Wednesday, April 20, 2011

La sabiduría de Santa Teresa

"Nada te turbe,

nada te espante,

todo se pasa,

Dios no se muda,

la paciencia todo lo alcanza,

quien a Dios tiene nada le falta

sólo Dios basta".



Santa Teresa de Jesús

Friday, April 01, 2011

La Resurrección de Jesucristo

LA RESURRECCIÓN DE CRISTO, HECHO HISTÓRICO Y AFIRMACIÓN DOGMÁTICA DE FE, QUE TRASCIENDE Y SOBREPASA LA HISTORIA. LA GLORIA DE CRISTO RESUCITADO.


La resurrección de Cristo de entre los muertos es <>[1]. Idéntica profesión de fe se encuentra en toda la simbólica, tanto griega como latina (cfr. DS, 6–76); en la latina generalmente con la expresión tertia die resurrexit a mortuis. La fe en la Resurrección tiene por objeto un acontecimiento a la vez históricamente atestiguado por los discípulos que se encontraron realmente con el Resucitado después de comprobar que el sepulcro estaba vacío, y misteriosamente trascendente en cuanto entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios como “el primogénito de entre los muertos” (Col 1, 18), pues es el principio de nuestra propia resurrección: ya desde ahora por la justificación de nuestra alma (cf Rm 6, 4), más tarde por la vivificación de nuestro cuerpo (Cf. Rm 8, 11). (CEC 656 y 658), en un proceso que culminará en la transfiguración escatológica del Universo, cuando “Dios sea todo en todos”.


Nosotros lo percibimos en distensión temporal, pero visto desde Dios –en el instante inmóvil de la eternidad– aparece como un único acontecimiento salvífico: “el día en el que actuó el Señor” (Sal 117, 29). Cualquier acción del Dios hombre tenía una plena eficacia salvífica[2], pero por libérrima disposición divina –no sin hondas razones de conveniencia–, la redención no se consuma hasta su muerte y exaltación gloriosa. Pasión y Resurrección constituyen una unidad inseparable: la Pascua del Señor. La “hora” de Jesús, la Cruz gloriosa (cfr. Jn 12, 32), es la causa meritoria de su Resurrección y del don del Espíritu, (“fruto de la cruz”). Si hasta épocas recientes se veía la Resurrección reductivamente como supremo motivo de credibilidad y como un apéndice de soterología (la exaltación de Cristo una vez cumplida la redención en el Calvario) ahora se insiste, con razón –volviendo a la mejor tradición teológica– en su eficacia salvífica. Con toda la razón, pero con tal que se haga sin menoscabo de la "hora de la glorificación del Hijo del hombre" (Jn 12, 32), que se cumple en su Pasión y muerte, incurriendo en un unilateralismo de signo opuesto. La resurrección de Cristo es, sun duda causa ejemplar y eficiente de nuestra resurrección de muerte a vida, pero en íntima unión con su pasión y muerte.


La vida cristiana se encamina a la resurrección, que es el fundamento de nuestra fe. Pero, alerta el Beato Josemaría E. “no recorramos demasiado deprisa ese camino”(cfr. Es Cristo que pasa, 95). La Pascua es consecuencia del Jueves y Viernes Santo, y no al revés: sin Sacrificio no hay redención[3]. Y sin su renovación sacramental eucarística, no se hace operativamente presente su eficacia salvífica en la historia que culmina en la escatología. En esta I colación tratamos sólo del hecho de la resurrección en su doble dimensión de acontecimiento histórico y de verdad de fe misteriosamente trascendente en el contexto de la historia de la salvación. Dejamos para la próxima colación, su dimensión soteriológica (que aquí será solamente aludida).


1. Cristo venido en la carne, muerto y resucitado, dogma fundamental de la revelación divina, en el que convergen todos los misterios del cristianismo, y recapitula la historia entera de la salvación[4]. "La resurrección de Cristo es el mayor evento en la historia de la salvación y, más aún, podemos decir que en al historia de la humanidad, puesto que da sentido definitivo al mundo. Todo el mundo gira en torno a la Cruz, pero la cruz sólo alcanza en la resurrección su pleno significado de evento salvífico. Cruz y resurrección forman el único misterio pascual, en el que tiene su centro la historia del mundo. Por eso, la Pascua es la solemnidad mayor de la Iglesia: ésta celebra y renueva cada año este evento, cargado de todos los anuncios del Antiguo Testamento, comenzando por el Protoevangelio de la redención, y de todas las esperanzas y las expectativas escatológicas que se proyectan hacia la <>, que se llevó a cabo cuando el reino de Dios entró definitivamente en la historia del hombre y en el orden universal de salvación" (Juan Pablo II, Audiencia general 22–II–89). No se entendería toda la riqueza de la resurrección de Cristo si se la viese como un hecho aislado, que de repente acontece de un modo singular. Sólo en el conjunto de la intervención salvífica de Dios en la historia se comprende plenamente su sentido. Esta historia de la salvación humana, comenzada en la creación, prefigurada en el Protoevangelio, puesta en acción de modo singular con Abraham y la promesa, realizada en figura con la liberación de Egipto y la Alianza, fue anunciada proféticamente como salvación mesiánica y Alianza segunda y definitiva con al efusión del Espíritu Santo y con la promesa de vida y resurrección.


La historia de la salvación desemboca en Cristo. Todo culmina en su muerte redentora y en su gloriosa resurrección, ascensión, y envío del Espíritu –la Pascua del Señor– como inauguración de la victoria sobre la muerte y el pecado. El mensaje cristiano del Nuevo Testamento tal y como se ha predicado desde el principio incluye como parte esencial y fundamental la proclamación de la resurrección de Cristo como un acto de Dios que consuma su designio salvador manifestado en el envío del Hijo y que da cumplimiento a sus promesas, resucitándolo de entre los muertos. Así se ha realizado en Cristo el comienzo de una nueva edad y de la nueva creación prometida por los profetas y el justo juicio del mundo anunciado en la Escritura (cfr.GER, voz Resurrección, Sagrada Escritura).


Dios creó el mundo en orden a la comunión en su vida trinitaria. Frustrado el plan originario de comunión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí (cf. CEC 761) comienza a realizarse el designio benevolente del Padre de reunir a los hijos de Dios dispersos por el pecado, Como reacción al caos, que el pecado provocó, envía al Hijo y al Espíritu (las "dos manos del Padre") para congregarlos en el pueblo de Dios Padre que es la Iglesia del Verbo encarnado (unificada por el Espíritu)[5]. Es un proceso que abarca la historia entera de la salvación que culmina en la recapitulación de todas las cosas en Cristo por la fuerza del Espíritu que se derrama en la humanidad como fruto de la Cruz. "Así como la voluntad de Dios es un acto que se llama mundo, su intención es la salvación de los hombres y se llama Iglesia” (Clemente de A., Pedagogo): la comunión de los hijos de Dios dispersos por el pecado bajo la capitalidad de Cristo glorioso, el nuevo Adán.. La palabra de la promesa del Protoevangelio (cfr. CEC 410) –el triunfo de la descendencia (en singular) de la Mujer sobre la antigua serpiente– se muestra operativa ya en el comienzo de la historia a las puertas del Paraíso, en atención a su pleno cumplimiento en Cristo, cuyo misterio pascual comienza a irradiar salvíficamente –preparando los tiempos mesiánicos y anticipando sus frutos con una providencia de incesante cuidado del género humano–, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras” (Dv 3). Pero no adquiere perceptibilidad histórica dicernible –a la luz de Cristo–, hasta la vocación de Abraham (Cfr. DV3, CEC 55–58). <>. (CEC, 706).


Después de la venida de Cristo a la historia no es un más allá de Cristo en el sentido de un rebasamiento. Cristo resucitado es el centro de esa historia. Ésta constituye únicamente el desenvolvimiento en la humanidad entera –y en el cosmos– de lo que primero fue consumado en Él con los acontecimientos pascuales. En este sentido, Cristo, fin de la historia, es también centro de la historia, en la medida en que todo lo que le precede, desde las puertas del Paraíso prepara su venida –con la fuerza de su Espíritu que irradia desde el misterio pascual– y todo lo que le sigue emana de Él. La Encarnación del Verbo en Jesús de Nazareth es –según San Ireneo–, la expresión excelsa de una manera de ser Dios y de una manera de ser del hombre que se encuentra en toda la historia sagrada. Por eso, la referencia al Antiguo Testamento y la analogía de las costumbres divinas y la de las humanas constituyen una perfecta demostración en el sentido de que Ireneo y Clemente, conferían a la palabra. Cristo pudo explicar a los discípulos de Emaús todo cuanto Moisés y los profetas habían dicho de Él (Luc 24, 27), pues en realidad, toda la Escritura habla de Cristo, cuyo misterio abarca abarca y recapitula la historia entera. El conjunto de la misma constituye ya un esbozo y una profecía de la Encarnación, y la describe en sus múltiples aspectos. De ahí la importancia que reviste establecer una relación con el Antiguo Testamento para la comprensión del evento de Jesús[6]. <>. (Juan Pablo II, “Audiencia general”, 8–III–1989, 9). Es, pues, como "la clave de bóveda de todo el edificio de la revelación (...). Toda la predicación de la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, o a través de los siglos y de todas las generaciones , hasta hoy. Se refiere a la resurrección, y saca de ella fuerza impulsora y persuasiva, así como todo su vigor" (Juan Pablo II, Ibid).


2. La Resurrección de Cristo como hecho real e histórico. La resurrección de Jesucristo es, pues, al mismo tiempo punto culminante de la historia de la salvación y, por tanto, objeto central de la fe, que implica todos los misterios de la revelación salvífica, y su acreditación como motivo supremo de credibilidad de la misma. Todos los otros signos de credibilidad –milagros y profecías– convergen en el "signo de Jonás. Son "gestos", "prefiguraciones", o "anuncios" que anticipan la resurrección del Señor de entre los muertos y convergen en ella, como interpreta Jesús la ley y los profetas en su conversación con los dsiscípulos de Meaux. (Cfr. GER, voz, “Milagro”). La resurrección es, por ello, el fundamento de la fe cristiana: la confirmación de todo lo que el Señor había "hecho y enseñado" y de su propia divinidad, de que era verdad, lo que había afirmado: "antes de que Abraham existiera, Yo soy" (Jn 8, 58). Yo soy: YHWH, el Hijo de Dios. Como acreditación suprema de la fe, está conectada con una serie de signos históricos atestiguados por el Nuevo Testamento, tales como la muerte de Jesús, la situación de los discípulos, la sepultura, el sepulcro vacío, el primer anuncio a las mujeres, las apariciones, la comunida reunida, germen de la Iglesia nacida “quasi in occulto” del costado abierto, y manifestada como tal en Pentecostés, la primera predicación apostólica[7]. En el ámbito de los acontecimientos pascuales, el primer elemento ante el que nos encontramos es el sepulcro vacío. Sin duda no es por sí mismo una prueba directa. La ausencia del Cuerpo de Cristo en el sepulcro en el que había sido despositado podría explicarse de otra forma, como de hecho pensó en un primer momento María Magdalena cuando, viendo el sepulcro vacío, supuso que alguno habría sustraído el cuerpo de Jesús (cfr Jn 20, 15). Más aún, el Sanedrín trató de hacer correr la voz de que, mientras dormían los soldados, el cuerpo había sido robado por los discípulos. Y se corrió esa versión entre los judíos –anota Mateo– hasta el día de hoy. (Mt 28, 12–15). A pesar de esto el sepulcro vacío ha constituído para todos, amigos y enemigos, un signo impresionante. Para las personas de buena voluntad su descubrimiento fue su primer paso hacia el reconocimiento del hecho de la resurrección como una verdad que no podía ser refutada. Las mujeres, y sucesivamente los Apóstoles, se encontraron ante un signo particular: el signo de la victoria sobre la muerte. Si el sepulcro mismo cerrado por una pesada losa, testimoniaba la muerte, el sepulcro vacío y la piedra removida daba le primer anuncio de que allí había sido derrotada la muerte. Aunque temerosas, las mujeres llevaban el anuncio angélico de la resurrección, de la que el sepulcro vacío con la piedra corrida fue el primer signo. Para las mujeres y para los Apóstoles el camino abierto por el signo se concluye mediante el encuentro con el Resucitado: entonces la percepción aún tímida e incierta se convierte en convicción y, más aún, en fe en Aquél que ha resucitado verdaderamente. ¡El contacto directo con Cristo desencadena una chispa que hace saltar la fe![8]


La fe en Cristo resucitado ha encontrado oposición, desde la resistencia inicial de los discípulos a aceptar el gran milagro, hasta quienes actualmente lo niegan o lo interpretan en forma contraria a la verdad histórica y dogmática atestiguada por la Sagrada Escritura, al margen de la Tradición y el Magisterio, desde donde ha de iniciar su labor la teología, si quiere ser fiel a la verdad e incluso a su propio estatuto científico. Cuando no ha sido así los resultados han sido deletéreos. Podemos recordar, por ejemplo, los intentos de la crítica racionalista –Renan, Weis, Schutz, etc.– para quitar toda credibilidad histórica a las narraciones evangélicas y presentar la resurrección de Jesús como una leyenda. Las explicaciones que han pretendido dar sobre el origen de esa supuesta leyenda son varíadas: para unos, ese origen estaría en las religiones mistéricas derivadas del pensamiento gnóstico mazdeísta para otros, en la tradición judaica. Semejantes hipótesis –aparte de ser erróneas por contradecir la fe– carecen de verosimilitud histórica: ni en las religiones mistéricas ni en la tradición judaica existían elementos que pudieran haber inspirado una supuesta leyenda de la resurrección de Jesús.


Algunos afirmaban que fue la fe primitiva en la vida inmortal de Cristo el origen de una creencia legendaria en un no acaecida resurrección física. Esta hipótesis es igualmente falsa e infundada: la fe en la Resurrección, lejos de aparecer como una fe que crea su propio objeto, se consolidó históricamente en un clima de incredulidad, que sólo se rindió ante la evidencia inmediata y reiterada del Señor resucitado. La desmitologización bultmanianna sostiene que la resurrección sería un mito que, como todo mito, encierra dentro de sí una cierta realidad. Una vez operada la desmitologización, resultaría que <>. El hecho histórico sería solo la fe de los discípulos en la Resurrección, pero no la Resurrección misma. Con matices diversos, se puede situar en esta línea la tesis, de tipo subjetivista, defendida por Marxsen. Aparte de quienes niegan, sin más la resurrección de Jesucristo, no han faltado en estos últimos años autores católicos que han propuesto hipótesis seriamente confusas. Bastantes de estos autores suelen coincidir, desde presupuestos más o menos diversos, en una poca clara distinción entre realidad e historia: la Resurrección sería real, pero no sería un hecho histórico[9]. Por el contrario, la fe en le Resurrección es, ante todo, fe en un hecho histórico. Al comienzo del tercer día tras la muerte, Jesús de Nazaret resucitó: volvió a la vida con el mismo cuerpo que había sido sepultado, dejando vacío el sepulcro y mostrándose a sus discípulos numerosas veces, y de modo inequívoco , por espacio de cuarenta días.


Es históricamente demostrable y demostrado que los Apóstoles predicaron este hecho desde el mismo día de Pentecostés, y que se presentaron como testigos de un hecho histórico, y no como transmisosres de una particular creencia o experiencia mística. El análisis histórico–crítico manifiesta cons sobreabundancia la credibilidad de su testimonio; testimonio de quienes, desde una inicial incredulidad, se rindieron ante la evidencia. Sobre esta evidencia y aquella credibilidad se edifica, por gracia de Dios, nuestra fe. (Cfr F. OCARIZ, La resurrección de Jesucristo y nuestra resurrección, en “Creación, gracias y gloria”). Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por Él de antemano (cf Lc 22, 31–22). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección.


Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, nos presentan a los discípulos abatidos (“la cara sombría”: Lc 24, 17) y asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían desatinos” (Lc 24, 11; cf Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de la Pascua, “les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado” (Mc 16, 14) (CEC 643). Tan imposible les parece la cosa que incluso, puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf Lc 24, 39). “No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados” (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (cf Jn 20, 24–27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, “algunos sin emargo dudaron” (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un “producto” de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació –bajo la acción de la gracia divina– de la de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado. (CEC 644). 3. La gloria de Cristo resucitado, como misterio de fe trascendente a la historia. “¡Que noche tan dichosa –canta el “Exultet” de Pascua–, solo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!”.


En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir como sucedió físicamente. Menos aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los sentidos. Acontecimiento demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los Apóstoles con Cristo resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del Misterio de la fe en aquello que trasciende y sobrepasa la historia. Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf Jn 14, 22) sino a sus discípulos, “a los que había subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo” (Hch 13, 31). CEC 647. a. El acontecimiento de la resurrección “in fieri”, obra de la Trinidad. La Resurrección de Cristo es objeto de fe en cuanto es una intervención trascendente de Dios mismo en la creación y en la historia. En ella, las tres Personas divinas actúan juntas a la vez y manifiestan su propia originalidad. Se realiza por el poder del Padre que “ha resucitado” (cf Hch 2, 24) a Cristo, su Hijo, y de este modo ha introducido de manera perfecta su humanidad –con su cuerpo en la Trinidad. Jesús se revela definitivamente “Hijo de Dios” con poder, según el espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (Rm 1, 3–4). San Pablo insiste en la manifestación del poder de Dios (cf Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Flp 3, 10; Ef 1, 19–22; Hb 7, 16) por la acción del Espíritu que ha vivificado la humanidad muerta de Jesús y la ha llamado al estado glorioso de Señor. CEC 648.


En cuanto al Hijo, él realiza su propia resurrección en virtud de su poder divino. Jesús anuncia que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, morir y luego resucitar (sentido activo del término) (cf Mc 8, 31; 9, 9–31; 10, 34). Por otra parte, él afirma explícitamente: “Doy mi vida, para recobrarla de nuevo...Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn 10, 17–18). “Creemos que Jesús murió y resucitó” (1 Te 4, 14). CEC 649. b. La plena glorificación del alma de Cristo en el estado de separación del cuerpo antes de la resurrección desde el momento de su muerte "in fieri". Para tratar teológicamente del misterio de la glorificación del Señor resucitado, es obligado partir de unas consideraciones sobre Cristo muerto, pues la resurrección no es sino el tránsito de la muerte a la vida gloriosa, de modo que tal glorificación ha comenzado ya en plenitud –en su alma separada– antes de la resurrección.


Los Padres contemplan la Resurrección a partir de la persona divina de Cristo que permaneció unida a su alma y a su cuerpo separados entre sí por la muerte: “Por la unidad de la naturaleza divina que permanece presente en cada una de las dos partes del hombre, éstas se unen de nuevo. Así la muerte se produce por la separación del compuesto humano, y la Resurrección por la unión de las dos partes separadas” (San Gregorio Niceno, res; cf también DS 325; 359; 369; 539). CEC 650. Cuando Jesús, clavado en la Cruz, expiró, no murió un simple hombre: murió Dios, murió el Hijo de Dios en su naturaleza humana. Esta primera observación, opuesta a los nestorianismos de todos los tiempos –observa acertadamente F. Ocáriz–, tiene su importancia. Al entregar Cristo su espíritu, Dios experimentó la muerte humana, porque aquel cuerpo destrozado era su cuerpo y el alma que entregó era su alma. Por lo que se refiere al cuerpo muerto del Señor, algunos padres opinaron que fue abandonado por la divinidad. Sin embargo, sobre todo a partir de San Gregorio Niceno –así lo hace notar el nº 650 cit. Del Catecismo–, prevaleció la afirmación de que la Persona divina continuó unida la cuerpo muerto de Cristo. Esto confiere a la muerte de Jesús un rasgo peculiar, propio, que no se dá en la muerte de ningún hombre: en esta, el alma es despojada del cuerpo, y éste deja de ser un cuerpo humano; la corrupción del cadáver, de hecho, no es más que el desarrollo de un proceso iniciado en el mismo instante de la muerte. En Cristo, por el contrario, no fue así: la Persona del Verbo experimetó no sólo el modo de ser del alma separada –despojada de su cuerpo–, sino que experimentó también el modo de ser inanimado de un cuerpo sin vida. En este sentido, Dios sufrió nuestra muerte más plenamente que los hombres. Respecto al alma separada del Señor, unida a la divinidad, el Nuevo Testamento alude claramente a su descenso a los infiernos. (Cfr. CEC 632 a 637). Pero aquí interesa advertir que en el momento mismo de su muerte en la Cruz salvadora comenzó la plena glorificación de la humanidad de Cristo en su alma –en el instante mismo de la separación del cuerpo–, ya antes de la Resurrección. No porque el alma de Jesús no gozara antes de la visión inmediata de la divinidad, como afirman algunos autores, sino porque al separarse del cuerpo pasible –en el momento de la muerte "in fieri", cuando "inclinato capite tradidit spiritum", en la hora de la glorificación del Hijo del hombre (Jn 12, 23)– inmediatamente redundó plenamente en todos los niveles del alma la gloria que, poseyéndola antes, no había redundado en todos ellos precisamente por estar unida a su cuerpo pasible; y esto porque el Hijo de Dios quiso poder sufrir no sólo en el cuerpo sino también el alma. (F. OCÁRIZ, Ibid 324 ss.). No debe olvidarse –para entender esa firmación–, que según S. Juan, la plenitud desbordante de gracia consumada, que implica la visión facial de Dios (plenum gratiae et veritatis Jn 1, 17), le corresponde desde que es constituido mediador en el instante del ecce ancilla, que es el del ecce venio, cuando “al encanto de las palabras virginales”[10] el Verbo se hizo carne, propter nos homines et propter nostram salutem, en plenitud de vida comunicativa, que implica gracia consumada en la gloria de la visión beatífica. Pero no invadió aquella plenitud de modo plenario su Humanidad hasta la Pascua –sólo entonces entró su humanidad íntegramente en la gloria de su plena semejanza divina–. Estaba como “retenida” en el ápice de su espíritu, aquella plenitud de gracia consumada que irá progresivamente penetrándola y alcanzará su consumación (Heb 5, 9) invadiendo de modo plenario la integridad de su Humanidad en la hora de la glorificación del Hijo del hombre (Jn 12,23) en el trono triunfal de la Cruz, en el momento de su muerte, cuando entregó su espíritu al Padre. Es entonces cuando es formalmente constituido nuevo Adán, Cabeza de la nueva humanidad a la que ha venido a "recapitular" (Ef. 1,6) en la nueva estirpe de los hijos de Dios atrayendo todo hacia Sí (Jn 12, 32) enviando el Espíritu Santo como fruto de la Cruz. Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 52; cfr Lc 2, 40). El crecimiento en gracia en el sentido de una cada vez más completa actuación –no sólo manifestación– de aquella fundamental plenitud de gracia consumada en visión beatífica con que Jesús vino al mundo, a lo largo de la existencia histórica de Jesús hasta su consumación Pascual.


Todos los acta et passa Christi, son ejercicio de su mediación sacerdotal, de infinito valor satisfactorio y meritorio –en virtud de la plenitud de caridad y gracia de su alma santísima en su estado de viador, antes de su consumación pascual–. Todos ellos son causa salutis aeternae (Heb 5, 9). Pero lo son en tanto que finalizados intencionalmente al holocausto supremo de la Cruz –el sacrificio del Calvario–, en libre obediencia amorosa al mandato de su Padre –de la Trinidad– de su humanidad santísima, que es el alma de la Redención del Unus Mediator. El pleroma de gracia y de verdad del Verbo encarnado (Jn 1, 17) del que todos recibimos la salvación, no admite crecimiento propiamente intensivo. En efecto, Jesús es ontológicamente Hijo de Dios por la unión hipostática; y, en virtud de ella, templo del Espíritu, plenamente santificado por el Espíritu en su humanidad –en el ápice de su espíritu creado–, desde el "fiat" de María, en el instante mismo de su concepción. Pero estaba sometido –como perfecto hombre que asumió el estado kenótico propio del siervo– a la ley del progreso histórico no en el sentido ontológico intensivo, sino una de progresiva penetración de aquella plenitud de gracia creada, por obra del Espíritu, en las dimensiones de su ser y obrar teándricos y en el nivel de conciencia explícita y comunicable de su Humanidad santísima. Se produjeron venidas sucesivas del Espíritu, que la infundía progresivamente una caridad y obediencia infinitas (relativamente a cada estadio histórico de su existencia histórica como “viador”), impulsando su obra salvífica hasta su consumación pascual. Especialmente en el Bautismo del Jordán y en la hora de Jesús[11].


El acontecimiento del Jordán es la inauguración de los tiempos mesiánicos. Ha terminado el tiempo de Juan; comienza el de Jesús. Jesús es declarado Hijo del Padre. Lo era ya, radicalmente, en sí mismo, como Unigenitus a Patre encarnado; se convierte –y es manifestado como tal entonces respecto a nosotros– en Progenitus in multis fratribus. Desde su concepción, Jesús es ungido por el Espíritu. Pero con el bautismo esta unción se manifiesta en su realidad más verdadera, en su misión salvífica: Jesús es constituido Hijo de Dios por nosotros y por nuestra salvación. El es el Cristo, el Mesías. Esta investidura y consagración de Jesús por parte del Espíritu es manifestada por San Pedro en su discurso en casa de Cornelio: <> (Hech 10, 37–38). El acontecimiento del Jordán no cambia absolutamente nada en Jesús mismo; pero señala –como observa Congar– un kairos nuevo en la historia de la salvación. Jesús entra en una nueva era, de la que habla Pedro (Act 10, 38). Esto le es revelado por la Voz. Entra de manera nueva en la conciencia de ser Hijo, Mesías, Siervo (Cf. Lc. 4, 18). Tendremos testimonio de ello inmediatamente en las tentaciones que intentan apartarle de su misión mesiánica de siervo, y en su primera declaración en Nazaret, a donde le conduce el Espíritu que ha venido sobre él[12].


La “Hora” de Jesús, es el momento supremo establecido por el Padre para la salvación del mundo; la Hora de la glorificación del Hijo del hombre, cuando atrae todo hacia sí en el trono triunfal de la Cruz (cfr Jn 12, 23 ss.). Jesús muriendo a impulsos del Espíritu eterno (Heb 9, 14), que poseía como hombre en plenitud de gracia y de verdad, “transmitió el Espíritu” (Jn 19, 30); expresión que históricamente significa devolver al Padre, mediante la muerte, aquel soplo vital que de El había recibido, pero que teológicamente indica también el don del Espíritu a los creyentes. Aquel Espíritu que Él mismo ha recibido del Padre, se derrama ahora como fruto de la Cruz, en el mismo el momento en que, después de la resurrección, dirigiéndose a los Once, alentó sobre ellos y les dijo: “recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 22). El estado de kenosis, de Siervo, culmina en al cruz y en el descenso a los infiernos; con la resurrección comienza otro glorioso, el del “sentarse a la derecha de Dios”.


En el primer estadio Cristo recibió en Espíritu; fue santificado y guiado por él. En el segundo estadio, está “sentado a la derecha de Dios, es hecho semejante a Dios y, de esta manera, puede como hombre incluso, dar el Espíritu. “La elevación mesiánica de Cristo por el Espíritu Santo alcanza su cumbre en la resurrección, en la cual se revela también como Hijo de Dios, "lleno de poder" (Juan Pablo II, Dev 24). La resurrección–glorificación es el momento decisivo para que Jesús adquiera de una manera nueva la cualidad de Hijo en virtud de la acción de “Dios” por medio del Espíritu”. “Nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu santificador, a partir de su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro” (Rom 1, 3–4)[13]. Le ha conferido no sólo la gloria, sino el poder de hacer hijos, derramando el Espíritu[14], porque el Espíritu es el que pone la vida de Cristo en nosotros, el que nos hace hijos en el Hijo, el que nos conduce siguiendo los pasos de Cristo, cuya Humanidad fue conducida por el Espíritu eterno (Heb 9, 14) a la glorificación (Jn 12, 23) fruto del holocausto de la Cruz: a la resurrección (Rom 8, 9–11. 14–17; Gál 4, 6; 1 Cor 12, 13).


La humanidad de Cristo es el “órgano” de su divinidad para dar el Espíritu Santo. El mismo e idéntico Espíritu que fue dado a Cristo, que en él habita y le anima, es el que habita y anima a sus fieles, sus miembros. Así, “místicamente”, es decir, por el Espíritu, se forma un solo ser filial, –el Cristo total que dice “Padre nuestro”; la fraternidad de los hijos de Dios en Cristo por obra del Espíritu. Es la Iglesia que brota del costado abierto de Cristo en la Pascua del Señor, que comienza su fase peregrina en Pentecostés hasta la Parusía del Señor. La efusión del Espíritu en Pentecostés –fruto del ofrecimiento redentor de Cristo y la manifestación del poder adquirido por el Hijo ya sentado a la derecha del Padre– formó la Iglesia[15].


La gloria del cuerpo de Cristo resucitado. Cristo, al resucitar –afirma Santo Tomás de Aquino–, no volvió a la vida de todos conocida, sino a la vida inmortal, conforme a la de Dios, según las palabras de San Pablo a los romanos (6, 10): “Su vida es una vida en Dios”. La resurrección fue, en efecto, verdadera –unión de la misma alma con el mismo cuerpo–; fue perfecta –a una vida inmortal (a diferencia de la de Lázaro, resucitó para nunca más morir)–; fue gloriosa, por la comunicación a la carne de la gloria del espíritu. Si es la unión sustancial entre alma y cuerpo la razón de que la gloria del alma redunde en el cuerpo, ¿por qué no sucedió en Cristo antes de su Muerte y Resurrección? La respuesta no puede estar más que en el designio divino, que dejó en suspenso esa glorificación que habría correspondido de modo "connatural" (como observó Scheeben) al cuerpo de Jesús en virtud de la gloria de su alma, si bien sólo fue plena, como decíamos, en el ápice de su espíritu, precisamente para poder sufrir anímica y corporalmente de modo que el cuerpo de Cristo no fuese aún cuerpo espiritual, sino pasible. El milagro de la Transfiguración viene, de hecho, a reforzar esa interpretación: en le Tabor, el cuerpo de Jesucristo fue glorificado, ya antes de la Resurrección, aunque no de modo pleno, permanente y definitivo. San Pablo habla del cuerpo resucitado como de un cuerpo espiritual (pneumático). Porque así como hay cuerpo animal, lo hay también espiritual según está escrito: “el primer Adán fue hecho alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante” (I Cor 15, 44–45). Cuerpo espiritual, que no es lo mismo que espíritu, como el mismo Señor manifestó: “Palpad y considerad que un espíritu no tiene ni carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Lc 24, 39). La espiritualización, además de comportar una verdadera y propia inmortalidad –y no el simple poder de no morir–, lleva consigo una nuevas y misteriosas relaciones del cuerpo con el resto del mundo material: lo que suele entenderse por agilidad y sutileza –las llamadas junto con la claridad transfigurante y la inmortalidad, dotes de los cuerpos gloriosos–. Estas dotes conforman el cuerpo con el espíritu, pero no aún con el espíritu glorificado, deificado, como tal; le hacen participar de la espiritualidad natural de éste, pero no de su espiritualidad sobrenatural[16], que los padres griegos llamaban "deificación". La deificación en sí misma es la participación de la naturaleza divina: la introducción de una criatura, obra ad extra de Dios, a participar de lo que es ser y obrar ad intra de la divinidad; es decir, a participar en la vida íntima de la Santísima Trinidad. Como alma es naturalmente capax Dei, cabe pensar que el cuerpo podría también serlo, pero no de modo natural –por propia potencia obedencial a tal elevación sobrenatural, como en el caso del espíritu– sino como efecto de aquella espiritualización, de modo tal que además de estar unido sustancialmente a un alma deificada, pudiera participar en sí mismo de la vida intratrinitaria, que consiste en la eterna procesión del Verbo y la igualmente eterna procesión del Amor subsistente que es el Espíritu Santo. La edificación del cuerpo alcanzaría en esta hipótesis –por participación– el nivel de lo que es más propiamente constitutivo del espíritu: el entendimiento y la voluntad. A favor de esta hipótesis –aduce Ocáriz– está también el hecho de que el término pneuma y sus derivados aplicados al hombre, en los escritos de San Pablo, indican casi siempre lo más propio y elevado del espíritu –inteligencia y voluntad, unas veces en su naturaleza, otras en cuanto sobrenaturalmente deificado. Santo Tomás parece entenderlo así, al decir que el cuerpo resucitado es espiritual porque está <>. Pero esta sujeción, como es obvio, no es reducible a la mera integridad preternatural (como la de Adán en el paraíso). Una clara diferencia está en que la espiritualización del cuerpo resulta no sólo el poder de no morir, sino el no poder morir, y esto supone una tal unión de materia y espíritu, que bien puede llevar consigo una más alta e inefable participación del cuerpo, de orden estrictamente sobrenatural, en las operaciones del entendimiento y la voluntad espirituales; de modo que la misma carne en cuanto tal, pueda participar en unión con el espíritu, de la Vida –que es Conocimiento y Amor– de la Trinidad Santísima. F. Ocáriz propone como consecuencia –a título al menos de hipótesis razonable– que tras la resurrección gloriosa, en el ver a Dios cara a cara, participan de algún modo, ahora inimaginable, los ojos de la carne.


Esta humanidad de Jesús, en su estado actual en la gloria, es el paradigma –y causa instrumental– de la glorificación de todos los santos (cfr. II Collatio). Tal es el designio divino para cada uno de nosotros y, en alguna medida, para la entera creación visible, pues –leámoslo de nuevo– Cristo, “cuando todas las cosas le hayan sido sometidas, entonces el mismo Hijo se someterá a Aquél que se las sometió todas, para que Dios sea todo en todas las cosas” (I Cor 15, 28). La deificación de la carne en el estadio escatológico no será, con todo, una novedad radical. Tiene ya ahora una realización incoativa –”las primicias del Espíritu”– que nos hace gemir en nuestro interior, anhelando el rescate de nuestro cuerpo (cfr. Rm 8, 20 ss), para alcanzar así la plenitud de la filiación divina en Jesucristo. “La divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de resurrección gloriosa", –escribe San Josemaría (Es Cristo que pasa, Madrid 1973, n. 103)– que se da ya incoativamente, como primicias, en todo cristiano en gracia. Esta divinización del cuerpo –que se da “in via” como germen– alcanzará en la plenitud escatológica de la filiación divina, su pleno dinamismo, que San Pablo llama la redención del cuerpo: su transformación a semejanza del cuerpo glorioso de Cristo en virtud del poder que tiene de someter a si todas las cosas” (Fil 3, 21); y consistiría esencialmente –según la hipótesis antes expuesta– en una participación del cuerpo humano también en su materialidad –conformado al cuerpo glorioso de Cristo por obra del Espíritu– en las procesiones eternas de Conocimiento y de Amor intratrinitarios.


La glorificación escatológica de la materia alcanzará también según la Revelación a toda la creación visible, que “espera ansiosa la manifestación de los hijos de Dios (...), con la esperanza de que también será liberada de la corrupción para participar de la libertad y gloria de los hijos de Dios” (Rm 8), “en unos cielos nuevos y una tierra nueva” (Ap 21, 1). Se cumplirá así el designio divino de “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1, 10). La Iglesia en su estado escatológico será “la plenitud (Pléroma) de aquél (Cristo) que se realiza plenamente en todas las cosas. (Ef 1, 23), porque Cristo glorioso llenará (híma plerósei) todas las cosas” (cfr Ef 4, 10), y estas participarán “en Él de su plenitud” (en autó pepleroménoi) (Col 2, 10). En los santos la realidad de la gloria escatológica será el cumplimiento final, en el espíritu y en la carne, del ser en Cristo específico de la vida sobrenatural en la plena comunión de la fraternidad de los hijos de Dios en Cristo por el Espíritu cuando, completado el número de los elegidos, Dios sea todo en todos en un universo transfigurado.




Joaquín Ferrer Arellano.


[1] Juan Pablo II, Audiencia general, 25–I–1989., 1. [2] Toda la vida de Cristo es revelación del Padre, redención y recapitulación que reconcilia con Dios a la humanidad dispersa por el pecado: Toda ella es, pues –en todos y en cada uno de sus misterios– "causa salutis aeternae" (cfr. CEC 516–518). [3] La resurrección no fue meritoria sino más bien merecida (cfr. Fil 2, 8–9), pues el estado de “viador” es esencial para merecer la gracia y satisfacer por el pecado. Pio XII, en la “Mediator Dei” se refiere a la falsa opinión, entonces incipiente, según la cual <> (n. 203), y puesto que la Pasión es <> (n. 204). [4] Así se expresa V. Soloviev en Le dévelopement dogmatique de l’Eglise, París 1991, 90 ss. [5] <>. (CEC 702). [6] Cfr. J. DANIELOU, En torno al misterio de Cristo, Madrid 1969; y mi estudio Las dos manos del Padre, en “Annales Theologici” 13 (1999), 3–70. S. Ireneo decía: <>. Es la irrupción de lo divino en lo humano (Demostratio 49). [7] Cfr. S. PIE I NINOT, Tratado de Teología fundamental, Salamanca 1989, 285 ss. [8] JUAN PABLO II, Audiencia general, 3–II–1989. Sobre las apariciones pascuales en los 40 días previos a la Ascensión, véase el resumen CEC nn. 641 a 649. [9] Por ejemplo, Ch. KANNENGIESSER, Foi en la resurrection de la foi, Beauchesne, París 1974. Este autor afirma la fe en la realidad de la resurrección física de Cristo, pero basándose en una peculiar y confusa noción de <> (en p. 146), parece considerar que la fe en la realidad de la Resurrección se reduce simplemente a creer que los discípulos creyeron en ella (cfr. 128–146). Más resonancia tuvo, años antes el libro de X. LÉON–DUFOUR, Résurrection de Jésus et message pascal, Ed. Du Seuil, París, 1971. Negando la <> del cuerpo muerto del Señor, Leon–Dufour concibe la resurrección como la asunción, por parte del alma de Cristo, del entero universo transfigurado (cfr. 305 de la 2ª ed.), de modo que esa resurrección sería algo real, pero no un suceso histórico (cfr. 252). Entre otros, depende de LÉON–DUFOUR por lo que se refiere a la resurrección, L. BOFF, Jesús Cristo Liberador, ed. Vozés, Petrópolis 1972. Una distinción también confusa entre realidad e historia, será afirmada después por Ch. DUQUOC, Cristologie, vol. II (<>), Ed. Du Cerf. París, 1973: <> (p. 309). Por su parte, E. SCHILLEBEECKX, Jesus, het verhaal van levende, Nelissen Bloernendaal, 1974, niega la historicidad del sepulcro vacío (cfr. P. 273) y de las apariciones de Cristo resucitado (cfr. Pp. 291–293), y ofrece una interpretación en la que, más que de resurrección, habría que hablar de <> de Jesús (cfr. 271): una manifestación que sería una experiencia de la gracia (cfr. Pp. 272–273). V. OCÁRIZ, Ibid. [10] J. ESCRIVÁ de Balaguer, Santo Rosario. [11] Sobre este tema, J. FERRER A. Sobre la inteligencia humana de Cristo. Examen crítico de las nuevas tendencias. Actas XVIII Simp. Int. De Teol. Pamplona 1998, 465–618. [12]Si eres hijo de Dios haz prodigios, despliega tu poder. “Pero Jesús sabe que es el Siervo que ha venido a hacer la voluntad del Padre (Heb 10, 5–9). Por el Espíritu. seguirá el camino del Hijo–Siervo (Lc 4, 18 s), elegirá a los apóstoles (Act 1, 2), expulsará los demonios (Mt 12, 28; Lc 11, 20), aproximará, hará presente, el Reino de Dios como Reino de misericordia y de salvación (cf. Lc 10, 9–11. 21 s). Finalmente, se ofrecerá a sí mismo como Siervo (Mc 10, 45) y por el Espíritu (Heb 9, 14; cf. 8). Y. CONGAR, El Espíritu Santo, cit., 41 ss. [13]"Nosotros os anunciamos que la promesa hecha a los padres, Dios la ha cumplido en favor de los hijos, que somos nosotros, suscitando a Jesús, como ya estaba escrito en el salmo segundo: Hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy" (Act 13, 32–33). Cfr. Y. CONGAR, El Espíritu Santo, cit. 75 ss. [14]<> (Jn 17, 39b), debe entenderse en el sentido de que no había realizado su plena donación, y que toda donación anterior a la Pacua es irradiación de la misma, que dispone a la venida de Cristo y anticipa su plenitud. Es la consumación Pascual de su venida redentora cuando quedó constituído “causa salutis aeternae” (Heb 5, 9) de la humanidad caída. [15]Cfr. JUAN PABLO II, AG, 28–III–1990, 4. Sus espléndidas catequesis sobre la misión del Espíritu y su intervención activa en el Sacrificio de Cristo y en la Resurrección y acontecimientos pascuales son de 1–VIII–90 y 22–VII–90. [16] El Catecismo afirma en dos ocasiones que el cuerpo espiritualizado de Cristo, aunque es un cuerpo autentico y real (se palpa, come, conserva las huellas de la pasión, como credenciales de que es el mismo que ha sido martirizado y crucificado) no está sometido al espacio y al tiempo (n. 645), pues pasa a otra vida más allá del tiempo y del espacio, que es una participación de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que San Pablo puede decir de Cristo que es “el hombre celestial” (1 Cor 15, 35–50) (646). A mi modo de ver esas afirmaciones no deben interpretarse como si el cuerpo glorificado careciera de la cantidad dimensiva que funda los predicamentos ubi (circunscriptivo) y quando temporal, sino al perfecto sometimiento del cuerpo divinizado al espíritu glorificado, en cuya virtud participa de la eternidad de Dios en un tiempo discontinuo llamado eviternidad que implica una duración sucesiva(la eternidad es atributo exclusivo de Dios) y hace posible otras formas de presencia múltiple, como la eucarística, “per transubstantiationem”, o la virtual operativa, en las “cristofanías”. Estas son habitualmente imaginarias, o corporales por ministerio angélico, salvo la de San Pablo que sería homogable a las apariciones de los 40 días antes de la asunción, pero con todo el fulgor de la claridad del “Kirios” entronizado a la derecha del Padre, que ocultaba en aquellos encuentros postpascuales. En ellos se hace presente a su voluntad, como quiere, y cuando quiere: bajo la apariencia de un jardinero (Jn 20, 14–15) o “bajo otra figura (Mt 16,12) distinta de las que les era familiar a sus discípulos, con la finalidad de suscitar su fe (cfr. CEC 645).