Ningún hombre ha razonado
tanto como para llegar a autodotarse de razón. Lo exclusivo del ser humano no
es tanto su razón, sino lo que personalmente haga con ella. Todo el mundo
quiere ser libre, y nadie es libre para no serlo. La libertad no se elige, pero
tiene que elegir proyectos para realizarse. Por este motivo, la libertad y la
razón no pueden ser fines para sí mismas, sino medios al servicio de la
relación del ser humano con el mundo.
La razón emerge del núcleo de la propia vida y, constituyendo parte importante
de ésta, tiene unas reglas internas previas que son condición de su correcto
ejercicio. Sin la aceptación de su condición originada en la vida, la razón
yerra en su juicio sobre el mundo y se traiciona a sí misma. La razón
racionalista que se centra en auto-contemplarse, es como una pescadilla que se
muerde la cola. Pretende comerse el mundo, pero se devora a sí misma.
Dar prioridad a la razón respecto al ser de las cosas reales, es un conocido
intento de la modernidad. Llegar a pensar, como Hume (1711-1776), en que
nuestras formas de conocimiento son puramente subjetivas es un error de
posición. La razón surge de la vida, y se afilia a la realidad. Por un
enfermizo impulso interior, es capaz de entusiasmarse con salirse de su sitio,
pero se llega entonces a una enajenación del propio yo personal, que naufraga
en el encrespado mar de su razón. Kant sostenía que la razón no podía llegar a
demostrar la existencia del alma porque no tenía datos sensibles de ella. Lo
curioso es que era el alma de Kant la que negaba, mediante su razón, el que
pudiera ser conocida por ésta. Sería algo así como negar la posibilidad de
afirmar que mi espalda existe porque nunca la viera. Mi núcleo personal no
necesita de demostración, soy yo mismo. No necesito ver mis ojos para afirmar
su existencia.
Cuando la razón se abre a la verdad de la realidad del mundo, descubre las
apasionantes investigaciones de la climatología, la medicina, la aeronáutica, u
otras miles de disciplinas con las que el hombre se ha engrandecido, al tratar
de descifrar el cosmos y contribuir al progreso. La razón puede y debe pensar
en sí misma, pero sólo a través de la mediación del mundo. De esta manera, la
razón logra humanizar la realidad, y hacer cultura y civilización.
La razón tiene que asumir su condición originaria, dependiente y mediadora. La
razón no es un espejo, sino una ventana por la que el ser humano se abre a la
realidad. Tiene que dejarse iluminar por la luz de lo real, y sentir su verdad
y su calor, para que la persona pueda habitar en el mundo. Respetándose a sí misma,
con valerosa modestia, la razón alcanza verdades cada vez mayores, algunas tan
profundas que no tienen fondo. Pero tal respeto tiene que ser decidido
mediante la propia voluntad libre. Es así como la razón conduce a la felicidad,
a la satisfacción de la persona con la realidad y consigo misma.
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