Quizás
se puede relacionar el término confianza con pagar una fianza, algo necesario
en ocasiones para salir de la cárcel. La razón no puede ser una cárcel que
limita la libertad. Tan natural y necesario para el hombre es razonar como confiar.
Confiar en la razón puede darse la mano con razonar confiadamente en el sentido
del mundo y de la relación con los demás. Confiar cuando todo va bien no tiene
mucho mérito. Lo que supone sólidas razones y virtudes es seguir confiando en
que la vida merece la pena, aunque efectivamente haya mucha pena. La confianza
es un nombre de la esperanza, aquella virtud por la que ya se empieza a gozar
del bien al que se tiende. La esperanza surge de la aceptación de la propia
vida, como ya explicamos, desde una postura que combina la libertad con la
providencia, un término que junto a su ineludible matiz divino tiene un
componente profundamente humano.
Mucho antes de razonar y tomar decisiones, cada persona ha pasado nueve meses
en el seno materno y ha sido objeto de múltiples cuidados familiares y
asistenciales. Ciertamente esto no le ha ocurrido a todo el mundo, pero sí a
mucha gente. En nuestra sociedad actual, con su buena dosis de incertidumbres y
de miedos, hablar de confianza puede inspirar justo lo contrario. Pero la pura
realidad es que la confianza es algo consustancial al ser humano. Confiamos,
por ejemplo, en la próxima salida de sol, en múltiples servicios sociales, en
las personas que más queremos... Una vida sin confianza es un modo detestable de
vivir. Antes de razonar, hay que partir de la confianza en tantas cosas de una
realidad mucho más grande que nosotros mismos. El ejercicio de la prudencia,
incluso de la astucia, pueden ser muy convenientes. Pero el comienzo, el final,
y el transcurso de nuestra vida está atravesado por la confianza. El ser humano
no tiene una razón utilitarista para existir, tiene una razón de felicidad que
está íntimamente ligada al querer y al ser querido. El afecto, la cordialidad,
sólo crece desde la confianza.
Una desconfianza como la de los filósofos de la sospecha, entre quienes
destacan Nietzsche o Marx, pueden plantear atractivas revoluciones sociales;
pero jamás dan con la medicina que sacia el corazón humano. Un mundo y una
humanidad arrojada a su suerte, y en conflicto entre sus partes, nunca puede
ser un mundo amado. Sólo si se ama al mundo se le puede cambiar para bien.
Se podrá objetar que la confianza es múltiples veces defraudada. No somos
solamente víctimas, sino también responsables de erosionar este valor tan
humano del que venimos hablando. El hecho de que yo haya faltado a la confianza
de otra persona, ¿ me incapacita definitivamente para ser digno de confianza?
Claro que no, y lo mismo le ocurre a los demás. La confianza tiene que ser
apuntalada por la justicia, para no deformarse y perder su virtud, pero su
necesidad indica el carácter relacional y dependiente de las personas.
La confianza es lo que nos une, lo que nos puede hacer felices y lo que da
sentido a nuestras vidas. Aunque la confianza se traicione con frecuencia,
vuelve a resurgir de sus cenizas porque es la savia de los hombres. La
confianza es más fuerte que la traición porque es como el aire y el agua de
nuestra existencia. La confianza es inmortal porque consiste radicalmente en
depender en algo más poderoso y consistente que todo el universo. Confiar es
hacer lo que uno puede y después esperar en que alguien hará lo que yo no puedo
hacer. Se trata de una postura muy sensata y muy humana. La confianza, por muy
mala situación que podamos atravesar, es la actitud con la que damos con el
nervio de la existencia y llegamos al tuétano de la misma.
Aunque la muerte fuera el pago humano a la confianza, esto indica que la
confianza puede ser más valiosa que esta vida y que de algún modo puede restaurarla.
Confiar es vivir en el espíritu y, en tantas ocasiones, el fundamento de
numerosas alegrías humanas. Confiar es dejar crecer a las semillas de la
eternidad que viven en nuestro interior.
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