Vemos con admiración como
nuestros deportistas de élite se dejan la piel por ganar un torneo. Nos parece
lógico que sea así, disfrutamos sus victorias y nos contrarían sus derrotas.
Sin embargo, me parece que estamos perdiendo el sentido del sacrificio personal
respecto a cosas de mucha más trascendencia, como sacar a una familia adelante.
Somos muchos los que
hemos nacido en una familia donde sus miembros se quieren: se enfadan, se ríen
y se ayudan. La seguridad de un hogar es una bendición para los niños y niñas
que viven en ella. Esto nos recuerda que lo que radicalmente somos: hijos e
hijas. Una madre y un padre honrados
son heroicos a la hora de sacar adelante a sus hijos. Y lo hacen con plena
voluntariedad.
La familia se ha
entendido como el lugar donde se quiere a cada uno por sí mismo. Es una realidad
fantástica en la que el amor de los padres se hace vida en los hijos. La
familia supone un estilo de vida en equipo que responde a nuestra condición
personal más íntima: la de seres que necesitan ser queridos y querer.
Siempre han existido
problemas familiares y matrimonios que no se han sostenido. Pero en la
actualidad, la voluntad y el gusto personal pretenden relativizar la noción de
familia a lo que a cada uno le de la real gana que sea. De esta manera, al
poder ser cualquier tipo de unión se termina por no saber lo que es. Si el
compromiso familiar se sustituye por el compromiso individual con la propia
felicidad, el ser humano entra en una ceguera tenebrosa sobre sus relaciones
personales más cruciales.
El amor nunca pasa y si
pasa no es amor, me dijo una vez precisamente un familiar. Es una frase que da
que pensar. El amor es un acto de la voluntad que afirma la realidad de los
demás, adquiriendo múltiples modalidades. Puedo querer a mi abuela, a mi padre,
a mi hijo y a mi mujer, de modos lógicamente distintos y complementarios. Pero
del mismo modo que no se tiene por costumbre jugar al fútbol con la abuela, no
se suele regalar un ramo de rosas a un padre.
El amor matrimonial exige
un compromiso generalmente abierto a la naturaleza de esa unión, que son los
hijos. Ellos, y todos lo hemos sido, necesitan del amor de sus padres entre sí.
Esto supone esfuerzo, generosidad, estar dispuesto a sacrificarse para que los
demás sean felices. Y es este lenguaje de la entrega el que paradójicamente nos
hace más felices.
Por mucha crisis que haya
al respecto, el ser humano no puede dejar de ser familiar. Esto se debe no solo
a la evidencia de que necesitamos de una familia, sino a lo que nos asegura la
religión cristiana: el hombre es imagen y semejanza de Dios. La familia es una
imagen humana de un Dios que es Amor, porque alberga en sí una comunión de
Personas divinas.
Nos hace falta la ayuda
de Dios para ser más humanos, para que nuestro amor matrimonial no tenga fecha
de caducidad, sino que amanezca cada día con novedad real, aunque los
sentimientos no siempre sean favorables. Hay que luchar por aquellos que
queremos. Por esto, Benedicto XVI afirmaba que “la fidelidad es el nombre del
amor en el tiempo”. La generosidad, con la ayuda de Dios, es la que vence. Incluso cuando el propio matrimonio se rompe, pese a que uno ha hecho todo lo posible para que no ocurriera esto, hay senderos insospechados de confianza, luz y victoria personal, si nos guía la fe.
Por otra parte, conviene
recordar lo que San Juan Pablo II enseñó: “el corazón se ha convertido en el
campo de batalla entre el amor y la concupiscencia”. El deseo pasional es bueno
en cuanto que se orienta al amor; pero confundir ambas cosas es de una zafiedad
inaceptable.
Todos estamos hechos para
hacer de nuestra vida algo grande, y todos podemos llegar a cumplir ese sueño
tan humano. Pero parece que nos hemos olvidado que esto no se cumple al ganar
un mundial de fútbol o un premio nobel -cosas, por cierto, estupendas-, sino
siendo una buena esposa, un buen marido, un buen hijo o hija. Éstas son las
realidades más profundas y humanas que toca redescubrir.
La familia es un lugar de
contrastes y colores; que con esfuerzo personal y la ayuda de Dios, proyecta
una luz blanca, serena y animante en la que descubrimos, gracias a los demás,
lo mejor de nosotros mismos.
José Ignacio Moreno Iturralde

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