¿Qué puede
ofrecerle un dominico del siglo XIII a un joven del siglo XXI? Parece una
cuestión no muy fácil de responder. ¿Era Tomás de Aquino guapo, divertido, un
“crak”? Eudaldo Forment, uno de sus más ilustres biógrafos, insiste en su buena presencia: Tomás era un
hombre grande, fuerte y parece que algo rubio. De temperamento reservado, no se
prestaba a hablar mucho. Por estos motivos sus compañeros de estudios le
apodaban el “buey mudo de Sicilia”. Era italiano, pero su estilo de vida no le
permitía estar a la última en moda. Sin embargo, fue una persona -un joven y un
adulto- intensamente feliz. Su inteligencia era inmensa. Tenía en la mente una
especie de bomba atómica intelectual y por esto su doctrina se asemeja a una
central nuclear de energía que ha iluminado a occidente y al mundo entero hasta
nuestros días.
Su familia
era de alta posición. Cuentan del pequeño Tomás que, con cuatro años, andaba
por los pasillos de su casa-castillo en Roccasecca repitiendo:”¿Quid est
Deus?”¿Quién es Dios?... Mucho más tarde, momentos antes de la muerte de
Tomás ocurrida cuando tenía 49 años, el sacerdote que atendió al eminente y reconocido sabio
comentó lacónicamente: ”Ha sido la confesión de un niño”.
Amar la verdad
Tomás de
Aquino estaba vitalmente a favor de que el mundo es bueno y el hombre muy bueno
–cuando quiere-. El universo se le presentaba como un inmenso videojuego real
del que había que desentrañar miles de misterios y posibilidades. Creía
firmemente en que la verdad hace posible la libertad y, por este motivo, no
tuvo ningún escrúpulo en aceptar la verdad viniera de quien viniera. En sus
obras cita constantemente a Aristóteles, quien no fue cristiano – hace XXV siglos
no era asequible serlo, al menos explícitamente- y a otros autores paganos,
ante el recelo de algunas autoridades académicas de su época.
Investigó
apasionadamente la verdad de la realidad con la misma ilusión que los
buscadores de oro. Tenía una firme convicción en que la razón humana estaba
adecuada a la verdad de la realidad. Al mismo tiempo se daba cuenta de que el
mundo era mucho más grande que nuestra inteligencia. Creyó y entendió, como
Chesterton diría siete siglos después, que toda la lógica depende de un gran
misterio. Por esto, además de demostrar de modo notorio, metódico y lógico, la
existencia de una primera causa trascendente al mundo -a través de cinco
sesudas vías o pruebas-, encajó magistralmente la razón y la fe; la Filosofía y
la Teología, con la ayuda de Dios. Como si de un arco románico se tratara
vislumbró que la verticalidad del hombre se completaba y adquiría sentido con
la cúpula del cielo, haciendo del mundo un hogar.
Desenmascaró
miles de errores con la pura razón, siendo extremadamente caballeroso respecto
a las personas que habían sostenido equivocaciones, con una excepción: llamó a
un escritor –eludimos su nombre- “stultissimus” –algo así como tonto de remate-
por afirmar que Dios –el ser supremo y pleno en actualidad- se identificaba con
la materia prima –la pura indeterminación-.
Un torrente de ilusión
Su prestigio
académico internacional fue notorio, hasta el punto de que el rey San Luis de
Francia quiso agasajar a Tomás -que había impartido brillantes lecciones académicas en la universidad de París- con una comida,
donde se dieron cita personalidades destacadas del momento. Tomás, totalmente
abstraído del mundo que le rodeaba en aquel encuentro, prosiguió razonando
sobre uno de problemas intelectuales a los que daba vueltas con la misma
fruición que un goloso degustando bombones de licor. Al margen de toda la
parafernalia de la corte pegó un poderoso puñetazo en la mesa, ante el asombro
de todos los comensales, excepto de uno. El rey francés, que le conocía bien,
ordenó al punto traer pluma y pergamino para Tomás, quien con notoria
satisfacción exclamó: “Ya tengo el argumento contra los maniqueos”. Se acababa
de percatar de que el mal no puede subsistir por sí mismo; no puede tener la
misma fuerza que el bien, frente a lo que decía la secta maniquea. El mal, en
todo su pavoroso conjunto, no es más que desorden. El bien de los seres es una
apoteósica arquitectura de verdad, armonía y sentido; el universo es como una
inmensa bóveda de cañón con cruceros y ábside abiertos a la luz. Los males son
la herrumbre y los vacíos –de importancia trágica- en una gloriosa
construcción; pero no son nada en sí mismos. El bien, en toda su gradualidad de
realidades, tenía más orden que materia, más finalidad que orden y más
misericordia que cálculo. Algo análogo a lo que se dice de la catedral de León:
tiene más vidrio que piedra, más luz que vidrio y más fe que luz.
La ilusión de
los arqueólogos al descubrir las joyas de un faraón o la de los niños al
levantarse el seis de enero y ver los regalos de los Reyes Magos, es la que
llevaba a Tomás a bucear en las profundidades de las leyes de la vida con un
orden mental riguroso y una apertura de posibilidades asombrosa a la hora de
resolver problemas.
Esta
semblanza podría llevar a la idea de un cierto angelismo e ingenuidad para lo
vital en Tomás. De angelismo si podemos sospechar ya que escribió un extenso
tratado sobre los ángeles, que le valió el título de Doctor Angélico. Los
ángeles, contra lo que pueda parecer, son más atractivos que los duendes o que
las leyendas más inverosímiles, porque quienes creen en ellos los consideran
seres reales y los que no les dan crédito no se resignan totalmente a ser unos
desangelados. Respecto a su ingenuidad hay una conocida anécdota de su
juventud. Dada su mansedumbre y capacidad de escuchar, otro estudiante de su
colegio le comentó: “Venid Tomás a ver un burro que vuela”... Acudió raudo
nuestro joven pensador que, aunque parco en palabras, dijo algo significativo
después de las carcajadas de su compañero: “prefiero pensar que un burro vuela
a que un hermano mío me mienta”.
El núcleo de su
filosofía
Dios está en
el mundo sin confundirse con él , del mismo modo que un rayo de luz está en un
lago sin mojarse. O, si se prefiere, el Ser supremo está en el mundo de un modo
análogo a como un proyector está en la proyección de una película. Cada cosa
tiene un ser y una esencia -o modo de ser- distintos entre sí; porque el único
en quien ser y esencia se identifican es Dios.
Chesterton lo
dijo a su manera: “El mundo es una novela donde los personajes pueden
encontrarse con su autor”. Tomás tenía otro estilo, del que intentaremos dar
una breve pincelada de un modo divulgativo: No somos grandes vegetales ni
pequeños dioses; somos hombres. Como ya dijo Aristóteles, el ser se dice de
muchas maneras. El ser que es por sí mismo –“Yo soy el que soy”, “Yahvé” (Ex 3,13-14)- hace participar a los seres creados del
asombroso mundo de la existencia, según la naturaleza de cada uno. El ser
supremo se identifica con su inteligencia y con su voluntad; es decir: su
inteligencia y voluntad son capaces de crear. Cada cosa tiene un vestigio de
Dios; el hombre –por ser racional y libre- tiene la imagen divina. Digamos, por
ejemplo, que un vestido de mi hermana tiene semejanza de vestigio respecto a
ella, y que una foto suya tiene semejanza de imagen. La participación en el ser
de Dios hace del cosmos una familia relacionada.
Una sola
persona vale más que todas las galaxias pero, ni por esas, somos necesarios en
el sentido metafísico del término. Ya lo dijo una artista: ‘la vida es como un
jardín prestado; espero haberlo cuidado bien’. Dios ha querido, libremente y
sin necesidad ninguna, crear un universo para que otras personas participen de
su felicidad: somos porque Dios nos quiere.
Tomás vio
sinergia en la relación entre fe y razón, no oposición. Por este motivo su
libro principal fue el crucifijo: la inefable respuesta de Dios a un mundo
querido, pero roto. Ocurre entonces, con una dinámica supranatural, que la
relación entre Dios y el mundo se invade de una alegría blanca y radical que
solo las penas de nuestra vida mitigan, para hacernos madurar.
El mundo, la carne y
la juventud
De todos
modos, las especulaciones de Tomás de Aquino y su vida serena dentro de
conventos pueden parecer muy distintas de nuestro mundo acelerado, de las
explosivas noches de movida juvenil, y del culto a la imagen y al cuerpo tan al
cabo de la calle. Pienso sinceramente que no es así. No consta que Tomás de
Aquino supiera esquiar pero valoraba en mucho la nieve, los árboles, los ríos y
todo lo real...¡Cuanto más valoraría a la persona humana! Tomás sabía que el
culto no es para el cuerpo sino el cuerpo para el culto; para el amor. La
corporeidad humana la entendía transida del valor y dignidad de un alma libre e
inmortal. El cuerpo adquiere así su mayor atractivo porque posiciona un
espíritu con personalidad propia, con virtudes, con iniciativa, con una visión
positiva de la vida y un realismo propio de cada edad. Un realismo que hace
avanzar en grados de sabiduría a lo largo de la vida.
Tomás, en sus ratos de reflexión y de
alegre convivencia, valoró más la compañía que la comunicación, sin desdeñar a
esta última. Le fueron gratas tantas imágenes que le servían de puentes
levadizos para entender el por qué de los seres y de sí mismo; pero él no
funcionó de cara a la galería. Desde sus pensamientos en claustros y en aulas
universitarias, su férrea disciplina mental y su vida de austera pobreza
construyeron una cosmovisión que ha sido mundialmente valorada y definida por
la Iglesia Católica –Universal- como la metafísica natural del conocimiento
humano. San Juan Pablo II, de acuerdo con sus predecesores, afirmó que el
pensamiento de santo Tomás “alcanzó cotas que la inteligencia humana jamás
podría haber pensado. (“Fides et ratio”, 44).
Hoy, desde nuestra vertiginosa sociedad
de la imagen y de la comunicación no está la solución –al menos para una gran
mayoría de personas- en retirarse a vivir a idílicos lugares de paz; aunque sea
bueno y bonito conocerlos. Lo que si parece
conveniente es tener un castillo amurallado en la personalidad. Esta
valiente fortificación empieza a construirse por una sólida educación de la
mente y de la voluntad. Profesores que conozcan bien la obra tomista,
asimilándola personalmente y enriqueciéndola con otras valiosas aportaciones,
pueden ayudar a conectar la austera y rigurosa lógica del tomismo con las
aspiraciones más profundas y actuales de la persona humana. Tomás de Aquino ha
dicho mucho con su vida y con su obra; pienso que muy especialmente a la
juventud, con la que siempre quiso estar”.
José Ignacio Moreno
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