Os presento un breve y nuevo ensayo sobre la felicidad. Por si veis de interés darlo a conocer. Gracias: https://www.amazon.es/dp/B0CLZ56VM8
Información sobre la fe cristiana y la dignidad humana en relación con el mundo actual
Os presento un breve y nuevo ensayo sobre la felicidad. Por si veis de interés darlo a conocer. Gracias: https://www.amazon.es/dp/B0CLZ56VM8
Un amigo me dijo una vez:
“mira que te mira Dios, mira que te está mirando”. El ripio me cayó simpático y
animante porque siempre me han enseñado que Dios es un Padre bueno.
Mirar a Dios tiene algo
de misterio: Él no es una montaña, ni un río, ni tampoco el conjunto del
universo. ¿Cómo podemos mirar entonces a alguien que ni siquiera vemos?...
Pongamos algunos ejemplos: no vemos las leyes de la naturaleza, sino sus
manifestaciones. Tampoco vemos la luz, estrictamente hablando, pero gracias a
ella vemos todo lo demás. Si observamos una película gracias a un proyector, éste
no está dentro de la pantalla, pero posibilita su emisión. Cuando vivimos la
novela del mundo, como dice Chesterton, podemos encontrarnos con su autor. Sería
una mirada de muy corto alcance afirmar que solo existe lo que se ve.
Mirar a Dios significa
querer hacer su Voluntad, entender nuestra vida como un camino que, pese a sus
dificultades, tiene todas las papeletas para culminar en una victoria
definitiva. Esta mirada supone vivir la vida con más sentido, con esperanza,
porque aspiramos a algo grandioso que está más allá de la muerte. Es lógico
querer conseguir éxitos y logros en el mundo; y muchas veces es estupendo. Pero
no es menos cierto que cuando nos miramos excesivamente a nosotros mismos,
surge un ridículo orgullo o la tristeza que se experimenta al palpar nuestras múltiples
limitaciones.
Mirar a Dios es devolver
la mirada a quien nos mira; es encontrar nuestra más genuina fuente de
identidad, que promueve la libertad personal empleada en saber querer. Dicen
que amar es como decir “es bueno que existas”. La existencia de Dios nos revela
el sentido de la nuestra: somos sostenidos en el ser y profundamente queridos.
Los horrores del mundo
nacen de los límites de la naturaleza y del mal uso de la libertad humana. El
mal surge al cortar nuestra relación con Dios, que nos une a los demás. El
error moral está en querer hacer la propia voluntad en contra del providencial
camino que Dios nos ha dispuesto, a veces difícil de entender. El sendero
divino no coarta nuestra libertad, sino que la lleva a buen puerto. El
cristianismo identifica tal camino con el propio Dios hecho hombre, con
Jesucristo. Él es el camino donde nos mira y conoce.
Por esto, cuando miramos
a Dios, cuando seguimos sus pasos, surge la alegría, divisamos nuestra
estrella, comprendemos nuestra sencilla vida personal íntimamente relacionada con
la de todos los hombres. Y aunque tengamos debilidades, aparece la paz interior
que surge de la verdad y la visión más profunda del ser humano: somos imagen y
semejanza de Dios.
José Ignacio Moreno Iturralde
Actualmente, diversas
investigaciones sociológicas nos insisten en que el género es algo cultural,
siendo el sexo algo biológico. Permítanme no estar del todo de acuerdo: por su
cumpleaños yo no regalaría a mi padre un ramo de rosas, ni a mi madre una
maquinilla de afeitar. Sospecho que, tras estas tradiciones culturales, en
parte variables, hay una nítida conexión con la naturaleza.
Cuando Aristóteles
hablaba de los géneros, entendía lo que es común a una serie de seres
similares. Tales seres se dividían según diferencias específicas. Por ejemplo,
si hablo de frutas puedo distinguir entre las naranjas y las piñas. Pero si se
pusiera de moda decir que las piñas y las naranjas son lo mismo, se empobrecería
no solo mi conocimiento de ambas, sino también el del género frutal. Con otro
ejemplo puedo afirmar que sé mejor lo que es el ajedrez, cuando distingo entre
las capacidades de cada una de sus piezas.
Con absoluto respeto a la
dignidad de todas las personas, si el sexo femenino y el masculino son irrelevantes
e intercambiables, la experiencia del género humano no se enriquece, sino que queda
ensombrecida. Voy a intentar demostrar por qué: un género de seres vivos se
debe a su generación, a su fascinante capacidad de transmitir la vida a sus
descendientes; es decir, de dar fruto. Tal generación se basa en la procreación,
posibilitada naturalmente por la distinción femenina y masculina. Suprimir esta
originaria diferencia específica, no solo distorsiona las ideas de maternidad,
paternidad y filiación; sino que además pone en jaque nuestra misma
supervivencia como especie.
Una realidad que se
imponga al sujeto humano de un modo tiránico, sin tener en cuenta nuestro modo
de ser libre, es rechazable. Pero una subjetividad personal que se enfrente frontalmente
a la realidad, supone una falta de sensatez que trae duras consecuencias para
la vida de las personas y de las sociedades.
Puede ser que Aristóteles
no guste a todo el mundo, pero entonces debe ser superado por alguien de mayor sentido
común; un sentido enormemente eficaz en nuestra vida.
José Ignacio Moreno Iturralde
* 6º o 7º día: envía un mensaje químico que suspende
el ciclo menstrual de la madre.
* Un mes: mide 4 milímetros y medio. Su corazón late
desde hace una semana.
*60 días: mide 3 cm de la cabeza a las posaderas. Tiene
manos, pies , cabeza. Órganos, cerebro.
* Dos meses: ya funciona su sistema nervioso
* Cuatro meses: se agita vivamente.
* Cinco meses: se chupa el dedo.
El que se consideraba una mórula informa llega a ser
un ser humano. No ocurriría nada igual si se hubiera tratado de un conjunto de
órganos sin más.
Datos aportados por el genetista Jérôme Lejeune.
Algún enfado en el tráfico
o en el trabajo, puede dejarnos mal cuerpo. Pero una cosa muy distinta, es
cuando se produce una discusión con alguien muy valorado y querido: un familiar
próximo, o un buen amigo. La otra persona ha tenido con nosotros un mal gesto,
una actitud negativa, y nos ha defraudado profundamente. Entonces, queda en
nosotros el amargo sabor del desengaño y el orgullo personal herido. No me
refiero aquí a actos notoriamente delictivos, con consecuencias penales, sino a
cosas de menos fuste, pero que pueden influir mucho en nuestro estado de ánimo.
Es la hora de intentar
serenarse, de dejar pasar algunas horas o días, y de pensar; es decir: de
ponerse en el lugar del otro. Quizás no solo tuvo ella o él la culpa, tal vez
una parte del problema estuvo en nosotros. Utilizar la cabeza requiere también
poner en funcionamiento de la perspectiva: La persona con la que nos hemos
enfadado probablemente ha tenido múltiples detalles buenos con nosotros, aunque
ahora nos haya fastidiado. Pienso que es importante insistir en que el sentimiento
no conoce, quien lo hace es la inteligencia y es ella quien ha de dirigir
nuestros pasos. De todos modos, la carga emocional experimentada puede ser tan
fuerte que nos lleve a tachar esa persona de nuestra cordialidad y afecto para
siempre. Tal vez consideramos ésta una actitud como señal de fortaleza y de
personalidad por nuestra parte, pero la verdad es que se trata de una respuesta
bastante vulgar. El rencor solo genera rencor, aislamiento y tristeza: un
ambiente tóxico que estrangula la cordialidad.
Aprender a perdonar puede
ser difícil; por esto, tal vez nos ayude un sabio consejo: querer querer, ya es
amar en cristiano. Si nos vemos sin voluntad de perdonar, podemos al menos
querer tenerla. El perdón nos hace ser más sensatos, positivos y mejores. Al
fin y al cabo, querer de verdad a una persona es quererla con sus defectos,
aunque en ocasiones haya que hacérselos ver con firmeza y amistad; es decir: de
un modo animante. La persona corregida, debe saberse querida por quien le hace
ver su error. Por otra parte, cada uno de nosotros también se ha equivocado,
quizás bastantes veces. También hemos podido defraudar a otros a quienes
apreciamos. Y es claro que desearíamos recibir su perdón.
Sin olvidar el valor de
la justicia y de la obligación de hacer valer nuestros derechos, probablemente
lo más humano que existe es la misericordia: el querer a los demás, sabiendo
poner el corazón en la miseria ajena. Querer es ante todo comprender, animar,
levantar. Se trata, como decía un buen amigo, de saltar por encima del propio
yo para enlazar a Dios con los demás. Entonces se calma el rostro, incluso se
esboza una leve sonrisa. La misericordia, que supone un cierto pisotearse a uno
mismo, da vida a los demás. Su poder es discreto en apariencia y enorme en
eficacia humana, porque enlaza con un misterio profundamente divino que,
asombrosamente, nos pide incluso perdonar a nuestros enemigos. La misericordia,
el perdón, es fuente de luz y de vida, y hace recobrar la alegría. Vencer el
orgullo personal y ofrecer el perdón, no es solo un ejercicio de
autodisciplina, sino un don de lo alto que hay que pedir con humildad.
Entonces, descubrimos lo más nuclear de la realidad: la misericordia es de tal
grandeza, que enlaza íntimamente con la vida de Dios.
José Ignacio Moreno Iturralde
Parece ser que Woody
Allen no fue a recoger un Óscar a Hollywood, alegando que tenía que en ese
momento estaba tocando el clarinete…Todo un personaje; pero a la mayoría de las
personas nos encantaría recibir un premio de esa categoría. Jóvenes y mayores
nos esforzamos por conseguir metas, buscamos títulos, premios y reconocimientos
profesionales. Todo esto, muchas veces -no siempre-, está muy bien.
Respecto a Dios las cosas
funcionan de otra manera: es Él quien nos busca y nos da su gracia divina -su ayuda-
en la Iglesia, haciéndonos ser hijos suyos. Además, nos propone de un modo
totalmente compatible con nuestra libertad, la posibilidad de un camino
concreto personal, de una vocación. Esto requiere, por nuestra parte, fe y
generosidad. Me dirijo a cristianos, pero Dios no se ata las manos con los
sacramentos y actúa en toda persona de buena voluntad.
Puede sucedernos que, con
el paso del tiempo, habiendo encontrado esa vocación cristiana, nos
acostumbremos a ella y no le sacamos brillo. Zarzas del camino y nubes en el
horizonte pretenden enturbiar ese gran don divino. Es hora de rezar más, de
pedirle a la Virgen una caricia maternal en la frente, para ver claro. Y
entonces, con facilidad, volvemos a divisar en nuestra vida la luz del sol por
el día, y el firmamento limpio por la noche. Entonces aparecen muchas
estrellas, y reconocemos la nuestra, que es una estrella de alegría. Nos damos
cuenta entonces de que el mayor título con el que contamos es la vocación
cristiana personal, que Dios nos ha dado por su paternal misericordia.
José Ignacio Moreno Iturralde
Era un chavalillo, ilusionado
por la vida, con fantásticos proyectos. La condición de sus padres, aunque
modesta, le permitió conocer mundo siendo joven. Pronto llegaron los cañones de
la guerra, y tuvo que ingeniárselas para sobrevivir, con admirable dignidad, en
circunstancias muy peligrosas.
Siguieron tiempos de
precariedad económica, de ayuda a sus familiares más queridos, y posteriormente
de progreso profesional. Un amor inesperado le sacó de un mundo cotidiano, en que
la mente se veía alterada, en ocasiones, por luces de bengala. Pero llegó una
luz buena: el matrimonio, esa complementariedad real y con limitaciones, le
hizo feliz.
Su vida fue muy normal.
Solía decir que la inteligencia es poner cada cosa en su sitio, y él supo estar
en el suyo. Solía sostener que cada uno no ha de aspirar a más de lo que puede,
y sin embargo, consiguió superar retos difíciles. No tenía una alta autoestima,
aunque fue lo mejor que un hombre puede ser: bueno y fiel. Era agradecido y
estuvo donde la vida le llamaba, con sentido común y una profunda confianza en
Dios. Supeditó sus ilusiones personales al bien de su familia. Aun teniendo un
buen trabajo, no logró llegar a dedicarse a lo que realmente le gustaba; y,
pese a esto, se realizó plenamente. Ante todo, le tocó la lotería en algo crucial:
su mujer; alguien que irradiaba luces de ánimo y brisas de alegría. Supo
cuidarla siempre y en la hora de la muerte. Afrontó una larga viudez, conviviendo
con la tremenda dureza de la soledad, la fuerza de los sacramentos y la relación
con su hijo, con quien logró una fantástica amistad.
Su carrea profesional no
fue una sucesión de éxitos, pero triunfó como persona. Lo que brilla en la
eternidad, pasa con frecuencia oculto en este mundo. Y él supo estar a la
altura de las circunstancias: fue un buen marido y un padre estupendo. Pienso
que su figura, limitada y modesta, se ve ahora engrandecida por luces divinas
que nos muestran la profundidad de lo humano: el enorme valor de la vida de una
persona que hizo, en lo más importante y decisivo, lo que tenía que hacer.
José Ignacio Moreno Iturralde
Ella era como una mañana
clara. Si tuviera que definirla por una característica, elegiría la simpatía.
Hija de familia numerosa, se había quedado huérfana de padre siendo muy niña;
después pasó por una guerra civil, y por otras severas circunstancias. Nada de
aquello había disminuido su arte de vivir y de trabajar. Nunca la recuerdo
ociosa, y jamás melancólica. Como un pájaro que canta en un árbol, contento de
ser lo que es, ella vivía la vida con un realismo y sentido práctico pasmosos.
Quería a la gente, se daba a sus familiares y amigos, y era muy querida por
todos los que la conocían.
Siendo su formación
académica muy escasa, por circunstancias de los tiempos que le tocaron vivir,
trataba con igual naturalidad a potentados y a modestos, y se diría que estaba
a gusto con todos. Esto era compatible con tener un carácter acusado y un genio
que podía estallar ante alguna falta de respeto, aunque esto ocurría muy de
tarde en tarde.
Y así pasaron sus días,
animando a los demás, tirando hacia arriba de todos. Muchas veces he pensado en
su aceptación de la vida de ama de casa, esposa y madre. Pienso que ella ni se
lo planteaba, y si le hablara de aceptación probablemente se echaría a reír.
Tal era su salud mental.
Era profundamente
cristiana y fiel a sus compromisos. Había logrado identificar en su vida una
profunda fe católica con un fantástico sentido de la libertad personal.
Transmitía que la vida es bonita, que la familia merece la pena y que Dios
existe.
Siempre estuvo disponible
para afrontar los retos de la vida, y supo hacerlo con valentía y decisión. Los
rigores de una larga enfermedad no minaron su alegría de vivir y su continuo
pensar en los demás. Afrontó su muerte con una fe inquebrantable, con la paz que
dan los sacramentos y, para colmo, con un sentido del humor desarmante.
¿Cuál era el misterio de
esta mujer maravillosa? … Pienso que tiene que ver con algo que iba más allá de
sí misma. Por su parte, ella supo recibir la vida con gratitud y demostrarlo
con obras de un modo sencillo, profundamente humano y muy atractivo.
José Ignacio Moreno
Iturralde
Al dar un paseo por
lugares que nos recuerdan cosas entrañables, uno puede tener nostalgia y cierta
sensación de fracaso. Pero esto se puede cambiar radicalmente y vamos a
intentar explicarlo.
Cada persona tiene
sensaciones agradables o dolorosas, que pueden ser interpretadas de modos muy
distintos. Un atleta, al límite de sus fuerzas, está feliz si en pocos metros
va a conseguir la victoria de la carrera. Un rico almuerzo, tomado después de
conocer una mala noticia familiar, puede no disfrutarse en absoluto.
También tenemos
sentimientos y afectos; que podemos seguir o, por el contrario, ponerles un
notorio stop. Hay amores que me hacen ser mejor persona y otros que no, y uno es
capaz de distinguirlos y de tomar determinaciones al respecto.
En ocasiones surgen
pensamientos, quizás aparentemente lógicos, que enrarecen nuestra mente con un
pesimismo estéril. Otras veces, intenta surgir un falso optimismo mental, que
elude nuestras culpas y responsabilidades. En cualquier caso, siempre podemos modificar
nuestros pensamientos con realismo, veracidad y esperanza.
Observamos que en cada
una y cada uno existe un núcleo personal, que es alguien que va más allá de nuestras
sensaciones, afectos y pensamientos. Este centro de la persona se relaciona con
el mundo a través de las citadas capacidades sensitivas, emocionales y
racionales. Con inteligencia y voluntad buena nos damos cuenta de la existencia
de miles de millones de semejantes; cada uno con sus inquietudes e ilusiones.
Es normal velar por los propios intereses, pero es muy bueno intentar procurar
el máximo bien para todo el mundo. Esto significa que cada persona está abierta
a vivir una vida compartida con los demás, especialmente con nuestros seres más
queridos y cercanos.
La apertura de la persona
a la realidad valora todo lo bueno de la existencia, sin desconocer los
problemas y calamidades que surgen. Pero siempre nos resulta animante e
inspirador la vida de quienes viven ayudando a los demás con alegría. Quienes
así obran, frecuentemente están abiertos a una realidad divina que compensa los
desengaños que algunos puedan ocasionarnos. Esta cima de realidad se vislumbra
como un Dios personal que puede ayudar a cambiar la intimidad de nuestro yo,
contando con nuestra libertad.
El cristianismo nos habla
de un Dios Padre cuya mirada respecto al mundo, y especialmente hacia nosotros,
es positiva y animante. Su justicia es también real, pero se trata de una
justicia fusionada con una inefable misericordia. Por muy desenfocada que
pudiera estar nuestra existencia, la aceptación libre de realidad divina puede
transformarnos de raíz, haciéndonos capaces de ser mejores. Entonces entendemos
que somos seres profundamente queridos, y que con Él y con los demás nuestra
vida cobra una luz maravillosa.
José Ignacio Moreno Iturralde
En los días de cierto
viento, es gozoso contemplar a los pájaros dejándose guiar por la brisa. Están
en su elemento, poniendo su naturaleza en función de lo que les es propio. Más
paz puede dar aún ver a unas serenas vacas, paciendo plácidamente en el campo. Sin
embargo, los seres humanos somos libres y no aceptamos las situaciones sin más
ni más; aunque algo podríamos aprender de pájaros y rumiantes.
Ante el espectáculo de la
vida, la gratitud es en muchas ocasiones la respuesta más acertada, pero quizás
no siempre la más ejercida. Tal vez se olvida que nadie ha nacido por decisión
propia, y que mucha gente nos ha ido sacando adelante a lo largo de nuestra
existencia.
El amor propio es un
motor importante para ir superando metas, pero con frecuencia se deforma
agigantándose, además de no ser un motivo suficiente en algunos repechos del
camino. Por otra parte, la generosidad es fuente de felicidad, y uno de los
motivos para practicarla es el sentido común: es muy probable que hayamos
recibido mucho más de lo que damos.
Puede haber momentos o
temporadas especialmente difíciles, que no se presten a la gratitud. De todos
modos, no podemos olvidar que cuando hemos visto a alguien llevar una situación
adversa con ánimo sereno y positivo, entendemos esa actitud como muy
significativa e inspiradora. Entonces nos damos cuenta de que superar una
dificultad supone también pensar en los demás. Si aprendemos a sobrellevar un
problema, sabremos después ayudar mejor a otros.
A lo largo de la vida, no
solemos recordar la primera vez que nos lavamos los dientes o que nos atamos
los cordones de los zapatos. Nuestra memoria se nos va a personas a quienes
queremos, o a compromisos libres e importantes que adquirimos con otros. Entre
ellos destacan los familiares. Por esto hay que cuidar mucho, en la medida de
lo posible, las relaciones de filiación, paternidad, maternidad, conyugalidad y
fraternidad, pues son parte importante de la columna vertebral de nuestra
personalidad.
Aspirar a triunfar en el
trabajo y a tener dinero es algo lógico. Querer cambiar el mundo por un ideal
que consideramos noble, es un proyecto estupendo. Pero lo que no tiene sentido
es entrar en un activismo feroz, donde la carrera del éxito profesional actúe
como un auténtico timo que arruina las relaciones con quienes más deberíamos de
querer.
“Despacito y buena letra,
que el hacer las cosas bien importa más que el hacerlas”, decía el poeta
Antonio Machado. Qué sabias y humanas son estas palabras. Saber vivir supone
saber estar en el presente, agradable o desagradable. Entonces, si uno está
bien consigo mismo tendrá tiempo mental para atender a los demás; lo que a su
vez lleva a tener esa personal estabilidad interior. Este espíritu de sosiego, contemplativo,
es fuente de virtudes para afrontar las tareas cotidianas. Sin las virtudes
humanas como la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, ni se
puede ser feliz ni ayudar a los demás a serlo.
Ordenar la cabeza y el
corazón, y ejercitarse en la virtud, es una fuente de seguridad interior que
ahorra muchos problemas, y que da alegrías profundas. La propia debilidad
personal y circunstancias externas molestas no son un obstáculo porque pueden
suponer una interesante perspectiva para buscar la ayuda divina. Esto no es un
grito en el vacío, sino una manifestación de inteligencia y de fe. La confianza
en los demás, y especialmente en Dios, nos da una enorme seguridad.
Cada vida humana se mide
por su capacidad de querer a los demás, fundada en un motivo que va más allá de
lo humano, trasciende la muerte, da plenitud a nuestra vida, fundamenta la
gratitud y nos hace estar contentos, pese a los vaivenes de los días. Ejercitarnos
en esta escuela, sin venirnos abajo por nuestras limitaciones, es un modo
estupendo de aprender a vivir y de ayudar a muchos otros a hacerlo, empezando
por quienes tenemos más cerca.
José Ignacio Moreno Iturralde
Paseando con un amigo
vimos a un joven en silla de ruedas. Tenía una discapacidad severa de
nacimiento, la cabeza ladeada, la mirada ausente. Su padre, con una cara
resignada y bondadosa, le llevaba por la calle en un día de verano.
Veníamos de tomar unas
cervezas estupendas en una terraza, y toparnos con una situación bien distinta
a la nuestra nos dio que pensar. ¿Tenía aquél chico alguna culpa de su estado?
Evidentemente no. ¿Y sus padres? No tengo ninguna evidencia, pero seguro que
tampoco. ¿Existe algún sentido para aquella dura situación personal de por
vida? Y si no lo tuviera … ¿Qué sentido tendría la vida agradable de muchos
otros?
El absurdo profundo es la
contradicción plena, lo imposible. El absurdo no tiene consistencia para
generar realidad. Lo que ocurre es que lo real es mucho más grande que nuestras
expectativas y entendederas. No siempre entendemos el sentido de lo que sucede,
pero esto no significa que no lo tenga.
Me parece interesante la
siguiente reflexión de una chica que padece otra discapacidad: “hay que
transformar el por qué en un para qué”. En la vida hay cosas que controlamos, y
otras muchas que no. Nos gusta que las cosas nos salgan según prevemos, como es
lógico; pero no siempre es así. Pueden sucedernos bastantes cosas que no
dependen de nosotros, pero lo que sí depende de nosotros es la respuesta
personal que damos a estas situaciones. Ajustarnos a estos parámetros supone el
modo acertado de vivir.
Una enseñanza dice que la
sabiduría está en no confundir los hechos con la realidad. Ciertamente los
hechos son importantes, pero también es real e importante la interpretación que
damos de los mismos. Dar absoluta prioridad a los hechos, sin valorar las
intenciones, es caer en un materialismo o un determinismo sin alma. No hablo
ahora de un subjetivismo ramplón, en el que cada uno piensa lo que le dé la
gana y tuerce la realidad a su antojo. Estoy considerando tantas buenas
intenciones que dan luz interior a vidas sencillas, que pasan ocultas a ojos de
muchos, pero que están llenas de verdad y de sentido cuajado en obras de
servicio.
Si vemos a un enfermo
crónico que lleva su enfermedad con salero y sentido positivo, esa persona no
nos parece absurda sino admirable. Un hombre que tiene alguna limitación física
o psicológica y es capaz de reírse un poco de sí mismo, sin desengaño y con
simpatía, es un genio. Personalmente he conocido unas cuantas personas así, y
se aprende mucho de ellas.
Hay quienes explican que
esta vida es como un tapiz, del que solamente vemos la parte de los nudos. Esto
sucede porque la vida es una paradoja. En clase, a mis alumnos y alumnas, suelo
compararles la vida con un pañuelo que tiene una característica. Tal pañuelo se
extiende liso y flamante hasta que aparece un molesto nudo. Mientras se deshace
un nudo en nuestra existencia experimentamos dolor, y a nadie nos gusta. Pero qué paz tenemos
cuando se resuelve el asunto.
No siempre entendemos que la vida tiene nudos; especialmente los interiores a nosotros como el egoísmo, la ingratitud, la envidia, la inmoralidad. El dolor puede ser el medio providencial para deshacer esos nudos, si queremos. Entonces aprendemos a ser más humildes y más agradecidos; es decir: nos hacemos mejores. Aquél niño enfermo tenía una vida llena de sentido, ese que me falta a mí para darme cuenta de lo que tengo que mejorar como persona.
José Ignacio Moreno Iturralde
Hace tiempo recuerdo con
gozo el canturrear de unos albañiles trabajando en plena faena. En otra
ocasión, una camarera de mi barrio me puso un estupendo manojo de churros con
la mejor de sus sonrisas que, sin embargo, no podía esconder una cara de gran
cansancio. Después de preguntarle, me dijo que se había pasado la noche en vela
en un hospital cuidando a su hija. Cosas como estas afloran más que las setas
en noviembre y no deberíamos olvidarlo. Una cosa es un optimismo sin sentido y
otra el sinsentido de vivir sin optimismo. Toda persona con cierta madurez se
da cuenta del enorme caudal de injusticias que se vierten en el río de la vida.
En otras ocasiones se producen catástrofes o accidentes, que pueden ser objeto
de noticias precisamente por su anormalidad. Además, con frecuencia, se
presenta como normal una perspectiva ceniza, gris y anormal de la existencia.
Si se extinguieran los
elefantes, nos alegraríamos de ver una pareja de paquidermos supervivientes
barritando por la sabana. Si nos viéramos dentro de una ciudad abandonada, sin
un alma a la vista, es probable que nos llenáramos de desolación. Si ya nadie
nos corrige porque a nadie importamos un bledo, comenzaríamos a sentirnos
insignificantes.
Como ya escribiera
Chesterton en su libro Ortodoxia hay algo en nosotros que está vuelto del
revés. La condición nativa del ser humano, sigue diciendo este autor, debería
ser la alegría. Pero tantas veces no sucede así. Está claro que hay momentos,
incluso etapas, especialmente duras que no se prestan al jolgorio. Pero lo que
es ridículo es poner cara de hombre duro y avinagrado ante el espectáculo de la
existencia.
Durante algunas
enfermedades la comida nos sabe poco. Quizás tengamos el espíritu enfermo, y
por esto también la vida cotidiana nos sabe a poco. Chesterton relaciona esta
actitud con el pecado original, ese dogma cristiano sin el que es muy difícil
entender a la humanidad y entenderse a uno mismo.
La humildad de reconocer
que no somos causa de nuestra vida, y la gratitud ante ella, pueden revitalizar
nuestro ánimo dando a nuestro vivir sencillez, fortaleza, espíritu práctico, y
ganas de tirar hacia adelante para que otros lo hagan también.
La eudaimonía de los
griegos, eso de llevarse bien con uno mismo para ser feliz, pasa por nuestra
capacidad de convivir con los demás. Y en esta escuela del saber querer hay
mucho en lo que esforzarse para ir aprendiendo. Sucede entonces que las
pequeñas, o no tan pequeñas, meteduras de pata diarias son motivo de superación
y de cierto enfado, pero nunca son un expediente para la desesperación. ¿Cómo
es posible que esto me ocurra a mí?... Es una pregunta formulada con parámetros
equivocados… Claro que es posible que me cueste esto o lo otro, porque tengo
cierta inclinación a caer de bruces. Tal vez esto también sucede para que nos
demos menos importancia.
La vida cristiana pone un
gran complemento real a nuestras vidas: la ayuda divina se experimenta como
algo necesario para vivir más humanamente. Y es esta precariedad nuestra,
levantada y asistida por fuerzas superiores a nosotros mismos, la que nos hace
vivir con más alegría y a veces también con sentido del humor. Se redescubre
que hay gente que nos quiere y esto nos llena de sentido, que es en el fondo lo
que nos hace capaces de sonreír con franqueza.
José
Ignacio Moreno Iturralde
Recuerdo a un gran amigo:
fue profesor y era un tipo muy querido por sus alumnos. En una excursión del
colegio, a la que yo también asistía como docente, mi amigo se puso a repartir
comida entre los chavales que asistían. Los chicos tenían entre dieciséis y
diecisiete años; y uno de ellos se quedó mirando a este profesor, que tanto
favorecía el almuerzo, y le dijo en voz queda: ”¿Pero usted de qué va?”… No
entendía muy bien aquella actitud de servicio tan notoria. El muchacho era
consciente de que aquél profesor era inteligente y maduro, pero no acababa de
comprender cuál era el secreto de aquél hombre para vivir así.
Todos agradecemos los
detalles que tengan con nosotros, y también entendemos la regla de oro del
comportamiento: trata a los demás como quieres que te traten a ti. Es algo que
tiene buena prensa. Incluso sabios del management y del mentoring, como Stephen
Covey, han demostrado la eficacia de un trabajo en el que el beneficio propio
redunde también en el de los demás. Pero no es menos cierto que a lo largo de
la vida se sufren bastantes decepciones no solo de desconocidos, sino de
personas queridas. Hemos de ser honrados y reconocer que, quizás alguna vez,
hemos sido nosotros mismos quienes hemos defraudado en mayor o menor grado a
otros. Además, las noticias cotidianas nos recuerdan la innumerable cantidad de
injusticias y barbaridades que se cometen en el mundo.
Llegados a este punto
parece sensato considerar que es interesante ayudar a otros, pero quizás con
medida. En ocasiones hay que reivindicar los propios derechos, incluso
denunciar a alguien que ha pretendido un mal para nosotros o nuestra familia.
Todo esto es cierto y de sentido común. También hay quienes rompen el
equilibrio, y se van al otro extremo con afirmaciones como “piensa mal y
acertarás” o “quien pega primero pega dos veces”. Regresando de a una actitud
ponderada, cabe plantearse: ¿Hay que querer con cálculo?...
Mi amigo profesor era un
gran profesional, sabía defender sus derechos y manejarse muy bien por la vida.
Pero iba más allá del cálculo; en su componente de entrega a los demás había
mucho de gozo y de alegría. El mismo
gesto de pilla satisfacción de quien ha hecho un gran negocio, afloraba a su
cara con frecuencia, en su trato cotidiano con sus semejantes. ¿Por qué? Porque
sabía querer y alegrarse del bien ajeno. Conste que también tenía sus defectos,
como todo hijo de vecino.
Pensar en los demás es
bueno y hacerlo de modo más permanente, como estilo de vida, es francamente
original. Pero disfrutar con una generosidad, que a menudo cuesta esfuerzo, es
algo más. Me parece que solo los demás por los demás no es una razón
enteramente suficiente. La historia muestra muchos casos en los que la
generosidad ha sido pagada con la injusticia; incluso con la muerte.
Muchos de nosotros hemos
recibido, junto con la vida, innumerables dones. La gratitud quizás debería
estar más de moda en nuestro día a día. Por otra parte, al hacernos cargo de
los problemas de muchos de los que nos rodean, los nuestros se pueden hacer más
pequeños. Con la prudencia que sea necesaria, la entrega de sí a otros es algo
nuclear y vivificador en nuestra propia identidad humana. También es muy
nuestra la paradoja que supone el esfuerzo por vivir de esta manera. Y aquí
podemos entender que la persona humana es alguien abierto a una generosidad sin
fronteras. Pero es preciso algo más: el monumental salto de vida de calidad
consiste en confiar en que esa generosidad sin fronteras es una realidad
personal muy superior y anterior a nosotros mismos. Se trata de algo que da un
poco de vértigo; pero es un vértigo de alegría y satisfacción, como el del
paracaidista que termina felizmente su salto.
Quizás fuera esta la
perspectiva de mi amigo, una visión más lista y elevada de las cosas porque
había aceptado algo que él no podía darse a sí mismo: una especie de fantástico
paracaídas para afrontar el vuelo del vivir con los demás, de un modo generoso
y motivador.
José
Ignacio Moreno Iturralde
Hace ya unos años, hice
el Camino de Santiago con un nutrido grupo de alumnos de doce años. Mis
expectativas de controlar la situación -íbamos tres profesores para unos
treinta alumnos- no estaban del todo claras. En una de las etapas del camino,
paramos a comer en una pulpería de un pueblo llamado Melide. Al entrar iba yo
meditabundo y un camarero gordo y feliz, al que no conocía, me espetó: “Alegra
esa cara, hombre”. Me sentó bien la fraterna recomendación, y entablé
conversación con aquél hombre. Todos comimos y descansamos plácidamente. Hablamos
animadamente con el simpático camarero, que se sentó un buen rato con nosotros.
Uno de los temas abordados era relativo a unos hijos de familiares suyos, para
los que estaban buscando un buen colegio. Le dimos algún consejo al respecto.
El caso es que nos despedimos y salimos con nuevos bríos para acometer el final
de la etapa.
Pocos días después
llegamos a Santiago, fuimos a misa a la catedral, y dimos el abrazo al apóstol.
El resumen del camino es que todos nos lo pasamos bomba. Al llegar a la
estación, antes de coger el tren de vuelta a Madrid, un profesor que regresaba
en el coche de apoyo que habíamos utilizado esos días, nos dijo a sus dos
colegas que nos quedábamos con los chicos: “Por cierto, esto es de parte del
camarero de Melide”. Eran tres botellas de vino gallego para cada uno de los
profes. Aquello me causó asombro: siempre recordaré la alegría de vivir y la
generosidad de aquel camarero.
Asombrarse ante las cosas
de la realidad es una actitud muy propia de los niños. Es realmente
rejuvenecedor recordar tiempos en que uno iba a excursiones en busca de ranas y
de pájaros de colores. Posteriormente hay sucesos especialmente llamativos que
llaman nuestra atención: el gol espectacular de un famoso futbolista, o la
alegría de la gente a la que le toca el gordo de la lotería; pero, ante todo,
destaca la llegada al mundo de un hijo o una hija, alguien radicalmente nuevo y
querido.
Es cierto que con el paso
del tiempo algunos se recrean en la contemplación de los paisajes, o en el
cuidado de las plantas, pero la prevalencia de lo cotidiano puede hacer que nos
asombremos de pocas cosas. Sin embargo, una de ellas es la mejora inesperada en
el carácter de algún amigo o familiar: esto sí que es una grata novedad. Hasta
tal punto, que un buen ejemplo puede llevar a renovarnos por dentro y a tener
deseos de mejora personal en aspectos concretos de nuestra vida. Desde luego,
cuando alguien tiene acceso a un manantial de renovación interior y la lleva a
cabo, las consecuencias de esos actos pueden extenderse como las ondas de la
piedra tirada en el lago.
El camarero de Melide no
tenía un tipo de vida muy asombrosa, pero su actitud ante ella sí que lo era.
Tenía la capacidad de hacerse cargo de las necesidades de otros, y lo que es
todavía más admirable es que disfrutaba ayudando a resolverlas.
José Ignacio Moreno Iturralde
Puedes verlas en algunas de las iniciativas sociales y humanitarias que promueve el Opus Dei: https://opusdei.org/es-es/page/iniciativas-sociales/
El famoso crack de 1929
de Wall Street se produjo por un exceso de especulación. La bolsa se fue
inflando y perdiendo su referencia a la riqueza real, hasta que estalló y se
produjo una grave crisis financiera y económica mundial. No cabe duda que la inversión y la especulación tienen su interés,
siempre que no pierdan su relación con la realidad.
Pienso que algo similar
puede suceder en el mundo de la educación. Pondré un ejemplo de una asignatura,
extensible a muchas otras: Para saber mucho de una guerra habría que hablar con
quienes la vivieron en primera persona. Pero con el paso del tiempo, solo quedaran
testimonios y documentos, después libros, posteriormente múltiples
informaciones en internet. En el terreno educativo, algunos consideraran que ya
existen muchos datos en la red sobre esa guerra. Por tanto, lo que hay que
desarrollar son metodologías de aprendizaje acerca de ella. Pues bien: el
peligro de este planteamiento radica en que al final no se tenga una idea clara
de cuáles fueron los verdaderos motivos de la guerra, y cuál fue el balance real
de aquél conflicto para la historia. Esto conlleva una pérdida de sentido de
las cosas, sin que parezca que hoy esto importe demasiado.
Por supuesto que hay que desarrollar metodologías pedagógicas y tecnológicas atractivas, pero no al precio de perder el sentido de la realidad. El conocimiento de lo real fomenta la madurez de los alumnos y alumnas. Las metodologías son un método para el conocimiento; no un fin. Si esto no se tiene en cuenta, se llega a una sociedad de personas muy comunicadas, pero que tienen menos referencias reales para valorar sus propias vidas y el mundo al que pertenecen. Lo que da libertad es el conocimiento de la verdad de las cosas, no la metodología.
José Ignacio Moreno Iturralde
Excelente Conferencia sobre Ciencia, Razón y fe, de Pablo Dominguez, sacerdote que falleció en un accidente de montaña. La recomiendo vivamente: https://www.youtube.com/watch?v=zXmZsC8-RKY&t=1076s
Para hablar sobre la
madurez hay que ser consciente de la inmadurez que uno tiene. Esto nos hará
hablar con cierta humildad, la cual supone ya una cierta madurez.
El amor se entiende mejor
encarnado en las personas a las que más queremos. Vemos entonces que nos
importan más ellas que nuestros sentimientos. Considerar el amor exclusivamente
como una emoción es una inmadurez. El amor se demuestra en obras de
generosidad. Es muy distinto el amor a mi madre que el amor a mi abuelo, pero se
parecen en que quiero el bien para ellos con hechos concretos. Esto debe
suceder en todos los amores que realmente lo sean, de lo contrario se trata de sucedáneos;
es decir: de timos.
Los sentimientos son
importantes, pero no conocen. Por esto: un amor maduro ha de ser inteligente, realista.
Si me troncho de risa en el entierro de un familiar estoy como una cabra; y si
lloro amargamente por la muerte de un mosquito tengo tanto cerebro como él.
El amor maduro se
demuestra con actos de generosidad, de entrega, de pisar el propio yo para que
la persona querida esté mejor. Es la experiencia de millones de madres y de
padres en la relación con sus hijos e hijas. Algo análogo ocurre en la relación
conyugal: la felicidad de los hijos tiene mucha relación con la fidelidad de
sus padres; y al revés. Cuando los ojos de la mujer y de su marido se
encuentran en los de sus hijos, se produce un círculo virtuoso de afecto. Si un
matrimonio no tiene hijos siempre podrán mirarse el uno al otro, quizás de un
modo muy profundo, procurando el bien de los demás. Cuando uno encuentra
sentido, verdad y ayuda para ser fiel, es cuando está en camino de vivir un
amor maduro; porque el amor nunca pasa y, si pasa, no es amor. Esta frase nos
eleva a un amor purificador y generador de vida; algo divino que nos hace más
humanos.
La proliferación del
divorcio y de las relaciones sexuales descomprometidas, supone la expansión de
la esclavitud y de la amargura. Es mucho mejor permanecer dentro del barco con
un rumbo claro, que acabar siendo un naufrago en el mar, desengañado por sirenas
más falsas que un euro de plástico.
El amor maduro da fruto,
está abierto a la vida, y entiende la sexualidad como una puerta a algo mucho más
grande: la familia. Por esto, este amor sacrificado y lleno de molestas puñetas
cotidianas es fuente de alegría y de buen humor. Además, crea personalidades
optimistas, recias y con ganas de comerse el mundo.
La sabiduría cristiana
afirma que “Dios es amor” (1Jn 4, 7-9) y que lo que “Dios ha unido no lo separe
el hombre” (Mt 19:6). Por esto, la familia que reza unida permanece unida. Sin
embargo, por muy mala que fuera nuestra situación, por muy rota que estuvieran
nuestras relaciones familiares, siempre hay una referencia de luz; tanto más
significativa cuanto más negra fuera la oscuridad. No parece que la Magdalena
ni el buen ladrón llevaran vidas muy logradas, pero lograron alcanzar un amor
realmente maduro y grandioso.
La madurez tiene mucho
que ver con el reconocimiento de los propios errores y con la sabiduría de
saber aprender de ellos. Esto nos recuerda la vida de los niños y su enorme
capacidad de sonreír y disfrutar. Por este motivo, siendo hombres y mujeres
hechos y derechos, hemos de redescubrir nuestra condición de hijos para ser
personas sinceramente alegres. Gente que ha tragado quina, que se ha bebido sus
lágrimas, pero que es capaz de saberse muy querida y de querer. Así, poco a
poco, iremos adquiriendo un amor más maduro, que es el único que puede hacernos
felices.
José Ignacio Moreno Iturralde
Al escuchar la palabra
profecía alguno puede pensar en algo raro, excéntrico, que quizás suscita curiosidad. Por otra parte, hoy parece valorarse mucho la autonomía: el
empleo de la libertad en busca de éxitos profesionales, satisfacciones
afectivas y bienestar material. Sin embargo, lo que debería dar miedo es
entregarse exclusivamente a la búsqueda de tales objetivos, sin duda
interesantes, porque son notoriamente pasajeros.
En un universo tan
inmenso y con una historia tan larga, la vida de cualquier persona sensata
debería estar en la búsqueda de referencias sólidas, de criterios firmes para
vivir con acierto. Algunos argumentos pronunciados con autoridad pueden ser enormemente
valiosos, como los que da un padre o una madre a sus hijos, si son explicados
con cariño, razones y con el ejemplo personal.
Las civilizaciones con más
humanidad y sensatez, han entendido la religión como un modo de dar gracias y
pedir ayuda a un ser divino. No hay nada más inhumano y desolador que un
materialismo craso que termina en los trapos de la mortaja.
Los hombres de todos los
tiempos han buscado profecías que esclarezcan el sentido de la vida, con mayor
o menor acierto. Al respecto, el cristianismo ha traído algo radicalmente
novedoso: durante siglos, los profetas del pueblo de Israel anunciaron el
nacimiento del Mesías, el Hijo de Dios; hasta que históricamente sucedió
en Jesucristo. Toca a cada uno pensar sobre el impacto diario en la propia vida
de este hecho, que da sentido al mundo. Si lo pide con humildad, el ser humano
es alcanzado por la luz divina de la fe.
Cuando una mujer o un hombre cristianos, a través de Iglesia fundada por el Hijo de Dios y de la Virgen María, vive esta asombrosa Profecía cumplida en la realidad, no se encuentra solo con un acontecimiento lejano en el tiempo. Ser cristiano supone, por los sacramentos, la oración y las buenas obras, el contacto diario con el Espíritu de Dios, como hijos suyos. Entonces se va entendiendo que podemos vivir una hermandad real con Cristo, pese a nuestras limitaciones. Uno se da cuenta de que su intimidad necesita ser compartida con quien más lo merece. Se empieza a vivir entonces más en sintonía con el corazón del Señor y, sin cosas raras, uno va encontrando la felicidad de una vida compartida con Dios y con los demás, que es el modo más pleno de ser libres.
José Ignacio Moreno Iturralde
Es una buena actitud la
de sonreírle a la vida. Resulta fácil cuando la vida nos sonríe, por ejemplo: tomándonos
algo rico en una terraza, con vistas al Cantábrico. Sin embargo, no parece nada
sencillo mantener un ánimo alto si uno es un refugiado, que huye de su hogar
por el horror de una guerra.
Sea como fuere la situación
que nos circunda, el espíritu personal puede poner buena parte de las reglas de
juego. Una buena formación intelectual y moral nos capacita entender que la
vida en la que estamos inmersos es una rotunda afirmación. Los sucesos
lamentables que ocurren no pueden reducir al sinsentido a la existencia de las
personas. Lo contradictorio, lo absurdo, en definitiva: lo malo, no tiene
fuerza para generar la realidad, cuya arquitectura de significado y belleza es
enorme. La mezcla de azar y evolucionismo sin norte no llega a ninguna parte;
ni parte de ninguna certeza sólida.
Sabernos queridos por
quien nos importa nos llena de sentido. Amar es como decir “es bueno que
existas”, decía Joseph Pieper. El amor requiere siempre confianza; por esto,
aunque no sea evidente, puedo llegar a tener la certeza de que un gran amor
afirma mi vida. Un amor que me constituye y renueva. Pero el peso de la precariedad
puede hacer, a veces, que se diluyan estas nobles ideas. Entonces, y siempre, es
el momento de ponerlas en práctica: aguantar a un familiar que no luce hoy su
mejor yo, ser comprensivo con un adolescente o, lo que es más difícil, con uno
mismo.
Quiero destacar un tipo
primordial de afirmación: la de la vida del que quiero llamar “rising child”, el
niño naciente, el que va a nacer pero todavía se están gestando, como nuestra
sonrisa a la vida. Acoger la vida del hijo que viene de camino, previsto o no,
es un gran acto de humanidad. Puede resultar un serio imprevisto en algunos
casos, pero esto no puede justificar la barbaridad de quitarle la vida. Como
afirmaba el profesor Leonardo Polo “abortar es matar una sonrisa”.
Al afirmar la vida, con
toda radicalidad, descubrimos algo novedoso y fantástico: la afirmación que un niño
naciente hace de la vida. Con que ingenuidad, inconciencia, pureza y confianza,
este nuevo ser humano ilumina con su mirada la vida, especialmente la de sus
padres. Proteger, cuidar y respetar esta vida es un modo humanísimo y precioso
de decir sí a la existencia, de sonreír a la vida.
José Ignacio Moreno Iturralde
Las tristezas de los
niños suelen ser pasajeras. Experimentan sus limitaciones con una confianza
inconsciente y absoluta en sus padres. Pese a lloros y enfados, se saben
seguros y, por esto, vuelven con prontitud a sus juegos y risas. No estoy
seguro de lo que les sucede en condiciones muy adversas, pero pienso que, si
los pequeños están acompañados y protegidos, el apoyarse en sus mayores les
hace tener un escudo poderoso ante la dificultad.
Los adultos tenemos un
gran apego a nuestra autonomía y cuando padecemos una seria contrariedad, o
metemos la pata a base de bien, podemos negar cínicamente la situación o
admitirla, experimentando un serio y prolongado bajonazo de ánimo. Nos
consideramos responsables ante nosotros mismos: somos o unos grandes tipos o
unos desgraciados. Estas dos opciones pueden ser las dos caras de la misma y
falsa moneda: un orgullo exagerado. El remedio es recuperar nuestra condición
filial, que es un síntoma característico de una madurez con solera.
La tristeza, comprensible
ante muchas situaciones, es bastante autorreferencial y pegajosa. Limita
nuestra contribución a la vida. Es inhumano no experimentar la tristeza, pero
también lo es estar instalado en ella. Y, sin embargo, a veces podemos
desanimarnos ante la realidad de nuestro carácter. Ahora bien, si uno se sabe
miembro de una familia y amigo de un buen número de tipos con defectos y
virtudes como nosotros, la cosa cambia. En cuanto vemos nuestra problemática
con una óptica más de equipo, buena parte del problema se soluciona. Si a esto
añadimos una fe sincera y sencilla en nuestra condición cristiana de hijo de
Dios -siendo conscientes de la fuerza y seguridad que esto lleva consigo- se
produce un cambio de perspectiva de nuestra propia vida: no soy Superman, ni un
desgraciado, sino Pepe Pérez -por ejemplo-, con toda la grandeza personal que
conlleva ese sencillo y grandioso nombre. Estamos hablando de un ser humano que
puede ser perdonado y perdonar, lo que es una enorme fuente de alegría.
Es importante destacar
que no podemos juzgarnos por los bandazos de los sentimientos. El terreno firme
de las decisiones libres guiadas por una inteligencia serena, sabia y
humildemente asesorada, son los cimientos más adecuados para ir edificando
nuestra vida. Es importante que nuestros pensamientos, acertados, regulen
nuestros sentimientos; no al revés.
De esta manera se va
llegando a la convicción, por las relaciones familiares, la amistad y la
gratitud, de que es posible tomarse la vida de un modo sinceramente alegre y
divertido. Gozar de la existencia no significa consumirla, sino compartirla en
un clima cordial. Entonces, la alegría se va enseñoreando del alma y se siente
la gozosa tarea de procurar hacer felices a los demás, que es el camino más
rápido para serlo uno mismo.
Este espíritu divertido
no es untuoso, no crea lazos posesivos, es desinteresado, suelto y libre como
los aires y ríos de los montes. Tampoco es ingenuo o memo, sino profundamente
sabio. Ayuda a no darnos demasiada importancia y a fijarnos más en lo que
necesitan quienes tenemos más cerca. Subimos así hacia arriba, volamos alto.
Por esto, el espíritu alegre y divertido -en diferentes escalas- me parece que
es común a los hombres, a los ángeles y a Dios. Y si la condición humana nos
vuelve a bajar al terreno de la precariedad o la enfermedad, nuestro factor
divino puede esbozar de vez en cuando una sonrisa convincente.
José Ignacio Moreno Iturralde
Estar contento es algo
propio de la niñez. La luz hogareña de las navidades, la increíble magia de las
noches de Reyes Magos, los capones asados en la mesa, los juguetes, las eternas
vacaciones de verano, o las excursiones al monte descubriendo ranas y jilgueros
son momentos memorables de nuestras biografías. Sabemos que hay muchos niños y
niñas que no han podido disfrutar de estas cosas, cosa que nos apena y nos
puede mover a valorarlas mucho más.
La adolescencia, esa
etapa interesante y revuelta de la primera juventud, se caracteriza por una
cierta pose y desengaño ante la realidad. El impetuoso deseo de forjar la
propia identidad lleva a intentar dejar en un rincón, que siempre permanecerá,
las cosas y relaciones propias de la niñez. El adolescente, de modo general, se
pregunta por muchas cosas y es tremendamente dependiente de su imagen respecto
a sus amigos, precisamente porque no tiene muy claro quién es. Pero esta etapa
es también la de los grandes ideales, la de soñar despierto con una vida bonita
y aventurera. Si las rupturas familiares, el exceso de tecnología, la diversión
desenfrenada y la pornografía ahogaran las semillas de la juventud, y algo o
bastante de esto ocurre, tenemos un severo problema de civilización. De todos
modos, la humanidad ha salido de atolladeros más graves como los sucedidos en
las pavorosas guerras mundiales. Hay en la naturaleza humana una imagen y
semejanza divina que resurge con fuerza de modos poco previsibles.
Preguntar a un adulto si
es feliz o si está contento puede resultar comprometido, incluso ofensivo.
Entender que una vida lograda es compatible con que las cosas no siempre salgan
como pensamos, no es solo conveniente sino necesario. Captar que la realización
personal es consecuencia indirecta de afrontar la realidad que me toca vivir,
desarrolla el sentido común y, algunas veces, el sentido del humor. Pero la
madurez sabia no es el realismo gris del que simplemente cumple su deber. “Es
lo que hay” es una frase recurrente, que se queda coja sino se entiende que lo
que hay es mucho. Esto enlace con la idea y la experiencia de la gratitud.
Frente al sinsentido de una vida por casualidad, que tiendo a poseer en
propiedad, se ofrece un panorama distinto y abierto: la vida como un regalo que
tengo que saber agradecer y donar. Y éste es, paradójicamente, el presupuesto
necesario para ser feliz.
Todos los dolores y
dificultades de este mundo pueden ser superados si se encuentra un sentido para
todos ellos. No solo eso, sino que los problemas pueden ser fuente de
sabiduría. Una vez un profesor veterano le dijo a un alumno de unos 17 años lo
siguiente: “Tú piensas que porque te portas mal estás triste; pero sucede lo
contrario: porque estás triste te portas mal”. El muchacho salió reconfortado y
con una visión más bonita de su vida. Tal consejo no se da así sin una rica y
profunda experiencia, que probablemente ha tenido que superar adversidades. Ser
un adulto animante es una de las mejores cualidades que alguien puede tener. Es
ese tipo de personas a las que un joven mira y, por dentro, dice: “de mayor me
gustaría ser así”.
La ancianidad se asocia a
limitaciones y enfermedades. No parece una etapa apetecible para la vida. Y,
sin embargo, todos nos damos cuenta de la gran riqueza que comporta. Cuando uno
encuentra algún abuelo o abuela simpático y entrañable, ha encontrado un
tesoro. Es evidente el inmenso cariño de los nietos por sus abuelos y, con más
motivo aún sucede al revés.
Los exigentes compromisos
familiares y la experiencia del regalo personal de la vida son los parámetros
que llevaban al escritor Chesterton a afirmar el sentido positivo de la
existencia con su inigualable chispa y agudeza. Por esto, su reflexión sobre el
mundo, sin esconder los patéticos problemas que ocurren, le llevaban a una
mentalidad superadora, victoriosa y simpática. Nos venía a decir, a mi
entender, algo clave: que un hombre o una mujer son más humanos cuando están
contentos. No siempre es fácil; a veces,
incluso, no es posible, pero es algo a lo que, pese a todo, podemos aspirar. El
valle de lágrimas cristiano puede albergar también muy buenos momentos, incluso
hay en ocasiones lágrimas de alegría. Muchos santos nos han dicho que Dios nos
quiere contentos; por tanto, podemos pedirle a Él su ayuda para tan buen propósito.
José Ignacio Moreno Iturralde
Se han escrito muchos
libros y ensayos sobre la felicidad. Pero lo verdaderamente relevante es
encontrarse con una persona feliz. Se dirá que la felicidad es un estado
incierto e intermitente, pero la verdad es que hay quienes lo tienen bastante
consolidado. Parece que el salero y la alegría les salen sin esfuerzo, que les
son connaturales. No estoy muy seguro de que sea así. Vienen a mi memoria
varios familiares y amigos, destacables por su acierto en el vivir. Se trata de
personas maduras, que han tenido que afrontar problemas serios y que, sin
embargo, dan un tono alegre y atractivo a sus vidas y a la de quienes los
rodean. Son personas que nos dan referencias. Una virtud destaca en ellos y
ellas, quizás no la más importante pero si muy resultona: la sencillez. Al
escuchar esta palabra, habrá a quienes les produzca rechazo: asocian sencillez
con monotonía, aburrimiento, o espíritu básico. Esta interpretación es
superficial. La sencillez da fuerza interior, descomplica, permite centrar el
tiro en lo que verdaderamente importa, llamar a las cosas por su nombre, y no
preocuparse en exceso por cosas que realmente no merecen la pena. A quienes
viven así también se les puede considerar “personas bombilla”, tal y como les
llama Viktor Küppers, en sus animantes sesiones de motivación. La luz de estas
personalidades no es deslumbrante, pero sí entrañable, e ilumina el hogar y el
interior de quienes tienen cerca.
Recuerdo una ocasión en
la que un familiar muy querido tuvo que sufrir una seria humillación. Su rostro
contrariado no manifestó indignación ni rebeldía, sino una sencilla y sabia
aceptación, ya que en la vida, con cierta frecuencia, hay que tragar cosas
desagradables. Comprendo que, al no especificar más, haya quienes no estén de
acuerdo con esta postura. Pero para mí ese ejemplo ha sido de enorme utilidad
al tener que asimilar algunas situaciones molestas, procurando darlas una
respuesta serena e inteligente.
La sencillez apunta a
algo profundo, en ocasiones difícil y siempre asequible: la aceptación de la
propia vida. Claro que somos libres, y que tenemos que procurar mejorar nuestra
situación personal y el mundo que nos rodea. Pero lo más urgente es procurar
estar en paz con nosotros mismos. Como somos seres familiares y sociales, solo
podemos lograrlo si tenemos una buena relación con nuestros familiares y
conocidos. Es decir: solo se puede aspirar a ser feliz si uno aprende a querer.
El rotundo ejemplo de
aceptación de la propia vida que vemos en Cristo, es una fuente de luz y de
gracia para los cristianos y para todo hombre de bien. El misterio del Dios
hecho hombre es inabarcable, pero tiene mucho que decirnos respecto a amores no
correspondidos, traiciones y sufrimientos. Al mismo tiempo nos habla de
alegría, de sabiduría, de amor maduro, de generosidad, de resurrección y de
renovación de todas las cosas.
La aceptación de la
propia vida no es fruto de un ejercicio de autoayuda; es un don recibido, que
hay que pedir, y libremente asumido, por el que una persona se sabe
profundamente querida por alguien que es muy valorado por ella. El teólogo
español Antonio Ruiz Retegui afirmaba que San Agustín no cambiaría su
tempestuosa vida por la del virginal San Luis Gonzaga; sencillamente porque no
era la suya. Al entender la propia existencia con un componente providencial,
que no depende de la propia voluntad, se encuentra el sistema de referencia
adecuado para entenderla y vivirla mucho mejor.
José Ignacio Moreno Iturralde