Las experiencias de renovación
personal, físicas y morales, suelen estar precedidas por periodos de crisis.
Como el sol después de la tormenta, la luz del día se valora más después de
superar una sería enfermedad, o un serio desencuentro con un familiar o un
amigo.
Las relaciones humanas positivas son fundamentales para la felicidad personal.
Tales relaciones están tejidas con los hilos de las virtudes, entre las que
destaca la generosidad. Tener motivos sólidos para ser generoso, y llevarlo a
la práctica, supone un entrenamiento, un esfuerzo, un rejuvenecimiento anímico.
Teniendo en cuenta la multitud de limitaciones propias y ajenas, el proyecto de
vida generosa puede parecer una insensatez, incluso una estupidez. Es claro que
la generosidad tiene que ir de la mano de la justicia, pero la justicia puede
exigirnos que seamos más, y no menos, generosos.
La experiencia histórica nos habla de la fragilidad y de la grandeza humana, de
su capacidad de odiar y de amar, de su connivencia con la mediocridad y de sus
arrestos de valentía. Pero siempre, las personas más queridas y valoradas son
las que supieron hacer de su vida un gozoso servicio a los demás. Ese servicio
no suele ser un coser y cantar, muchas veces se siente la fragilidad propia y
el desencanto de unas temporadas poco atractivas. Sin embargo, poco a poco, se
va abriendo paso una fuerza interior que renueva y tonifica, con más
efectividad y duración que un estimulante baño en un río.
Pensar en los demás es la raíz de la cultura de la vida. Supone quererles,
luchar por hacer un mundo mejor para ellos y para nosotros. La caridad,
ejercida como fin de todo acto, hace del mundo un hogar más habitable y más humano.
La verdad personal se ve comunicada con la de tantísimas otras personas,
empezando por nuestros seres más cercanos. El amor es una suerte de renovación,
de recreación de las cosas y las personas. El amor como afirmación del otro,
iniciado desde el respeto, genera hábitos y cualidades resistentes y duraderas.
Querer a los demás, pese a sus defectos, es un recio ejercicio que renueva la
entraña del alma, rejuveneciéndola.
Si la razón de la existencia tiene un sentido de amor, el ejercicio del amor
renueva la interpretación de los demás. En esa donación inteligente y justa de
la propia persona, puede no ser correspondida. Además, muchas vidas generosas
pasan desapercibidas para la historia. Lo que sí sucede es que esa
vida se hace inmortal. Algunos filósofos, como Platón o Tomas de Aquino,
afirman que el conocimiento humano inmaterial es ejercido por una
inteligencia incorruptible e inmortal. Además, la persona generosa, como
cualquier otra, llega a declinar ante un cuerpo marchitado por los años, aunque
tal vez su muerte puede entenderse de otro modo: ha llegado a ser un espíritu
encantador y perfecto que no tiene que vivir por más tiempo en su cuerpo
mortal, que ya le es insuficiente.
La inmortalidad del alma humana es un gran baluarte para la justicia: la que
corresponde a los generosos y a los egoístas. Por otra parte, la lógica de los
demás renueva a la persona, preparándola para la renovación de la resurrección
tras la muerte, que sólo el amor de Dios puede llevar a cabo.
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