Los veranos de la infancia, junto a la orilla del mar, son
recuerdos de felicidad. Entonces no había reloj, ni tareas, sino tan solo un
día en el que jugar y disfrutar, sabiéndonos acompañados por nuestros padres.
Aunque también aparecían algunos miedos; la mayoría de las veces se trataba de
fantasmas de que la propia imaginación sugería cuando uno se sentía solo.
La adolescencia enjuicia y critica la sencillez y seguridad
de aquellas playas. El jovencillo se quiere despegar de la costa y, al no saber
navegar bien, da muchas veces vueltas sobre sí mismo en una actitud tan
mareante como divertida para el observador. Es ahí cuando aparecen el deseo de
aventuras, apuntaladas por las buenas referencias; o, por el contrario, los
tristes pasos para iniciarse en derroteros peligrosos, solitarios, o mal
acompañados. Algunos se extravían, otros muchos vuelven a la seguridad de la
orilla. Poco después, hay quienes se aventuran a meterse mar adentro con la
compañía de guías expertos. Surgen luminosas jornadas de mar, con velocidad en
la nave, abundancia de pesca, y alegres canciones de marinos.
Pasado el tiempo, pueden surgir problemas: una conducción
imprudente, una galerna, incluso un vuelco de la embarcación. En esos momentos
de zozobra, el barco y los marineros se salvarán, si sabiamente se dejan ayudar
por naves de aventureros amigos. Tras largas jornadas de reparación, parece que
se ha perdido fuerza y tiempo; pero no es así. Se ha aprendido que la aventura
se vive en equipo, y que la fuerza del mar requiere mucha ayuda y orientación.
También se escucharán cantos de sirenas, en islas llenas de
atractivo y falsedad. Algunas embarcaciones se pierden buscando encantos
mentirosos. Los que quieren seguir el rumbo correcto, más que atarse al mástil
como Ulises, trazan una trayectoria inteligente y huyen con valentía de la
atracción que descamina.
Componen la vida de los navegantes maduras jornadas de sol y de
estar contentos, largos días de niebla y frío, noches huérfanas de luna, junto
con otras llenas de encanto y estrellas. A veces acontecen dramas difíciles de
entender. Otros momentos son de enorme satisfacción, al descubrir nuevos veleros
que se suman a la aventura. En ocasiones cuesta descubrir el gran valor de una
navegación sencilla, llena de trabajo, pero segura y en la dirección precisa.
Los días son muy parecidos; pero si se entona la canción del marino con
frecuencia, y se comparte el alimento que da vida, permanece en el alma el
aroma de la dirección acertada y la alegría de forjar rutas buenas para los que
vendrán después.
El marino veterano ve tormentas, intuye nuevos peligros y
siente deseos de amarrarse en algún puerto apacible y cercano, que no es el
rumbo a seguir. Pero continúa. Junto a sus compañeros, divisa luces de gloria y
nuevas tierras unidas al cielo del horizonte. Se da cuenta entonces de la
necesidad de subir más el ancla, de aligerar el peso, de revivir la juventud de
la decisión. Por el día mira al Sol y por la noche a la Estrella mayor, tan
maternalmente amable. Sabe que buenos amigos ya han llegado a un nuevo mundo,
atisba sus señales de triunfo, pero no se siente totalmente seguro de poder
llegar. Es la hora de poner esfuerzo, sí; pero dándose cuenta de que la
maravilla de la misión humana requiere de dejarse llevar por vientos adecuados,
y por marinos más expertos. Qué estupenda satisfacción se experimenta entonces.
Cuando el barco, ya gastado por la travesía, experto en
humanidad y limitaciones, se dirige a nuevas angosturas y reveses, lo hace con
la seguridad de que al final del mar, donde está la nueva tierra, solo se puede
llegar mirando al Cielo. Y en alguna curva del camino logrará ver, llena de luz
blanca y de certera alegría, la meta: un mundo glorioso donde aparecen renovados
la playa de la infancia, y la alegría de padres, hermanos y amigos. Todo
aparece bajo la mirada divina, comprensiva, paciente y amantísima, de la
aventura de la navegación propia y la de tantísimos más. Llegar al puerto de la
victoria requiere saber navegar; dejándose querer, guiar y aconsejar por aquél
que camina sobre las aguas y hace enmudecer la tempestad.
José Ignacio Moreno Iturralde