Hablar
de la alegría es tratar un tema muy serio. Entraremos en esta cuestión poco a
poco, con discreción, como se pasa al cuarto del enfermo y se abren las
persianas despacio, para que la luz no entre de golpe. En el mundo falta
alegría porque falta luz. Hay abundancia de risotadas, ruido, apariencias, pero
la estabilidad en la dicha interior es algo de lo que se habla poco: alguien
escribió que no es fácil tener un rostro
en vez de una careta.
Un mundo de contrastes
Si quedáramos con familiares
o amigos a merendar en una loma de la periferia urbana, para ver cómo se pone
el sol, la cita tendría pocas posibilidades de
éxito. Sin embargo, estoy convencido de que sería una merienda inolvidable. Si
el encuentro invitara a un desayuno en un descampado al amanecer, la cosa se
pondría más difícil todavía; pero sospecho que tal día sería muy singular y lo
emprenderíamos con una energía especial. Desde luego, como llueva o nieve uno
se expone a perder la alegría y las amistades.
Aunque
hay personas apasionadas por el asfalto y el CO2, a casi todo el mundo nos
gusta salir al campo a airearnos de vez en cuando. Ver pastos, árboles o un
industrioso pájaro carpintero, es algo que entona el espíritu. Toda esta
disertación naturalista viene a cuento porque los seres humanos nos sentimos
bien en la lógica de la creación. Las montañas de mi pueblo también están en mi
alma y el mar de mi infancia está presente a lo largo de mi vida. En nuestro
mundo creado hay arañas desagradables, perros hostiles y noches que nos parecen
demasiado largas. Se trata de un mundo que, en gran medida, no hemos diseñado nosotros, como
nuestro propio rostro. La vida deja con frecuencia muchas cosas que desear...
Precisamente para que las deseemos creyendo en un mundo nuevo, terrenal y
eterno.
Nuestra vida está mutilada
por la muerte; solo tenemos la mitad de la entrada para ver la película. Por
esto algunos piensan que la existencia es un timo y aparentan tener una sólida
y fervorosa fe en el absurdo. Sin embargo, el enfermo dependiente, el anciano
con cara de niño o el moribundo tranquilo son las ventanas más luminosas por
las que se nos dicen: Pasen y vean.
Esos fogonazos de luz clarísima no son solo de ultratumba porque también
alumbran más y mejor las cosas entrañables de la vida: las noches de Reyes
Magos en la infancia, el nacimiento de un hijo, o el imaginario día en el que
por fin nos tocó el gordo de la lotería; pálido sucedáneo del vigoroso e
histórico día en el que nos tocó nacer.
“Optimista, vivaracho...”
El
término alegre proviene del latín alicer,
y significa vivo, animado. Según esto el
mundo estaría repleto de alegría, desde la inquietante sonrisa de la hiena
hasta el jolgorio de los pitidos de un atasco de tráfico. La tristeza total
parece reservada para los habitantes de la luna. También la palabra alegre
tiene relación etimológica con el término sano, como cabía esperar.
En relación con la alegría
algunos diccionarios nos proponen términos gráficos: bromista, cara de pascua, como unas castañuelas, exultante, festivo,
radiante, como niño con zapatos nuevos, optimista, vivaracho.... Pero conviene tener ojo porque nuestro
concepto de alegría se podría ir por los derroteros de vida alegre, que puede entenderse como las acciones de un
frívolo o un sinvergüenza. Una vez más no es oro todo lo que reluce.
Es bueno estar animado y
sano; pero estas estupendas condiciones no son suficientes para ser alegres.
Nuestro más genuino regocijo no es el de un simpático setter con una perdiz en
la boca. Es cierto que hay situaciones no demasiado profundas que nos pueden
producir una intensa alegría: un resbalón en el suelo del adversario político o
el hallazgo de una maravillosa puerta blanca que pone WC, tras un largísimo
paseo. Pero las personas somos, para bien o para mal, racionales. Necesitamos
encontrarle el sentido a las cosas: no solo al chiste sino a la vida; y la vida
no es precisamente un chiste. Esto no significa que los intelectuales, por
desgracia, suelan ser muy divertidos; aunque hay brillantes excepciones.
Hay un principio de sentido
común para estar alegre y pienso que tiene bastante que ver con la sencillez.
Una persona sencilla se da cuenta de algo muy importante: Su vida es muy poca
cosa en el conjunto de la historia. Por supuesto que la vida de todo ser humano
es importantísima; ahora me refiero a una experiencia común: un creído o un
pedante nos parece insoportable, mientras que una persona llana y asequible nos
resulta encantadora. La sencillez es como la buena harina del pan de la
humildad, virtud que Tomás de Aquino define como la morada de la caridad. Esta sencillez es sabiduría. Me parece que
ser sabio es ser feliz o, mejor dicho, intentar serlo.
A la sabiduría la he visto
encarnada en algunas personas distintas pero con un núcleo común: son hombres y
mujeres felices y capaces de hacer felices a otros. Tiene también otras
características afines: suelen ser gente práctica, laboriosa, con sentido
común, paz, guasa, abnegación, fe, y, sobre todo, un amor maduro que se
manifiesta en estar en las cosas de los demás de modo simpático e ilusionado,
sabiendo exigir y exigirse cuando hace falta. Hemos hablado de amor maduro y
esto es imposible sin pasar por la garlopa del sufrimiento.
Sospecho que todas esas
personas encantadoras a las que he aludido, pienso que hay muchísimas, han
tenido que tragar bastante quina en
su vida. Quizá sea verdad que para saber reír haya que haber sabido llorar. No
amanece desde la luz, sino desde la oscuridad. De todos modos, a veces el dolor
es demasiado intenso y profundo, desproporcionado para las fuerzas humanas. Es
como si un vendaval arrancara de cuajo el tejado de nuestra casa. Entonces, con
la casa rota, uno puede ver con más facilidad el cielo, tan solo hay que
levantar la cabeza. Un hombre es un centauro hecho de materia y fuego divino;
si se apaga el fuego lo que quedan son cenizas. Pero el fuego quema; es decir:
duele y purifica.
Motivos para la alegría
El buen humor, en ocasiones,
es el embajador de la alegría y se basa en las limitaciones reales de la vida,
tomadas con salero. A Chesterton le dijeron una vez que dejara de escribir y
marchara a luchar a la guerra; él contestó que con solo darse la vuelta estaba
en el frente de batalla –era un hombre espléndidamente gordo, declarado inútil
para refriegas bélicas-.
El verdadero buen humor no
es la mordacidad ni el sarcasmo. Tampoco es la pusilanimidad del que sólo busca
ridiculizar al mundo y a los demás. El buen humor tiene que ver con el buen
amor por el que se dicen cosas simpáticas y agradables con medida. La simpatía
no es la algarabía del meloso que puede esconder un corazón de piedra. La más
humana cordialidad puede encubrirse tras el rostro de una persona adusta con
cara inicial de pocos amigos, pero con solicitud de servicio e ingenio para
encontrar las chispas de la vida; y las chispas pueden hacer prender un bosque.
Se ha dicho que un hombre sin alegría es como un bosque sin pájaros. Quizá es
que los pájaros están dormidos.
Para desanimar más a un
desanimado lo mejor es urgirle así: ¡Anímate
hombre! Es como decirle a un cojo... ¡Quieres
andar de una vez, caramba!; o quizás gritar a uno que se ahoga indicando
con resolución: ¡Haga usted el favor de
nadar! El animador desconoce por completo el clima de zozobra o debilidad
de su sufrida víctima. A veces es preferible callarse y quedarse cerca de la
persona necesitada y empezar por ofrecer una discreta sonrisa. Nada más y nada
menos.
Hay muy diversos motivos
para la alegría. Los comentaristas de los partidos de España en el último
mundial de fútbol de 2010, ante las victorias del equipo español, exultaban
diciendo a pleno pulmón ¡Qué felicidad,
qué alegría! Los hay incluso, es bien sabido, que disfrutarían más viendo
perder a su equipo rival que viendo ganar al suyo propio...Ante todo libertad. En fin, un examen superado, una oposición
ganada, un amor correspondido...Son innumerables los motivos que causan
alegría. Pero tenemos experiencia de que la alegría puede ser como una tormenta
de verano. Ya dijimos que somos seres que piensan, de vez en cuando, y necesitamos
captar el por qué de las cosas y el de nuestra propia vida.
Solo una misión a la altura
de la dignidad humana es lo que llena una vida. Puede que nos resulte
apasionante la repoblación de truchas o inventar un buscador mejor que Google;
es probable que nos realizara muchísimo descubrir la vacuna contra una grave
enfermedad o dar trabajo a muchas personas; todo esto son cosas muy buenas.
Pero una misión es un encargo de otro para quien la lleva a cabo.
Todos los cursos suelo
explicar a mis alumnos una cosa, procurando que sea antes de comer. Les digo
que se imaginen una mesa llena de hamburguesas calientes, patatas fritas
crujientes y coca-colas. Sin embargo se nos prohíbe maliciosamente el paso
hacia este manjar y no podemos atraparlo. El resultado es que esas cosas tan
buenas al día siguiente se han echado a perder y no hay quien se las trague.
¡Qué pena! Continúo la alimenticia exposición diciendo que nosotros somos una
especie de hamburguesas libres y que cuando nos sabemos buenos, queridos –por
alguien que nos quiere de verdad y no como a una hamburguesa- es entonces
cuando nos damos con alegría.
Solemos asociar la alegría
con estar alegres, sentirse alegres. Quizás sea mejor relacionar la alegría con
ser alegres, conocer los motivos de una auténtica alegría y actuar en
consecuencia, aunque el sentimiento no acompañe demasiado. Los cristianos
tenemos muchas razones naturales comunes a personas de otras religiones o de
ninguna. Pero además creemos que la Alegría misma pasó por un dolor tremendo
para hacer a los hombres hijos de Dios, porque nos quiere inmensamente.
Con salud o sin ella, con
ánimo alto o por los suelos, con ganas de comerse el mundo o de no salir de la
cama, un cristiano coherente ha descubierto la raíz de la alegría porque no la
ha fabricado él, porque no es consecuencia de méritos propios, sino porque es
un don divino, una llama luminosa y animante que nos hace entender entonces que
la alegría consiste en hacer la Voluntad del que me ha enviado.
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