La armonía se basa en la
complementariedad y proporción entre la igualdad y la diferencia. Un cuadro en
el que un motivo se repitiera innumerables veces puede resultar aborrecible. Un
caos, donde cada parte no tiene nada que ver con las demás, estrecha el alma.
La estética que aquí se expone depende de la armonía, de la interdependencia,
del valor de la singularidad en una relación de conjunto.
Una lógica basada en la pura materia y en el utilitarismo todo lo reduce y
unifica a átomos, a ceros y unos trasladables a un ordenador. Las cualidades no
serían más que distintos aspectos de la cantidad. Así, una ciencia avanzada de
puro dominio sobre la naturaleza sería capaz de transformar, más o menos, unas
cosas en otras.
La lógica de la creación, sin negar las características de la materia, da
prioridad a la cualidad, a la idea, al sentido de cada realidad como
configurador de su naturaleza o modo de ser. Los seres dependen unos de otros,
pero no son reducibles a fórmulas matemáticas comunes. Existen realidades
complementarias tan bellas como la mañana y la noche, la lluvia y el sol, el
hombre y la mujer. La última de ellas requiere hoy, como siempre, de nuevas
clarificaciones. Quizás una importante sea la de aceptar la propia condición
sexuada. El hombre no sabe quién es sin la mujer, pero tampoco la mujer sabe
quién es sin el hombre. La actual defensa de la igualdad de la mujer respecto
al hombre es justa y necesaria. Pero siempre que no se pretenda hacer de la
mujer una especie de copia del hombre: eso sería la mayor injusticia hecha a
las mujeres. La mujer es más decisiva que el hombre: vital, afectiva y comprensivamente.
La mayor presencia de los hombres en la historia de la vida pública, no es sino
el envés de la mayor presencia de las mujeres en la vida privada, un ámbito
mucho más decisivo para la persona humana.
La mujer es más receptiva que el varón: biológica, psíquica y espiritualmente:
puede comprender más, sufrir más y amar más. Aunque tiene igual dignidad que el
sexo masculino, sus condiciones reflejan mejor la condición de criatura que nos
es propia. El ascenso de la mujer al mundo académico y laboral es un feliz
logro histórico, en el que queda mucho trecho por recorrer. Pero sí ese ascenso
profesional se realiza a costa de un descenso antropológico, denostando valores
tan claves como el de la maternidad, se produce un desorden muy grave.
La lógica de la creación lleva también a la lógica de la natalidad, de la
celebración de la vida surgida del amor; engendrada en la belleza, como diría
Platón. Pues bien: una cosa es tener los hijos que cada uno estime oportunos, y
otra es establecer una radical separación entre la sexualidad y la paternidad.
En este desgarro, surge una mentalidad anticonceptiva y abortista que niega la
condición humana del hijo en gestación. La actual industria mundial del aborto,
la eliminación planificada y legalizada de millones de vidas humanas, es una
especie de oscuro suicidio. Sí un hombre y una mujer aman su propia vida, con
sus luces y sombras, encuentran sentido para hacer de su amor vida personal en
los hijos. Cuando no se ama la propia existencia no hay motivos suficientes
para trascenderse en los hijos. Existen motivos diversos y urgentes para promover
la natalidad: el recambio generacional, la sostenibilidad de las pensiones, o
la elemental evidencia de que a cada uno de nosotros sí nos permitieron nacer.
Pero la raíz más íntima del problema pienso que está en la aceptación de la
propia condición humana individual, una aceptación que es imprescindible para
poder mirar al mundo con esperanza, siendo así transmisores de la vida.
Promover mejoras sociales, fomentar condiciones de igualdad laboral entre
mujeres y varones, solucionar aberraciones como la violencia machista contra
las mujeres, son una urgencia social inaplazable. Pero otra cosa distinta es
dinamitar los fundamentos de la familia y de la sociedad. La mirada del padre y
de la madre se encuentran en la de los hijos, en un círculo virtuoso. Si solo
se encuentran dos miradas que no quieren dar vida, la pasión momentánea no es
más que un egoísmo que puede dar paso al desprecio o al odio.
Como el mundo es duro y paradójico, no son pocos los matrimonios que quieren
tener hijos pero su biología no acompaña su decisión. Sabedores que un hijo no
es un objeto, ni un derecho manipulable artificialmente, ejercen su paternidad
moral respecto a hijos de otras personas. Estos padres, pues la paternidad no
se restringe a la biología, pueden llegar a tener una visión de la filiación y
de la paternidad mucho más profunda que los padres que sí tienen hijos. Esto se
debe a que, aceptada la situación personal, las personas y las situaciones se
valoran mucho más cuando, pese a amarlas, no se tienen.
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