Trabajé en un madrileño colegio de barrio obrero con
mucha solera deportiva. Un botón de muestra es que todos los años allí se hace una
carrera exclusivamente para alumnos entre los cuatro y cinco años. Llenos de
emoción se preparan para correr una recta de cien metros, con un poco de
pendiente, hasta el pistoletazo de salida. La primera vez que lo vi pregunté
por qué se ponía a los niños a correr cuesta arriba. La respuesta no la
esperaba: a esas edades tienen la cabeza muy grande respecto a su cuerpo, y si
corren hacia abajo se pueden caer. Paradójicamente hay gente mayor que se
empeña en optar por lo más fácil, correr cuesta abajo, y así terminan por
perder al niño y a su cabeza.
¿Qué es lo más
profundamente real?
Muchas
personas piensan que la noche de Reyes es una ficción, mientras consideran que
la aniquilación absoluta de millones de niños todavía no nacidos por el aborto
es mucho más real. Quiero discrepar: Se trataría de voltear la realidad, el
único modo de entenderla, dando prioridad al espíritu sobre la materia. Las
hadas de aquella noche mágica son mucho más reales y permanentes que el caballo
de cartón o la play-station, que pronto quedarán desfasados. La total
indefensión e inocencia del nasciturus asesinado es dramáticamente más vigorosa
que sus organismos malogrados, e incluso que los cañones de mil guerras. Las
primeras enmudecen, pero gritarán; los segundos atronan, para terminar en el
silencio más absoluto. La inocencia no puede morir definitivamente porque es la
bandera digna de la naturaleza humana y aunque nuestra paradójica condición se
vuelva contra sí misma no se puede autodestruir totalmente, del mismo modo que
no se autocreó.
Incluso desde la pura biología se hacen evidentes
razonamientos asequibles a un párvulo. El renacuajo tiene bastante que ver con
la rana; así como el capullo con la mariposa. En ambos hay una suerte de magia
transformadora: una estrategia de crecimiento, un sistema operativo y
unificador de millares de funciones. Entre ellas, destaca en el homo sapiens la
facultad incorruptible –y, por tanto, inmortal- de obtener ideas inmateriales.
Este programa prodigioso de vida es la hoja de ruta del ser humano; y sin hoja
de ruta estamos perdidos: ya no sabemos quién es el hombre; quiénes somos
nosotros mismos. Cuando el interés personal -aliado con el más nefasto
capitalismo- se hace derecho, los débiles se ponen en el punto de mira y la
sociedad pierde estratos de humanidad, haciéndose más violenta.
¿No le convencen estos razonamientos? Discúlpeme: si se
lesiona violentamente algún miembro de su cuerpo sentirá menos dolor que un
bebé intrauterino abortado mucho antes de 28 semanas de gestación; tiempo en
que algunos promueven ahora para establecer arbitrariamente un inexistente
lindero de lo humano
La victoria de la vida
Defender la vida humana del concebido y no nacido supone
ahora una gran aventura que se identifica con una profunda inteligencia. El
inocente, el bebé, al que se mata impune y legalmente, vale más que mil
universos. El que se elimine a tantos no
es más que otra clarividente prueba de que el mundo está al revés. El
triunfo aparente de la cultura de la muerte no es más que el negativo de la
foto de la vida. Quien considera que los principios de fuerza, de odio y de radical
autonomía son los quicios del mundo no es más que un desquiciado. La inocencia
de un chaval intrauterino masacrado tiene tal fuerza magnética que acaba por
arrasar el corazón y la mente de sus ejecutores: posibles madres que se
arrepienten horrorizadas de lo que han hecho, consumados abortistas que se
declaran con posterioridad, y llorando, “asesinos de masas”.
El actual estado de embotamiento y criminalidad mundial
abortista es una herida siniestra y
profunda que la humanidad enferma elige para autolesionarse. Sin embargo, lo
más profundo que existe en el hombre es algo que él no ha elegido: la
misericordia, la ayuda, el amor que afirma la vida. Estas reglas del juego de
la existencia actúan como frontones de hierro contra las embestidas de una libertad
desarraigada y sin fruto. La persona humana, como una madre, puede afirmar lo
que es y amar; o afirmar lo que no es y odiar; que ninguno dude de quién es la
que va a prosperar.
La consideración del niño que va a
nacer como legal objeto de posesión de sus padres no es más que un episodio de
tremenda pérdida de dignidad. Si alguien considera radicales estas palabras le
invito a que vea filmaciones de abortos que no quiero ahora describir. Pero la
pérdida de dignidad es la pérdida de identidad: un proceso de nihilismo que se
destruye a sí mismo. La cultura de la muerte se matará a sí misma; como el más
voraz de los cánceres. De todo ese dolor no siempre saldrá inhumana
desesperación sino purificación, enmienda, resurgimiento y comprensión.
La cultura de la vida es la única que va a vivir, aunque
da mucha pena tanta ceguera y obstinación en lo inaceptable: el cinismo
egoísta. No es preciso ser cristiano para ser un defensor de la vida; basta con
ser mujer u hombre. Sin embargo, los cristianos pertenecemos a la cultura del
niño; es por esto que el aborto es justamente lo contrario al cristianismo: a
Belén.
El espíritu de la vida
La buena metafísica es la cuna de
una antropología entrañable; volvamos de nuevo a ella. Un hombre puede haber
sido profundamente bobo y, sin embargo, muy querido; cuando él se percate de
esto renacerá a la vida. Pero si no descubre que ha sido amado; lo que sin duda
descubrirá es que ha sido un bobo. Por este motivo pienso que el auténtico reto
para la vida es la reforma del propio corazón. La capacidad de pensar en los
demás, de querer a la gente con sus
grandezas y miserias; la posesión de un espíritu apto para disfrutar y
ser feliz. El sentido práctico de la propia existencia y el buen humor –tan
relacionado con el buen amor- no son sólo consignas de un libro de autoayuda.
Se trata de realidades hechas vida por personas muy queridas que tal vez nos
dejaron ya en este mundo, pero cuyo
espíritu vive y ha inspirado estas palabras y otras mucho mejores que se puedan
escribir.
La mayoría de los actos admirables y
estimulantes de la vida no serán siempre objeto de los titulares de prensa.
Quedarán, ante todo, en el feminismo a ultranza de la maternidad, en la
discreta conversación entre un abuelo y su nieta, o en el indiscreto y certero
consejo de un alumno a su profesor. Ignorar vitalmente estas cosas infinitas,
personales y cotidianas, u olvidar la gratuidad de un nuevo día de existencia,
son despistes mezquinos desde los que no se puede edificar una cultura de la
vida.
La
cultura de la vida nace del respeto y de la benevolencia con las personas. La
cultura de la muerte, de hecho, se nutre del odio a los demás. Tras varios años
siguiendo con más empeño la actualidad sobre la defensa de la vida humana
pienso que la causa del egoísmo –la causa de la muerte- nos puede inducir a un
error fatal: el odio, de hecho, no ante los asesinatos sino ante los
destructores de niños. Enamorarse de los ideales produce cierta desconfianza
porque lo que verdaderamente se ama son las personas concretas. La cultura de
la vida no puede nacer del resentimiento, aunque deba exigir una reimplantación
de la justicia.
Creer en la vida supone cultivar la propia con esfuerzo,
saber adaptarse a los ritmos de la naturaleza, desarrollar las propias
capacidades: Tener metas, ilusiones, esperanzas. La alegría de vivir se
basa en saberse queridos y, por lo
tanto, exigidos. La familia es el lugar privilegiado para tal convicción y
actitud. En el propio hogar se expansiona la personalidad. Se trata de una
comunidad de vida, de amor, de confianza, de esfuerzo, de fidelidad. La familia
es el lugar donde se aprenden las virtudes morales, las principales referencias
de la existencia. Es en ella donde se aprende lo que es la gratitud.
Sin gratitud la vida es compleja, enfermiza,
perversamente inquieta. Apreciar la vida como un don supone dicha, alegría
interior y esperanza; pese a los reveses que puedan venir. Desde la familia y
la gratitud el hombre aprende a tener una vida lograda, y a labrar una
biografía con libertad generosa que no es fin para si misma. En la dicha y en
el dolor la persona aprende a ser feliz porque sabe descubrir el sentido de sus
días; sean maravillosos, duros o sencillos.
El frontal ataque contemporáneo a la indefensa vida
humana no nacida es también un ataque a la familia. El nonato se convierte en
la plasmación vital de una entrega que no se quiere aceptar, porque no se sabe
amar. En un campo minado para la negación a la vida la familia no puede
constituirse; y el hombre y la mujer se agostan. Una sociedad abortista es una
sociedad tan llena de activismo –cierta huida de uno mismo- como de
desesperanza. Todo un mundo de apariencias es deslumbrado por necias ambiciones
de colorines. Un mundo que se hunde lentamente en el pantano de la tristeza y
de la ingratitud.
La familia ha resistido y resistirá todas las embestidas del mal
porque en ella hay providencia y semilla divina. Sigamos construyéndola y
defendiéndola. Cuando los imperios de la ingratitud se desmoronen lo único que
podrá quedar será el amor, la familia y la vida. Pero, ante tantas pérdidas, es
precisa una nueva creatividad a la altura de los tiempos y una renovada
pedagogía de la vida.
La cultura de la vida corre cuesta arriba. Por esto, como el niño,
va con la cabeza alta y no se caerá en su carrera hacia la victoria.
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