Cuando una persona va por la
calle puede ir pensando si alguien cree
en ella. Es como preguntarse: ¿Quién recibiría con agrado una fotografía
mía?... Las perspectivas pueden ser modestas, salvo que se sea un famoso.
Cuando han transcurrido varias décadas de vida se recuerdan, de modo divertido,
los tiempos de la adolescencia y, quizás con algo de envidia, los de la
juventud. Ha llovido mucho y han soplado los vientos. Quizás uno ha perdido
pelo en la cabeza, o se ha dejado por el camino parte de su flamante dentadura
originaria. Incluso puede que le resulte tragicómico su desangelado rostro,
reflejado en el espejo por las mañanas.
Creo porque no le
veo
Alguien
puede ser un tipo equilibrado con una “vida lograda”: una buena situación
familiar, profesional y de salud. Otro puede ser un enfermito, o un drogadicto,
o considerarse un desgraciado. La mayoría andamos con nuestros logros y
nuestras derrotas, con nuestras virtudes y nuestros defectos. Los más virtuosos
tienen la estupenda capacidad de preocuparse más por los suyos que por sí
mismos. En cualquier caso nos gusta que nos quieran, que nos consideren, que
nos tengan en cuenta. No pocas veces esta natural tendencia se vuelve algo
enfermiza, y el propio yo parece convertirse en una especie de agujero negro
que pretende tragarse todo lo que le rodea. Pero, a menudo, la vida nos quita
muchas tonterías y nos pone en nuestro sitio.
Es
entrañable la seguridad que da tener una buena familia y gozar de la amistad de
buenas personas. Es motivo de agradecimient tener unos agradables compañeros de
trabajo. Es inteligente, por tanto, intentar ser buen familiar, amigo y
compañero. Sin embargo, los demás pueden no correspondernos; defecto en el que
también nosotros podemos incurrir. Hay quien piensa que sale más rentable ser
un egoísta y, al menos desde el punto de vista financiero, puede que en
ocasiones no le falte razón. Pese a todo, el corazón humano no se satisface con
una lógica del puro cálculo. El aburrimiento más mortífero acecha cuando no hay
un motivo valioso por el que jugarse la vida. Darse a los demás es una
necesidad del ser humano, aunque esa genuina tendencia pueda estar sepultada y
olvidada en los sótanos del alma.
La
lógica de la creación no es una opción sentimental. Considerarse una carambola
genética de un engrudo galáctico no es una muestra de racionalidad, sino una
falta de sentido común clamorosa. Agradecer la existencia es algo tan vital
como frecuentemente olvidado. Serenarse y admirar una puesta de sol no se
reduce al despliegue de un ADN, con o sin gafas, que mira a un fenómeno
geológico. Se trata de querer al mundo sobre el que uno está, y admirar al
cielo que cubre nuestras cabezas.
Dios
no es el universo ni un trozo de él. Dios es ser de seres, luz de luces, y amor
de amores. El hecho de que se le pueda negar es una condición de su realidad.
Nadie niega la existencia de una cabra, salvo que esté igual que este
benemérito animal. Pero a Dios se le puede negar porque sólo desde la humildad
se puede llegar a Él. Aún siendo tan práctica para esta vida y para la otra, la
humildad es muchas veces marginada no
por su debilidad, sino por su poderosísima fuerza.
¿Merece la pena confiar?
Hay
muchas razones para creer en Dios: entre otras, como decía el cardenal Newman,
creer en uno mismo. La propia vida se torna muy difícil de entender sin un
motivo que justifique y cuadre las cuentas de este mundo.
Confiamos en
que mañana saldrá el sol y, después, volverá la noche. Confiamos en que a un hijo
nuestro le irá bien en la vida, algo más incierto e importante que la regular
trayectoria solar. Confiar en un Dios al que le importo, es algo todavía más
importante pero menos evidente. No es evidente porque Dios no es un hecho ni un
dato que yo pueda poseer. Es una fuente de sentido del mundo y de nuestras
vidas a la que me tengo que dirigir como tal. “Dios, si existes, quiero creer
en Ti, y de paso pedirte que me expliques algunas cosas”; decir esto con
sinceridad es empezar a creer. Consiste en dejarse llevar por el campo
gravitatorio de su amor y empezar a girar en la órbita de la confianza, en la
que uno se siente seguro. Como Dios no es tan sólo un ser trascendente y
metafísico, puedo encontrarlo también en lo material y cercano: en la sonrisa de
un abuelillo o en un contratiempo que me da la oportunidad de demostrar que mi
alma puede sobreponerse a la materia cantando bajo la lluvia, aunque sea por
poco tiempo.
Si
Dios existe cree en mí; si yo existo creo en Dios. Puedo estar sano como un
roble y robusto como un Sansón; o puedo encontrarme francamente mal. Es posible
que saque una oposición de notario o que me echen de un trabajo medianejo.
Puede que mi esposa esté enamorada de mí –hablo como hombre que soy- o que me
haya abandonado. O simplemente es muy probable que hoy sea un día muy parecido
a tantos días que ya pasaron y a tantos que vendrán. Pero si caigo en la cuenta
de que Dios me tiene presente y me quiere, la vida ya no es monótona ni
insignificante: se llena de sentido y de luz interior. La fragilidad de las
circunstancias externas, y sobre todo internas, pueden ocultar parte de esa
fantástica luz. Pero, aún lloviendo, sé que pronto saldrá de nuevo el sol.
Empieza a escucharse, muy bajito, un rumorcillo interior de alegría. Una
corriente discreta que atraviesa el caudal de nuestra alma y que tiene su
origen en el Espíritu Santo. Entonces se cobra un buen amor y un buen humor. Se
siente la necesidad de ir al compás de un cántico nuevo, de expandirse en el
alto voltaje de la Alegría de Dios. Pero pronto vuelve un dolor de cabeza, una
impertinencia de un colega o una metedura de pata personal. Y vuelta a empezar,
como el sol.
El misterio de lo cotidiano
Si al despertarnos empezáramos a maullar y no pudiéramos
articular palabra alguna, la cosa se pondría sugerente. En otro caso mucho más
aventurado de imaginar, si al sonar el despertador sintiéramos la ardorosa
necesidad de cantar himnos, la escena sería tan enigmática que probablemente
pensaríamos que estábamos soñando. Pero levantarse normalmente, en doliente
ritual, acometer un café con tostadas y coger el metro, no resulta
particularmente misterioso. Un pintor, sin embargo, puede ver todo de otra
manera más atractiva: un mundo de luces y colores que puede llevar al lienzo.
Un productor de cine, por su parte, es capaz de imaginar una apasionante
persecución de coches en medio de un atasco de tráfico. Los niños, auténticos
artistas, inventan juegos de las cosas más prosaicas.
El
mundo se vuelve más interesante cuando lo miro desde algún ángulo creativo. Si
veo la realidad como una creación, por muy profundo que mire, nunca agotaré el
misterio de su existencia. Cuando la revelación cristiana nos habla de la
Redención, también nos está invitando a renovar nuestra visión del mundo como
algo creado, como un hogar asombroso e ilusionante, a pesar de sus miserias y
desdichas.
El
misterio, término que en latín clásico se denomina “sacramentum”, es
insondablemente asombroso en el milagro de la eucaristía. El Verbo divino,
dotador de sentido de todas las cosas, se esconde en la sencilla realidad del
vino y del pan. La mesa del hogar ha sido convertida en altar del sacrificio de
Dios por los hombres. La sangre del Calvario es la divina lejía de lavandero de
las almas de los hombres. Lo que significa la fe en este sacramento es de un
calibre tan portentoso, que la verdadera adhesión a Él implica necesariamente
un cambio profundo de vida.
Al participar
en la redención del mundo, de algún modo lo recreamos. Hacemos así la vida más divina y más profundamente
humana, más hermosa. Para los hombres, la existencia no se agota en su mero
acontecer. Los hombres y las mujeres tienen que interpretar su vida, “ponerla
música, o ritmo o estilo”. Se puede ser ateo y simpático, aunque todavía no he
conocido a ninguno. Se puede ser una estupenda actriz de cine y tener una vida
matrimonial tormentosa. Es posible tener virtudes humanas y no prestar
demasiada atención a un determinada confesión religiosa. Pero lo más asequible,
lo más importante, y lo más difícil, es transformar la propia vida en un
manantial creativo de belleza moral. Esto requiere una conversión del corazón
para la que las solas fuerzas humanas se muestran escasas. Pongamos algunos
ejemplos: dar una salida airosa al que mete la pata en público. Esforzarse por
ver el lado positivo de un panorama más bien oscuro. Ser capaz de dar la mano a
una persona que nos ha ofendido o, lo que aún es más costoso, borrar de la
memoria ese agravio. Para todas estas cosas la fe cristiana es una ayuda
importante y, en algunas ocasiones, imprescindible. La gran paradoja cristiana
es que el corazón humano necesita latir a lo divino y, cuando lo hace, la
alegría lo desborda.
Si rezo el
Credo a pleno pulmón pero trabajo a medio gas, mi fe corre peligro de
desinflarse. Si venero el amor divino pero maltrato el humano, me convierto en
fariseo. Si amo a la familia cristiana y contemporizo con la lujuria, corro el
peligro de quedarme sin vergüenza y sin familia. Por otra parte: si me cuesta
especialmente un trabajo pero pongo esfuerzo en hacerlo, mi doctrina se
fortalece, así como mi seguridad laboral. Si mando a hacer gárgaras a un amigo
cargante que me pide un favor costoso, pero después le ayudo sobradamente,
aumento la amistad humana y la divina. Si he sido débil ante los reclamos de la
sensualidad pero pido sinceramente perdón, mi espíritu se hace más humilde y se
acerca más a Dios.
En ocasiones
podemos encontrarnos poco creativos y algo desanimados. Pueden faltarnos las
fuerzas para acometer grandes metas. Quizás es la hora de volver a abrir la
ventana y recrearse con el fabuloso espectáculo del mundo. Un mundo que, sin
ser muy consciente, espera de mi vida no tanto una proeza como una respuesta
afirmativa, sencilla y fiel. La fe cristiana se orienta a dogmas eternos; pero
su contenido también se manifiesta en una vida cotidiana, cordial, llena de
creatividad y belleza, a pesar de los defectos personales. Cuando la fe se hace
vida, el mundo se transforma en algo encantador, en un lugar entrañable y
amado. Y cuando se ama el mundo, sin desconocer sus fracturas y carencias, es
más fácil creer en su Creador.
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