La ancianidad supone, en cierto sentido, una especie de vuelta a la infancia,
a la vida especialmente dependiente. El comportamiento más humano con las
personas de edad avanzada es ofrecerles respeto, paciencia, cariño. Lo mejor
para ellos, como para todos, es saberse queridos. La citada actitud de respeto
es la mejor de los más jóvenes porque este comportamiento les hace más humanos,
al esforzarse por ayudar a sus mayores.
El trato que dispensemos a nuestros mayores es una radiografía de la
moral de nuestra sociedad. El hecho de que pasen a un estado de menor
efectividad y mayor dependencia, tiene que ser un motivo para demostrar que lo
que realmente nos importa es el trato humano, digno y familiar para con las
personas que invirtieron tantos esfuerzos para sacarnos adelante en la vida. En
nuestra sociedad es muy necesaria impulsar una ética del cuidado [1]. La
pérdida de autonomía en la vejez o la enfermedad se considera a veces como un
lastre para la dignidad. Incluso es una de las razones que se alegan para
justificar la eutanasia. Pero la dependencia y el cuidado son dos realidades
recíprocas que enriquecen nuestra ética personal y social.
Los estados de dependencia dan
lugar, en ocasiones, a circunstancias difíciles de sobrellevar, tanto para el
interesado como para sus cuidadores. Ante situaciones dolorosas graves y prolongadas,
están surgiendo iniciativas legales a favor del suicidio asistido. Esta
apelación al “derecho a morir” surge a partir de una mayor valoración de la
autonomía de cada persona ante estados de muy mala calidad de vida, que son
vistos como indignos para quien los padece. Sin embargo, estos planteamientos
nacen de opciones marcadamente individualistas que llegan a modificar
sustancialmente las relaciones entre las personas enfermas y quienes las
asisten. Se olvida que el modo de afrontar los estados de dependencia, aunque
sea severa, ayuda a construir una sociedad solidaria basada en la confianza y
el cuidado.
Lourdes Gordillo, Profesora de
Filosofía de la Universidad de Murcia, se pregunta en un artículo[2] si
la autonomía es el fundamento de la dignidad humana. “Ser autónomo –dice– no
consiste en no tener vínculos; la autonomía es saber asumir los propios
vínculos para comprender cómo compaginar la condición finita del hombre y su
inconmensurable dignidad humana” . La autonomía, la capacidad de decisión, no
puede olvidar los límites de la propia naturaleza que nos ha sido dada.
También el filósofo alemán
Robert Spaemann mantiene, en su obra “Límites. Acerca de la dimensión ética del
actuar”, que las leyes favorables a la eutanasia tienden a olvidar que la persona
trasciende sus estados de salud. Concretamente afirma que “el suicidio es por
tanto el acto del olvido de uno mismo, mediante el cual una persona da fe de
que se entiende a sí misma solo como un medio para alcanzar o conservar estados
deseables”.
El suicidio surge de un error
antropológico que tiene graves consecuencias sociales. Para el citado autor,
“cuando la ley permite y la moral aprueba que uno se mate o haga que le maten,
de repente el viejo, el enfermo, el necesitado de cuidados, se vuelve responsable
de todos los esfuerzos, costes y privaciones que sus parientes, cuidadores o
conciudadanos hayan de asumir por él. Ya no es el destino, la moral o la obvia
solidaridad lo que exige de ellos ese sacrificio, sino que es la propia persona
necesitada de cuidados la que se lo impone, puesto que podría fácilmente
librarles de ello. Hace a otros pagar el hecho de que es demasiado egoísta y
cobarde para hacerse a un lado”.
Desde una inicial compasión se
llega a una postura profundamente anticompasiva, que dice tácitamente al
enfermo y anciano mediante el suicidio asistido: “por favor, ahí tiene la
salida”, escribe Spaemann. Este filósofo alemán recuerda también lo que ocurre
en “Holanda, país en el que ya un tercio de las personas a las que se mata
anualmente de forma legal –se trata de miles– no han muerto a petición propia,
sino por decisión de parientes y médicos que consideran que se trata de vidas
que no merecen ser vividas”.
Alasdair MacIntyre, que fue
profesor de Filosofía en la Universidad de Notre Dame (EE.UU.), explica en su obra “Animales racionales y
dependientes” que el ser humano es vulnerable y dependiente, y esta dependencia
es uno de los rasgos más radicales que se expresan en su condición humana: “el reconocimiento
de la dependencia es la clave de la independencia”, afirma. Considera que el
desarrollo de nuestra especie pasa por admitir nuestra condición de animales
dependientes y vulnerables, característica que compartimos con otros animales
no humanos.
Para MacIntyre, la comprensión
de sabernos necesitados permite el florecimiento de la comunidad. Hay un bien
común que me lleva a saberme necesitado de la ayuda del otro, y a ayudarle.
También habla de las “virtudes de la vulnerabilidad y la dependencia” y escribe
que “es necesario poder confiar (…), no solo en los intercambios rutinarios de
la vida cotidiana, por importantes que sean, sino también y muy especialmente
cuando uno pueda ser una carga y una molestia por causa de alguna
discapacidad”.
El lugar más adecuado para la
ayuda es aquel donde la persona nace, crece, se desarrolla y muere: la familia.
La familia, a su vez, necesita relacionarse con asociaciones o residencias con
potencial solidario que desarrollen una “justa generosidad” con las personas
dependientes. Aplicarse al cuidado es promover una tradición moral donde el
cuidar es constitutivo de la vida moral.
Con este enfoque positivo de
la dependencia concluyó un informe del Consejo de Bioética norteamericano en
2005, bajo la dirección de Leon Kass. Allí se afirma que “nuestro deber con el
enfermo, anciano o inválido es cuidar de su vida, ya le quede mucha o poca, y
cualquiera que sea el estado en que lo encontremos (…) La eutanasia y la
cooperación al suicidio son opuestas a la ética de los cuidados a las personas
discapacitadas. Tales prácticas han de ser rechazadas siempre (…) nadie puede
pensar con plena sinceridad cómo cuidar del mejor modo posible la vida que el
paciente tiene ahora, si acabar con su vida se convierte en una posibilidad de
tratamiento siempre disponible”.
Es decir, contemplar tal
posibilidad vicia radicalmente las relaciones entre los enfermos y sus
cuidadores. El informe recuerda que “la vejez y la muerte son, en último
término, no problemas que resolver, sino experiencias humanas que se deben
afrontar”.
El cuidado de las personas
dependientes exige preocuparse no solo por su cuerpo, sino también de su
situación anímica. El filósofo español Ricardo Yepes escribió en sus
“Fundamentos de Antropología” que “el corazón humano es el lugar donde nace y
muere el sufrimiento, y es ahí donde hay que curarlo”. Este autor explica que
cuidar y curar no solo es aliviar el dolor físico, sino también el sufrimiento
interior. En este sentido, Laín Entralgo subrayaba que “el buen médico ha sido
siempre amigo del enfermo”y Spaemann afirma que “el médico representa ante el
paciente la afirmación de su existencia por la comunidad solidaria de los
vivos”. Cuando existe este apoyo incondicional, es raro que surjan peticiones
de eutanasia.
Esa relación entre cuidadores
y dependientes no solo solventa unos problemas corporales, sino que robustece
la fibra ética de la sociedad. Agustín Domingo Moratalla, profesor de Filosofía
Moral y Política de la Universidad de Valencia, explica en “El arte de cuidar” cómo la atención a los
dependientes se ha convertido en una de las categorías centrales de la ética
contemporánea . Y pone en relación el cuidado con la capacidad de escucha, el
diálogo interdisciplinar y la disponibilidad para la verdad.
Para este autor, “aplicarse al
cuidado es promover una tradición moral donde el cuidar es constitutivo de la
vida moral. El cuidado nos mantiene despiertos, alerta y vigilantes para que
nuestra fragilidad, dependencia y vulnerabilidad no sean planteadas como
defectos o imperfecciones, sino como oportunidades de plenitud. El cuidado
transforma en diligentes las iniciativas de racionalidad humana y, lo que es
más importante, evita situaciones de negligencia, descuido y olvido de la
responsabilidad (…) Si nos olvidamos del cuidado o le damos la espalda en la construcción
de los saberes podremos tener ciencia, técnica, filosofía o incluso
conocimiento, pero no tenemos una auténtica vida moral”.
El cuidado se revela como un
valor ecológico universal, que atiende en primer lugar a las personas. La
autonomía del enfermo es así máximamente valorada, en una actitud solidaria que
busca el bien personal y el bien común en todos los momentos de la vida,
también en los de dolor. Las etapas de dependencia y limitación no están
exentas de sentido humano, en una relación de confianza y amistad entre
enfermos y cuidadores.
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