La fuerza de voluntad es un
poderoso motor, muy valorado en la sociedad actual. Tenemos que hacer muchas
cosas, y hacerlas bien, por diversos motivos: ganar dinero, realizarnos y, por
supuesto, ayudar a los demás. Queremos ser artífices de nosotros mismos porque,
según se piensa, esta es nuestra grandeza. Sin embargo, junto a estas
exigencias que la vida o nosotros mismos nos imponemos, surge con frecuencia un
factor del que se habla poco porque tiene mala prensa: la experiencia de los
propios límites, los imprevistos pequeños y grandes, el agotamiento y el
desencanto.
Paradójicamente, me parece que
algunas posturas apáticas y perezosas tienen algo en común con las vitalmente
activistas: están centradas en el propio yo, un centro de gravedad que termina
por caer ante su propio peso. Por otra parte, cuando el voluntarismo y la
autonomía presiden nuestra conducta, la afectividad va de un lado a otro, a
golpe de nuestros caprichos o decepciones, sin tener un camino seguro.
Cuando utilizamos más la
inteligencia vemos la realidad de un modo más sensato y objetivo, más al margen
de nuestros propios intereses. Comprendemos mejor las necesidades de los demás,
y nuestro propio papel en el mundo se simplifica y clarifica. Empezamos a ir
algo más “sobrados por la vida”; y esto es bueno, elegante. Si, además, tenemos
la fe cristiana y contamos con la gracia de Dios, con su ayuda, nuestra
vida tiene más luz y alegría en cosas bastante sencillas, pero llenas de
contenido.
Claro que hay que esforzarse y
poner en juego la libertad y la
iniciativa personal, pero otra cosa distinta es cometer el error de ceder el
volante a una facultad -la voluntad-, que necesita ser guiada y cuidada para
llegar a buen puerto.
José Ignacio Moreno Iturralde