Ser querido, dejarse querer, parece lo más natural del mundo. Se ve muy
claro en los niños y en los ancianos; y en todo el mundo. Sin embargo, en
épocas más o menos largas, nos cuesta aceptar el aprecio de los demás aunque en
el fondo lo deseamos.
Nuestra autonomía, incluso en el
darse, puede impedir algo que tal vez es más importante que querer: aceptar ser
querido. La razón es quizá sencilla: nadie da de lo que no tiene. Nadie que no
haya sido querido sabrá querer. Querer a otra persona, como dice Pieper, no es
quererla para mí sino querer lo mejor para ella. Ser querido es por tanto ser
dignificado, ser dotado de sentido, de valor.
Ser querido es en
cierta manera permitir que nuestra identidad dependa de otro, por esto puede
dar algo de apuro. Ser querido es aceptar la unión con las demás personas, y
supone -si se puede hablar así- perder algo de casta para ganarlo de
personalidad. Aceptar ser querido es la base para querer; y sólo quien se sabe
muy querido sabrá querer y darse con toda su persona.
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