Sunday, July 23, 2017

Dignidad humana y justicia social


Ser un perfecto animal es un elogio para un bisonte o para un perro. Como aficionado a estos últimos, me ha llamado la atención el momento de la comida de los seres caninos. Aunque seas su amo y le pongas la comida, si acercas la mano a sus fauces el perro suele gruñir. En aquel momento, el único bien que existe para el perro es lo que tiene entre los dientes. Es curioso comprobar que la etimología del término cínico lleva a la palabra latina “canis”, que significa  perro. Para el cínico no hay más verdad que su propio interés.

Cuando se dice de alguien que es muy humano, suele entenderse a una persona con capacidad de una buena relación con los demás, y con una notoria tendencia a la felicidad. Comportarse con dignidad es hacerlo de acuerdo a lo que somos: seres racionales con capacidad de ponernos en el lugar de los demás. Devorarse como animales no debiera ser nunca un motivo de orgullo entre los hombres. Los que son como Bambi siempre serán ciervos, pero los que tienen la naturaleza de Peter Pan podemos ser héroes o villanos. La persona, al ser libre, tiene una fantasmal capacidad de degradarse. Sin embargo, la opción moral es también la opción de la inteligencia. Buscar la promoción de los demás, sin descuidar la propia, es un riesgo que merece la pena correr. La razón es evidente: se trata de un riesgo que desearíamos que otros asumieran por nosotros.

No siempre nos agradecerán lo que hemos hecho por otros; quizás nosotros actuamos igualmente mal respecto a algunos de nuestros benefactores. Pero el mayor premio a una conducta humana y solidaria no es el reconocimiento, siendo este deseable, sino la paz de conciencia que comporta el obrar del modo más humano posible.

Las desigualdades e injusticias sociales, entrado ya el siglo XXI, son agudas. Hay posibilidad técnica de alimentar a más de 30.000 millones de personas. La población mundial es de 7.000 millones, y unos 800 millones pasan hambre severa, a los que se unen unos 400 millones más que viven en la pobreza. Estas cifras aproximadas no deben ser objeto de una lectura superficial, pues son muchos y complejos los factores que actúan en esta globalización de la desigualdad. No se trata ahora de hacer un examen económico o sociológico, sino de aportar alguna reflexión al respecto. El ser humano, con toda su carga positiva de afán de verdad y de bien, esta notoriamente enfermo de ingratitud y de insolidaridad.

El eco, aún resonante en occidente, del valor supremo de la autonomía personal y de la defensa de los derechos propios, si no se supera, conduce a lo que algunos han llamado el posthumanismo: una suerte de cinismo por el que se justifica una existencia ligera y lúdica, dando por irresolubles las grandes injusticias de la humanidad ; injusticias que ellos no sufren, como era de esperar. El deconstructivismo, el pensamiento débil, el transhumanismo, la new age, son diversas manifestaciones de un pensamiento guiado por una libertad individualista que se ha olvidado de los más pobres y desafortunados del mundo.

Una de las expresiones más tristes que he escuchado es esta: "por la caridad entra la peste". Lo que quizás no se percatan los partidarios de esta sentencia, es que otra peste más letal  puede estar ya dentro de ellos. Es claro que la solidaridad y los legítimos intereses propios deben coordinarse, pero es igualmente diáfano que la sola búsqueda del beneficio personal no tiene por qué revertir en un beneficio para otros, pese a lo que dijera Adam Smith.

¿Qué hacer entonces? Recuperar el valor de la razón y su capacidad de enfrentarse a la verdad de las cosas con valentía. Convencerse de que el valor de la propia vida depende de la calidad de las relaciones con nuestros semejantes. Rearmarse de una ética de virtudes que hagan más humano nuestro entorno. Redimensionar  personalmente los problemas del mundo, y actuar sobre lo que sí puedo mejorar de la humanidad, una parcela limitada en el espacio y en el tiempo, pero al mismo tiempo tan profunda y misteriosa como la mirada de un niño o de un enfermo. Este ejercicio diario supone una saludable terapia contra  una epidemia que ataca al mundo occidental: la desesperanza, mezclada con el narcótico de la zafiedad.

Una sólida formación personal, teórica y práctica, intelectual y ética, puede ayudar mucho a encontrar motivos profundos de esperanza y gratitud. De este modo, el hombre comienza a sanar de su egoísmo y de su miedo, y desentierra sus más nobles tendencias de ayuda a los demás.


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