Ser un perfecto animal es un
elogio para un bisonte o para un perro. Como aficionado a estos últimos, me ha
llamado la atención el momento de la comida de los seres caninos. Aunque seas
su amo y le pongas la comida, si acercas la mano a sus fauces el perro suele
gruñir. En aquel momento, el único bien que existe para el perro es lo que
tiene entre los dientes. Es curioso comprobar que la etimología del término
cínico lleva a la palabra latina “canis”, que significa perro. Para el cínico no hay más verdad que
su propio interés.
Cuando se dice de alguien que es muy humano, suele entenderse a una persona con
capacidad de una buena relación con los demás, y con una notoria tendencia a la
felicidad. Comportarse con dignidad es hacerlo de acuerdo a lo que somos: seres
racionales con capacidad de ponernos en el lugar de los demás. Devorarse como
animales no debiera ser nunca un motivo de orgullo entre los hombres. Los que
son como Bambi siempre serán ciervos, pero los que tienen la naturaleza de
Peter Pan podemos ser héroes o villanos. La persona, al ser libre, tiene una
fantasmal capacidad de degradarse. Sin embargo, la opción moral es también la
opción de la inteligencia. Buscar la promoción de los demás, sin descuidar la
propia, es un riesgo que merece la pena correr. La razón es evidente: se trata
de un riesgo que desearíamos que otros asumieran por nosotros.
No siempre nos agradecerán lo que hemos hecho por otros; quizás nosotros
actuamos igualmente mal respecto a algunos de nuestros benefactores. Pero el
mayor premio a una conducta humana y solidaria no es el reconocimiento, siendo
este deseable, sino la paz de conciencia que comporta el obrar del modo más
humano posible.
Las desigualdades e injusticias sociales, entrado ya el siglo XXI, son agudas.
Hay posibilidad técnica de alimentar a más de 30.000 millones de personas. La
población mundial es de 7.000 millones, y unos 800 millones pasan hambre
severa, a los que se unen unos 400 millones más que viven en la pobreza. Estas cifras
aproximadas no deben ser objeto de una lectura superficial, pues son muchos y
complejos los factores que actúan en esta globalización de la desigualdad. No
se trata ahora de hacer un examen económico o sociológico, sino de aportar
alguna reflexión al respecto. El ser humano, con toda su carga positiva de afán
de verdad y de bien, esta notoriamente enfermo de ingratitud y de
insolidaridad.
El eco, aún resonante en occidente, del valor supremo de la autonomía personal
y de la defensa de los derechos propios, si no se supera, conduce a lo que
algunos han llamado el posthumanismo: una suerte de cinismo por el que se
justifica una existencia ligera y lúdica, dando por irresolubles las grandes
injusticias de la humanidad ; injusticias que ellos no sufren, como era de
esperar. El deconstructivismo, el pensamiento débil, el transhumanismo, la new
age, son diversas manifestaciones de un pensamiento guiado por una libertad
individualista que se ha olvidado de los más pobres y desafortunados del mundo.
Una de las expresiones más tristes que he escuchado es esta: "por la
caridad entra la peste". Lo que quizás no se percatan los partidarios de
esta sentencia, es que otra peste más letal puede estar ya dentro de
ellos. Es claro que la solidaridad y los legítimos intereses propios deben
coordinarse, pero es igualmente diáfano que la sola búsqueda del beneficio
personal no tiene por qué revertir en un beneficio para otros, pese a lo que
dijera Adam Smith.
¿Qué hacer entonces? Recuperar el valor de la razón y su capacidad de
enfrentarse a la verdad de las cosas con valentía. Convencerse de que el valor
de la propia vida depende de la calidad de las relaciones con nuestros
semejantes. Rearmarse de una ética de virtudes que hagan más humano nuestro
entorno. Redimensionar personalmente los problemas del mundo, y actuar
sobre lo que sí puedo mejorar de la humanidad, una parcela limitada en el
espacio y en el tiempo, pero al mismo tiempo tan profunda y misteriosa como la
mirada de un niño o de un enfermo. Este ejercicio diario supone una saludable
terapia contra una epidemia que ataca al mundo occidental: la
desesperanza, mezclada con el narcótico de la zafiedad.
Una sólida formación personal, teórica y práctica, intelectual y ética, puede
ayudar mucho a encontrar motivos profundos de esperanza y gratitud. De este
modo, el hombre comienza a sanar de su egoísmo y de su miedo, y desentierra sus
más nobles tendencias de ayuda a los demás.
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