Cuando las décadas
superan los dedos de una mano, un profesor puede sentirse cansado. Las energías
no son las de antes y, sin embargo, la chavalada renueva sus fuerzas año tras
año. En el docente mayor hay más experiencia, pero otras
habilidades idiomáticas o tecnológicas pueden ser inferiores a las de
profesores que irrumpen con toda la fuerza de su juventud y creatividad. El día
a día pesa, con su apretado horario lectivo, y con todo lo que solo un profesional
de este sector sabe que hay que aguantar. Los sueldos en educación no son
motivo de mucha algarabía; las vacaciones hemos de reconocer que sí. Sin
embargo hay otra cuestión distinta, un cierto drama del que quisiera hablar.
Al salir al recreo, los niños lo hacen con la algarabía
de la mañana. Luz, sol, o tiempo nublado, juegos, alegría de vivir. Su ilusión
y felicidad se expanden por el universo. En esto, los infantes son sabios. Los
adolescentes, con sus divertidos o exasperantes aspavientos, resultan paradójicos:
toda su problemática es resultado de una caótica y hormonal salida de la
infancia en búsqueda de una nueva personalidad. Posteriormente, una mayor
madurez les centra en la búsqueda de unos estudios que se conjuguen con sus
futuras competencias profesionales. En todos estos procesos, el profesor es una
pieza clave. Quizás pocos se lo dirán y le valorarán; esto es parte de la
grandeza de ser profesor. Pero no radica aquí, a mi entender, el problema principal.
Han sido muchos los días donde ha faltado más alegría, más buen
humor, más garbo y preparación para dar unas clases verdaderamente magistrales,
ahora que tanto se las minusvalora. Este es un drama importante: lo que se pudo
hacer mejor y no se hizo, por falta de vivir con sencillez un nuevo día, por cenizo,
quejica, incompetente, o por lo que sea. Pero se trata de algo que tiene arreglo y conviene enfocar adecuadamente: no sería justo hacer una enmienda a la totalidad. Se han hecho muchas
cosas bien; se ha soportado mucho; y también se ha disfrutado muchísimo. Además,
ahora, a la vuelta de los años, desde la grandiosa panorámica que se divisa
siendo un simple profesor, se observa la enorme proyección
de lo escrito en las almas de los alumnos: palabras de ánimo, de esperanza, de
futuro, para que ellos y ellas corran, y corran bien, la carrera de la vida.
Entonces, uno lamenta no haberlo hecho mejor, pero ese drama
se convierte en una alegría fantástica: haber dedicado la vida a enseñar, a
contribuir a que cada joven encuentre su estrella de paz y de victoria. Unas
estrellas que hacen adivinar un cielo eterno, pletórico de sentido y de alegría
compartida.
La verdad es que aún no ha terminado la historia, así que conviene buscar buenos aliados: los tiempos en familia, quizás el fútbol, y por supuesto algunas cañas con los amigos.
José Ignacio Moreno Iturralde