El escritor español Ángel
López Amo definía la elegancia como la adecuación entre lo que se manifiesta y
lo que se es. Desde luego, si uno es un poco bruto hará bien en no hacer alarde
de su condición, pero el asunto va por otro camino: el de la mejora del
carácter y, de paso, del porte externo. La elegancia de una campesina es
distinta a la de una reina, y es difícil saber de antemano cual será más
atractiva. Lo que no parece sensato es bregar en el campo con traje real o
presentarse de faena en la Corte.
Cuando uno observa la satisfacción de vivir de un simpático perro, las
cabriolas aéreas de las golondrinas, o la presencia de un modesto melocotonero
con frutos, se ve una armonía que nos complace. Sí, como dice Chesterton con su
habitual imaginación, vemos un cielo intensamente azul tendremos serenidad;
pero sí en la calle nos encontramos una nariz amputada, del mismo color celeste,
sentiremos un desasosiego notable.
Cualquier cosa, por modesta que sea, si está en armonía con su contexto nunca
está de más. Un pequeño detalle dentro del cuadro puede ser de una importancia
vital, como el punto de luz en los ojos. A veces puede ser suficiente con que
algo no desentone para que forme parte de la obra de arte con pleno derecho.
Así como el perro, el pájaro y el árbol aceptan su existencia, encantadora y
necesariamente, el ser humano tiene que hacerlo libre y responsablemente. Con
cuanta frecuencia no aceptamos la modesta y maravillosa vida que nos toca
vivir. Por supuesto no se trata de fomentar ningún tipo de conformismo
decadente con las injusticias y las maldades del mundo. Tampoco hay que
criticar una sana emulación, un deseo legítimo de progresar. Lo que recuerdo es
otra experiencia común: la angustia surge, con frecuencia, de una extraña
tendencia del alma humana a dislocarse, a salirse de su sitio. Cuántos millones
de personas seríamos mucho más felices si viviéramos sin estridencias nuestra
vida normal y corriente. Desde luego la vida corre, y cada vez más deprisa, a
través de una normatividad que nos enlaza con el universo entero, con el pasado
y con lo que está por venir, incluso con la misma eternidad. Cuando los trazos
habituales de cada jornada se tejen con las puntadas sencillas de los instantes
vulgares, no parece que se vaya a hacer una obra maestra. Pero si logramos
vivir abiertos a la realidad, en relación consciente y libre con el resto de la
humanidad, la vida cotidiana puede convertirse en una auténtica obra de arte.
Una sonrisa sincera es algo más bello y valioso que una galaxia lejana.
Hay muchas personas a las que nos gustaría escribir una buena novela, pero no
parece que haya tantos dispuestos a hacer de su propia vida una auténtica
novela. Lo primero es bastante difícil. Lo segundo está al alcance de la mano,
pero, como el agua, se nos escapa con frecuencia. No es que nuestras manos no
sean capaces de hacerlo bien, es que la vida se valora a veces como el agua,
como algo abundante y sencillo que se puede derramar. Pero...¿por qué vamos a
esperar a la sequía, o a la enfermedad grave, para valorar la corriente de la
vida? Esa actitud es un grave error que conviene superar cuanto antes.
Al título de la película "Qué bello es vivir" algunos añaden la
palabra "bien". Nos sentimos en paz con el mundo desde un crucero o
tomando el sol en Cancún... No faltaría más. Los que teorizamos sobre la vida
lograda y el sentido del sufrimiento, podemos experimental un enfado notable si
nos quedamos sin desayunar. Pero la vida no es bella porque lo pasamos bien. Lo
pasamos bien, a veces con dolor, cuando entendemos que la vida es bella.
Se trata de una belleza inmensamente superior a la que nosotros podemos
generar. Sí entendemos esto con la inteligencia, y lo ponemos en práctica con
la voluntad y el corazón, podemos amar al mundo, que es tanto como renovarlo.
El hombre, desde su minúscula pequeñez, puede volver a renovar el brillo
original del mundo. Una renovación que también implica progresos técnicos y
beneficios económicos, que también tienen su belleza.
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