Si el sol se fuera alejando
lentamente y haciéndose cada vez más pequeño, comenzaríamos rápidamente a
valorar mucho más su existencia. Han existido personas que lo han valorado en
gran medida, sin necesidad de ningún extraño fenómeno cósmico; entre ellos esta
Tomás de Aquino (1224-1274).
En su época, el siglo XIII, algunos le acusaron de querer explicar el
cristianismo con razonamientos de paganos. Actualmente, otros paganos le acusan
de explicar con razonamientos cristianos la verdad del mundo. Ciertamente Tomás
fue cristiano, pero entendió tal condición algo como universal, abierta a los
razonamientos y logros de todo tipo de personas que se esmeraron por
desentrañar las verdades de la existencia. Este dominico napolitano tuvo gran
confianza en la razón humana, en la sinceridad del mundo y en la apertura a una
causa superior del sentido de la existencia. Siempre entendió la razón y la fe
como dos factores en sinergia mutua y con autonomía propia.
Asumiendo, entre otras, las enseñanzas de Platón, Aristóteles y Agustín de
Hipona, entendió con claridad que el ser se dice de muchas maneras y que la
existencia de los seres limitados solo puede sostenerse gracias a la existencia
de un ser necesario, cuya infinitud es inmaterial. El hecho de que cosas y
personas existamos, pudiendo muy bien no haberlo hecho, le hace concluir en que
hay un ser que existe por sí mismo, y del que los demás dependemos. Este ser
nos introduce en la eternidad, que es, no una inmensa sucesión de tiempo, sino
un continuo presente. Un ejemplo, con todas sus limitaciones, puede ser
ilustrativo para explicar las relaciones entre lo eterno y lo temporal: un
proyector hace posible la visualización de una película. El proyector sostiene
la película en cada momento y, sin embargo, es distinto y trascendente a ella.
Tomás de Aquino, que no entendía mucho de proyectores ni de películas, podría
haber añadido que la realidad es una película con personas libres. Chesterton,
defensor de las ideas tomistas, decía que " el mundo es una novela donde
los personajes pueden encontrarse con su autor".
La aventura de la fe fue para Tomás, al mismo tiempo, la aventura de la razón.
En su vida no puede entenderse una sin la otra. Jamás le hizo decir a la razón
lo que no podía decir por sí sola, ni a la fe lo que la razón podía decir por
su propia autoridad. Entendió la razón como un ejercicio de lógica y comprendió
la fe como un ejercicio de amor. Respetó el salto abismal y cercano entre lo
meramente razonable y lo aceptable en virtud de la autoridad del que revela. No
miró hacia abajo, sino al frente y hacia arriba, y saltó con determinación y
confianza. Desde la orilla de la fe no vio un mundo desfigurado y absurdo, sino
un mundo bueno y a un hombre muy bueno - pese a la dolorosa presencia del mal-
con una perspectiva de conjunto, que afirmaba los pasos firmes y seguros de la
lógica abierta a la complejidad de lo real.
Definió al hombre como "el ser que elige sus propios fines",
una definición audaz para ser de la Edad Media. Pero esa autonomía humana no
puede ser desgajada de la dotación de sentido que le es dada, como condición
radical de un ser creado. Tomás no podía entender una lógica de la sospecha de
lo real o del suicidio de la felicidad, porque entendió la autonomía del
hombre como limitada y participada, acorde a su naturaleza. Como todos los
verdaderos sabios conocía sus límites, y como todos los más osados aventureros
soñó con ejercitar al máximo sus posibilidades. Fue un atleta que corrió lo que
pudo con sus propios músculos, pero no rehusó subirse a una especie de avión
intelectual para conocer continentes nuevos, y ver desde arriba la tierra donde
le gustaba ejercitar su razón y su corazón. Su visión panorámica no le alejó de
su mirada pegada al terreno.
Frente a una mirada cansina y puramente evolutiva de la realidad, experimentó
profundamente el prodigio de la existencia, del mundo y de sí mismo. Esto le
ayudo a estudiar con interés el formidable espectáculo del mundo, especialmente
de sus semejantes.
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