reparo. Las embrionarias, al proceder de embriones humanos, suscitan un gran debate: desde los que no ven ninguna barrera ética hasta los que defienden la dignidad de todo embrión humano y consideran reprobable tratar al embrión como un mero objeto.

Vayamos ahora a las células madre de embriones. Su capacidad de diferenciación es lógicamente muy grande. No existe hasta hoy ningún logro clínico satisfactorio. En los experimentos hasta ahora realizados se ha demostrado que producen tumores. Tienen el problema de tener que subsanar el rechazo del paciente al no ser una célula suya. A diferencia de las células madre adultas no son capaces por sí solas de ir, a través de la sangre, al tejido afectado.

¿Por qué puede mantenerse el interés investigar con células madre embrionarias? Porque de ellas pueden salir líneas celulares. Las líneas celulares son células que se reproducen indefinidamente; algo parecido a ramas de geranios que dieran nuevos geranios. El interés de estas líneas consiste en que se puede experimentar sobre ellas viendo cómo reaccionan; pero no tienen ninguna aplicación clínica. Esto no excluye que tras muchas investigaciones se pudiera llegar a algún conocimiento de interés para aplicación médica. Quien cree una línea celular tiene una patente y, por tanto, una fuente de ventas para centros de investigación interesados. Es decir: el uso de células madre embrionarias, que supone la destrucción de embriones humanos, no tiene una finalidad médica sino de investigación.

Otro asunto consiste en considerar si los embriones humanos que se van a utilizar están vivos o muertos. En el segundo caso, algunos son de la opinión de que no hay ninguna objeción ética para su utilización. Convendría recordar que el hecho de congelar un embrión supone ya ponerle en un serio peligro. Según datos de la Sociedad Americana de Medicina Reproductiva, el 50% de los embriones congelados mueren en el proceso de descongelación y tan sólo el 16% logra implantarse con éxito en el seno de la madre. Es decir: de hecho, la congelación de embriones lleva a la mayoría de ellos a su inviabilidad vital. Al utilizar embriones muertos  se utilizan antiguos embriones a los que de antemano no se las había situado en su destino natural, sino en una situación de alto riesgo.

Los que no tienen ninguna objeción para experimentar con embriones vivos piden la posibilidad de legalizar la clonación humana, a través de una transferencia nuclear, con fines terapéuticos. Esto supone la producción de embriones humanos con el exclusivo fin de su utilización como banco de tejidos. Conviene recordar también varios factores: todavía hay un gran desconocimiento de los factores que intervienen en el proceso de la clonación. Hace falta un óvulo para que se pueda producir tal proceso. Pero, en la práctica, se requiere hacer un elevado número de intentos y, por tanto, se necesita un elevado número de óvulos. Por otra parte, la clonación no se hace  con el ADN de una fusión de gametos sino con el ADN de un núcleo proveniente de un adulto, con las consecuencias que ello pueda traer consigo.

La actual ley de reproducción asistida española convierte en legal el diagnóstico pre-implantatorio del embrión; es decir: entre varios embriones producidos se puede seleccionar al que genéticamente es compatible con un hijo enfermo y ya nacido de la misma pareja. Se trata de producir un niño para salvar a otro con el fin de que los dos sobrevivan. Pero otros  embriones “no elegidos” podrán ser objeto para la investigación; antes de los catorce días.

Además de las consideraciones que velan por la protección del embrión humano, las nuevas técnicas de obtención de células madre a partir de adultas piden una renovación de la citada ley, que ha quedado desfasada.

Otra cuestión ética de interés es que la fecundación artificial olvida que al separar el aspecto unitivo y procreativo de la sexualidad se prescinde del ámbito propiamente humano de la sexualidad


Utilitarismo y creación


            
En toda la problemática del derecho a la vida del no nacido subyace, en mi opinión, una cuestión profunda. No hablo de casos aislados –todos son importantes- sino de una tendencia que desde los años 60 del siglo pasado se ha cobrado muchas vidas humanas no nacidas. Si se considera la vida desde una idea puramente evolucionista, material y utilitaria, el derecho a abortar cobra pleno sentido. El derecho a vivir mi propia vida como quiera prevalece sobre las consecuencias de ese tipo de conducta. El embrión, feto o nasciturus, será una cosa del cuerpo de la mujer de la que ella puede disponer según su parecer. El ser intrauterino es considerado como un producto puramente corporal y desechable. A lo anterior se añaden las técnicas de fecundación in vitro por las que se producen seres humanos. Así, el hombre se convierte en objeto de producción; empieza a formar parte de una cadena de mercado.           

Muy distinta es una concepción de la vida basada en la creación, donde el respeto a la naturaleza humana cobra una sacralidad y una dignidad eminente. Un cosmos creado, una vida donada, con todas sus limitaciones, supone una perspectiva de gratitud, de acogida incondicionada, de solidaridad alegre en la entrada a la gran aventura de nacer, de alegría. En esta visión ninguna vida humana, en el estado en que se encuentre, es irrelevante. Entramos en el universo de las personas, donde cada una –de algún modo- representa a las demás. Es la perspectiva del hogar, de la familia, del amor aceptado y fecundo. Se trata de un amor verdadero porque hace ser mejor a las personas que lo viven. Tal mundo está siendo hoy amenazado con vehemencia. Se tilda de aburrido y sacrificado. Pero es el único mundo que merece la pena ser llamado humano, el único mundo lleno de paz, porque en él la persona está en armonía consigo misma y con la creación, y por eso puede ser auténticamente libre y dichosa.
         
          Cuando una persona ha pasado un suceso o enfermedad que ha puesto en peligro su vida, es experiencia común valorar mucho más las cosas cotidianas, de las que antes se disponía sin especial agradecimiento. Salir airoso de un secuestro, o de un cáncer, o simplemente de un fuerte dolor de cabeza, nos puede ayudar a valorar más la vida.

La pura verdad es que nadie es llamado a la existencia por derecho propio, sino por el amor de sus padres. La razón de la existencia de cada uno de nosotros no es una razón de utilidad. Nadie vive porque sea práctico que viva, aunque nuestra existencia pueda ayudar a solucionar problemas. De esto se deduce que la actitud que se ajusta a nuestra razón de origen es la gratitud. Se trata de algo más importante y profundo de lo que pueda parecer a primera vista. Por supuesto que la vida trae consigo muchos sinsabores y penas que luchamos por remediar. También es cierto que hay que estar alerta para defender nuestros derechos frente a posibles abusos de terceros. Marco Aurelio decía que esta vida tiene más que ver con el arte de la guerra que con el de la danza, y puede que no le falte razón. La vida tiene cosas duras y alberga tragedias. Pero no es menos cierto que la inmensa mayoría de las personas prefieren vivir a no haberlo hecho, incluso atravesando circunstancias difíciles.
Una consecuencia de lo anterior es que si se me ha dado la vida gratuitamente, debo tener esta verdad en cuenta a la hora de transmitir la vida. Si el depósito de mi vida me ha sido donado, lo más coherente es que yo no niegue la vida a los propios hijos concebidos y todavía no nacidos. Ciertamente hay motivos económicos y de otras índoles que pueden hacer gravoso el acontecimiento de una nueva vida humana. Pero esto debe pensarse antes, y no después de que surja la vida humana en el seno materno. Esta ha sido la lógica de millones de familias en la historia de la humanidad con unas condiciones de vida que no eran mejores que las actuales.

Todo este planteamiento se refuerza si consideramos que la vida humana tiene algo de sagrado. La vida de una persona no es meramente animal y el lenguaje de la creación envuelve en el alma humana un espíritu tan inmaterial como nuestros pensamientos y afectos más íntimos. No me refiero ahora a tener una confesión religiosa determinada, compatible y complementaria con la razón, sino a abrir la ventana que nuestra naturaleza humana tiene a la trascendencia. Una vida humana puede repercutir de modo notorio sobre el resto de sus semejantes y, en cualquier caso, toda persona influye en los demás de un modo imposible de abarcar. A cada uno de nosotros nos dieron la oportunidad de escribir nuestro libro de la vida. No parece honrado ni digno negar esa fantástica posibilidad a los seres humanos que ya han comenzado su andadura vital, aunque sea en sus primeros pasos.

Además, la consideración del espíritu humano como inmortal en sí mismo, y no meramente en su influencia en la historia del mundo, cuenta con serios razonamientos sostenidos por pensadores cristianos y paganos. Las reflexiones filosóficas acerca de la inmaterialidad del conocimiento humano han servido para percatarse que la misma naturaleza inmaterial e incorruptible debe tener un espíritu capaz de albergar ideas. La consideración de que el proceso del conocimiento humano es algo puramente fisiológico sería similar a pensar que la luz eléctrica se reduce a la existencia de cables y bombillas. Se trataría de una mentalidad con muy pocas luces que llenaría al mundo de oscuridad.

Tener la vida prestada es la pura realidad. Transmitirla como una suerte de fuego sagrado que no depende de nosotros supone una humildad inteligente que acierta con la realidad de nuestro modo de ser. No tienen más hijos los ricos, sino los que poseen la capacidad de entender y amar el valor de cada vida humana. La lógica de la gratitud, del que contempla su vida como un don inmerecido, se revela como la más poderosa riqueza para sacar una familia adelante.

Mayores y enfermos


Hemos puesto el centro de atención de estas páginas en el respeto a la vida de los concebidos y no nacidos. Pero también queremos ahora recordar a los que están al final de su andadura por el mundo. Sus limitaciones y necesidades forman parte especial del respeto y cuidado de toda vida humana.

Nuestra sociedad tiende a medir la eficiencia, la rapidez de gestión, la facturación, a veces la tragicómica carrera para llegar a ser el más rico del cementerio. En cualquier sociedad humana, un pastelero invitaría a merendar al mendigo que tiene a su puerta a cambio de que le ayudara a atender a los clientes; en la nuestra vemos inflexiblemente lógico que no se haga así, aunque el pastelero de alto copete esté al borde del estrés ante el local abarrotado de gente.

            Los que sostienen que el hombre es un “quiero y no puedo” ya se han encargado de explicarnos que es rancio el discurso sobre el bien y el mal; vaya, que no es políticamente correcto pensar.

             De improviso, indecentemente, surge un hecho tozudo, irritante y parcialmente imprevisible: el dolor propio y el ajeno. Este ilógico intruso nos atrapa, frena nuestra convulsiva carrera hacia ninguna parte y nos obliga a pararnos y a meditar. El encuentro con el dolor es una antesala con dos puertas: una es la desesperación y otra la contemplación. Se trata de dos puertas incompatibles.

            Todo enfermo; más aún el grave, es un encuentro con la reflexión, con la calma, con el sentido, con una molesta y humanizadota ruptura de planes que tonifica nuestras venas con la sangre del nuevo Adán. Silencio, hay un enfermo…Calma, cuidado, mimo, cariño, viejas palabras para un mundo viejo; nuevas palabras para un mundo nuevo: para un imposible que el dolor hace realidad.

El enfermo vegetativo –que no es el clínicamente muerto-…la vida hecha un nudo. Ante esa provocación, choca contra un muro la estupidez y se decanta cada alma. Brevemente recuerdo que somos los únicos seres capaces de dudar de que tenemos alma sin darnos cuenta de que para dudar así es preciso tenerla. Sí, el dolor hace ver la calidad perdida de nuestra moneda porque no hay cara sin cruz, al menos cara de valía. El enfermo vegetativo es una suerte de santuario ante el que solo cabe la contemplación o la desesperación: la humildad o la rebelión. El enfermo es la garantía palpable de que no manejamos todos los resortes de nuestra propia vida; y esta incertidumbre crispa  a los espíritus insanos y sana a los sensatos. El enfermo está lleno de verdad y de vida. Él es quien nos cura vivificándonos con la verdad de que la “madurez”, basada en la total autonomía, es una pantomima más ridícula que la de un niño pequeño que cruza una calle infestada de coches, persiguiendo su globito azul.

             La sociedad del enfermo, del pobre, del abatido, es la sociedad de la vida, de la riqueza en humanidad, de la alegría. Jamás han resultado atractivos unos cimientos pero, parafraseando a Chesterton, sobre ellos se asienta la risa de los niños y el vino de los hombres.

Nuestros mayores, especialmente los que no se pueden valer por sí mismos, son personas –por lo general- con muchas necesidades físicas, psíquicas y afectivas. Por esto las  residencias de personas mayores, si no tienen una alternativa familiar mejor, reclaman una dosis de atención y cuidados para un personal sanitario que debe ser el suficiente y tener un buen nivel de competencia y paciencia.

La vejez tiene que ser una etapa de especial dignidad, de final de carrera. Es inhumano marginar a los mayores por sus limitaciones y por la generosidad que, en justicia, nos demandan. La familia es la única sabia inversión para vivir, con las virtudes que esto conlleva, y para morir, si fuera posible en casa: con mi Dios y los míos.
         
          En nuestro mundo tecnológico y acelerado hay algo que nos humaniza, que nos revela nuestra propia y personal entidad: el encuentro con el inocente que sufre, con el enfermo, con la persona deprimida que reclama asistencia y esperanza. La mirada sublime del ser querido, al que se le va la vida, nos interroga en lo más profundo del corazón. Esa mirada tiene una dulce y arrebatadora fuerza, incomparablemente superior a la de los razonamientos más elegantes y concluyentes. Una mirada que enlaza con la eternidad, a la que considero fuente activa de la inocencia y la misericordia; ya que esto es lo único digno de persistir.

          Las reflexiones anteriores tienen una dimensión práctica. La justicia y la misericordia no se excluyen sino que se necesitan. De esto se deduce que el hombre justo es el que actúa solidariamente con los más desfavorecidos. La solución humana es el cariño, el ánimo, la compasión, la esperanza y, por supuesto, la medicina paliativa. La eutanasia, el hacernos dueños de la vida y de la muerte de los seres humanos más indefensos y menos autónomos física o psicológicamente, lleva consigo una deshumanización. Todo ser humano es alguien de un valor incondicionado. Asumir esta exigencia puede ser costoso y duro, pero es el precio de ser personas. Este precio es el único que nos hace sostener una mirada de cariño esperanzado ante los ojos de un bebé o de un anciano desahuciado; la única mirada digna del ser humano.


Respeto a la familia


Toda la entidad de la vida humana se relaciona directamente con la familia y la familia con el amor. Si no se sabe qué es el amor, no se sabe lo que es la familia y así tampoco se sabe quién es uno mismo.
         
          Hay que redescubrir la magnitud formidable de traer un hijo al mundo. Esto es así si a cada vida humana se le respeta su dimensión vocacional, la posibilidad de hacer de su existencia una aventura en servicio de una causa noble. La vocacionalidad de la vida humana sólo se entiende permitiendo la existencia de algo que no controlamos: la providencialidad. Un mundo sin providencialidad es un mundo hecho completamente por nosotros mismos; es decir: un mundo en que nos ahogamos porque no puede haber aventura. Los imprevistos, frecuentes e inevitables, se convierten entonces en algo placentero o repugnante, pero -en cualquier caso- incomprensible.

          La ausencia de providencialidad lleva al olvido de la vocacionalidad. La atención se centra en el interés que necesita del dominio y del consumo: el dominio como meta y el consumo como medio. El ideal de servicio se valora en unos raptos de nostalgia y se practica en algunas dosis intermitentes de misteriosa eficacia tranquilizadora: se dan retales, en ocasiones generosos; pero no se da la tela. Así no se entiende una opción de servicio íntegro como modo de vida propio, porque es imposible sin vocación ni providencia.

          Si quiero dominar completamente la trayectoria de mi vida, si quiero ser totalmente autónomo, si quiero ser autor y actor al mismo tiempo, no puedo ser elegido, no puedo ser dotado de sentido desde fuera de mí mismo, no puedo ser transformado por el amor de alguien hacia mí.

          Si mi medio de vida es sólo consumista, el amor queda reducido a afectividad egoísta: a una suerte de apetito –refinado, en el mejor de los casos, por sentimientos satisfactorios-. Este falso amor no supone darse, sino solo recibir. Es un amor cuyo fruto no se desea. Ese fruto es la piedra de toque del amor, porque su aceptación y cuidado conlleva sacrificio y generosidad. La biología, ingenua e inconsciente, transmite la vida porque el amor debería dar vida, vida valorada y querida.
         
Lo verdaderamente apasionante es nacer, incluso en condiciones difíciles, que penden de la providencia. Es normal que en las historias que merecen la pena, haya pena. El amor, para no perder su identidad, respeta la vida. La nueva vida humana se respeta por sí misma: esa es la condición de la familia. Los hijos nacen y se educan en un ambiente donde son tan queridos como exigidos, tan seguros en reivindicar los bombones como pesarosos por las consecuencias de no haber hecho la tarea. Los hijos encuentran en su madre y en su padre la raíz providencial de su vocación a ser hombres: de su vocación a amar.

Hoy se oye poco la palabra romántico. Puede sonarnos a un enamoramiento sorpresa, a una sorpresa cursi, o a dar la vida por un ideal; cosa que para algunos es una provocadora sorpresa. Pensaba referirme ahora a este último significado.

          Cuando se busca el bien, en vez de sólo evitar el mal; cuando se sigue la pista a una verdad, en vez de limitarse a detectar mentiras, se desencapotan las nubes y se abre una panorámica por la que avanzar. Cualquier cosa que hace el protagonista de una película para rescatar a su hija secuestrada es algo romántico. Mucho se agradece que no haya secuestros; no ocurre lo mismo con que no haya hijos. Cuando no se quieren los hijos, no hay ni motivo para la aventura ni romance de ninguna clase. Como es lógico sería burdo atribuir esto a personas que han dedicado sus vidas a otros nobles ideales al servicio de los demás, que excluyen la formación de una familia.

          El problema es anterior. Citaré a Chesterton: “echar al correo una carta y casarse figuran entre las pocas cosas que nos quedan enteramente románticas, porque para ser enteramente romántico una cosa debe ser irrevocable”. En bastantes casos esta expresión no es que haya sido superada sino que no hay categoría humana para afrontarla: no se juega la vida a una carta.
         
Es verdad que existen las tristezas de un matrimonio mal avenido, los problemas de un futuro parto, y las rebeldías severas de un hijo adolescente desagradecido. Pero en todos estos casos, podemos seguir adelante con el guión de la película que nos ha tocado vivir. Ese “me ha tocado” es lo que algunos no pueden soportar.

          Cuando se rompen muchos matrimonios, cuando se pierde la capacidad de jugarse toda la vida a cara y cruz, cambian las reglas del juego. Es más: ni siquiera hay juego ni ganas de jugar. Cada nuevo hijo es un reaseguro de la fidelidad, de algo que algunos, tristemente, consideran inseguro. Por esto, la lógica de una pretendida prudencia considera irresponsable traer “demasiados” hijos al mundo. Más aún: cuando se sustituye el matrimonio por una convivencia afectiva sin compromisos nucleares, surge una novedosa y estéril mentalidad. Lo que se pretende es ser sinceros, verdaderos y, sin embargo, es precisamente de lo que se huye. Toda persona está llamada, como tal, a llegar más allá de sus posibilidades; pero eso sólo lo puede hacer amando, es decir: entregándose. Podrá ser engañada pero en su vida no hay engaño, como el que existe en la vida de los que jamás se arriesgan. Este salto de confianza, que nada tiene que ver con ingenuidades bobas, requiere de motivos, de bienes y de verdades que lo apoyen y justifiquen, de credenciales y signos de identidad que pueden respirarse en el ambiente social. Una sociedad democrática se degenera cuando no hay valores fundamentales comunes, porque no hay nada que compartir salvo los intereses de grupos.

          Existe una manera eficaz de reemprender el diálogo sobre la verdad y el bien: el propio ejemplo. Es probable que no salga en televisión…Quizás así será más sincero y, probablemente, más romántico. Cuando hay verdades comunes hay bienes y penas que compartir, hay familias románticas y realistas que dan frutos de fecundidad, de seguridad y buen humor.
                                                                                             
             El secreto del éxito de una vida con tantos condicionamientos es hallar algunos principios intocables. Entre los que se pudieran buscar destacan la paternidad, la maternidad y la filiación. Madres no hay más que una; padres no hay más que uno; y cada hijo es único para su padres. Cualquiera de ellos puede ser bueno o malo, un puritano o un pagano, un temperamento o un “marmolillo”; pero lo que siempre será es padre, madre o hijo. Ese triángulo de la vida es mayor que cualquier sentimiento o apetencia. La paternidad-maternidad y la filiación son los ejes de una brújula que señala algo más allá de sí misma: un norte de amor que apunta más alto que las estrellas.

              Aunque acabe en la cárcel, o gane el premio Nobel, cuento con mi identidad filial; con mis coordenadas de referencia en este mundo. Pero las referencias no son elegidas por mí: nadie desecha un plano para salir de un bosque o un desierto desconocido, confiando en su intuición; nadie, excepto un loco. Aceptar el mapa de la vida es tan poco libre como preguntar por una calle que se desconoce, y tan responsable como parar ante una señal que impide el salto a un abismo.

              Cuando una civilización, como la nuestra, condiciona los principios incondicionados de la paternidad, la maternidad y la filiación, los desvirtúa, porque éstos se basaban en una confianza absoluta. Una sociedad en la que cunde la desconfianza es una sociedad que no aprecia lo que es ser fiel y, sin este firme baluarte de esperanza, no se puede vivir tranquilo. Aparecen  entonces la acción frenética, el desencanto enfermizo, la esterilidad y la soledad.

               Los principios más inocentes y traicionables son nuestras más íntimas fuerzas. La ingenuidad de la inocencia es el fundamento de todo derecho digno. Inocencia que, al ser tantas veces despreciada, parece manifestar su debilidad, pero terminará por demostrar su tremenda fortaleza. Pero la inocencia no puede morir definitivamente porque es la bandera inmortal de la naturaleza humana y aunque nuestra paradójica condición se vuelva contra sí misma no se puede autodestruir totalmente, del mismo modo que no se auto-creó. Sólo esa inocencia  es eterna: si no lo fuera, todo el mundo sería una mentira; pero la mentira es incapaz de engendrar realidad y vida. Es por lo que un mundo con tanta mentira distorsiona la familia y mata la vida. Sin embargo, la mentira se devora a sí misma y, en su trágica y suicida inmolación, sólo sirve para marcar el límite de las sombras ante la luz; la luz del hogar: del padre, la madre y los hijos.