Monday, July 24, 2017

El valor de la confianza

Quizás se puede relacionar el término confianza con pagar una fianza, algo necesario en ocasiones para salir de la cárcel. La razón no puede ser una cárcel que limita la libertad. Tan natural y necesario para el hombre es razonar como confiar. Confiar en la razón puede darse la mano con razonar confiadamente en el sentido del mundo y de la relación con los demás. Confiar cuando todo va bien no tiene mucho mérito. Lo que supone sólidas razones y virtudes es seguir confiando en que la vida merece la pena, aunque efectivamente haya mucha pena. La confianza es un nombre de la esperanza, aquella virtud por la que ya se empieza a gozar del bien al que se tiende. La esperanza surge de la aceptación de la propia vida, como ya explicamos, desde una postura que combina la libertad con la providencia, un término  que junto a su ineludible matiz divino tiene un componente profundamente humano.

Mucho antes de razonar y tomar decisiones, cada persona ha pasado nueve meses en el seno materno y ha sido objeto de múltiples cuidados familiares y asistenciales. Ciertamente esto no le ha ocurrido a todo el mundo, pero sí a mucha gente. En nuestra sociedad actual, con su buena dosis de incertidumbres y de miedos, hablar de confianza puede inspirar justo lo contrario. Pero la pura realidad es que la confianza es algo consustancial al ser humano. Confiamos, por ejemplo, en la próxima salida de sol, en múltiples servicios sociales, en las personas que más queremos... Una vida sin confianza es un modo detestable de vivir. Antes de razonar, hay que partir de la confianza en tantas cosas de una realidad mucho más grande que nosotros mismos. El ejercicio de la prudencia, incluso de la astucia, pueden ser muy convenientes. Pero el comienzo, el final, y el transcurso de nuestra vida está atravesado por la confianza. El ser humano no tiene una razón utilitarista para existir, tiene una razón de felicidad que está íntimamente ligada al querer y al ser querido. El afecto, la cordialidad, sólo crece desde la confianza.

Una desconfianza como la de los filósofos de la sospecha, entre quienes destacan Nietzsche o Marx, pueden plantear atractivas revoluciones sociales; pero jamás dan con la medicina que sacia el corazón humano. Un mundo y una humanidad arrojada a su suerte, y en conflicto entre sus partes, nunca puede ser un mundo amado. Sólo si se ama al mundo se le puede cambiar para bien.

Se podrá objetar que la confianza es múltiples veces defraudada. No somos solamente víctimas, sino también responsables de erosionar este valor tan humano del que venimos hablando. El hecho de que yo haya faltado a la confianza de otra persona, ¿ me incapacita definitivamente para ser digno de confianza? Claro que no, y lo mismo le ocurre a los demás. La confianza tiene que ser apuntalada por la justicia, para no deformarse y perder su virtud, pero su necesidad indica el carácter relacional y dependiente de las personas.

La confianza es lo que nos une, lo que nos puede hacer felices y lo que da sentido a nuestras vidas. Aunque la confianza se traicione con frecuencia, vuelve a resurgir de sus cenizas porque es la savia de los hombres. La confianza es más fuerte que la traición porque es como el aire y el agua de nuestra existencia. La confianza es inmortal porque consiste radicalmente en depender en algo más poderoso y consistente que todo el universo. Confiar es hacer lo que uno puede y después esperar en que alguien hará lo que yo no puedo hacer. Se trata de una postura muy sensata y muy humana. La confianza, por muy mala situación que podamos atravesar, es la actitud con la que damos con el nervio de la existencia y llegamos al tuétano de la misma.

Aunque la muerte fuera el pago humano a la confianza, esto indica que la confianza puede ser más valiosa que esta vida y que de algún modo puede restaurarla. Confiar es vivir en el espíritu y, en tantas ocasiones, el fundamento de numerosas alegrías humanas. Confiar es dejar crecer a las semillas de la eternidad que viven en nuestro interior.


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