Tuesday, July 01, 2025

La familia como lugar de contrastes y colores


Vemos con admiración como nuestros deportistas de élite se dejan la piel por ganar un torneo. Nos parece lógico que sea así, disfrutamos sus victorias y nos contrarían sus derrotas. Sin embargo, me parece que estamos perdiendo el sentido del sacrificio personal respecto a cosas de mucha más trascendencia, como sacar a una familia adelante.

Somos muchos los que hemos nacido en una familia donde sus miembros se quieren: se enfadan, se ríen y se ayudan. La seguridad de un hogar es una bendición para los niños y niñas que viven en ella. Esto nos recuerda que lo que radicalmente somos: hijos e hijas. Una madre y un padre   honrados son heroicos a la hora de sacar adelante a sus hijos. Y lo hacen con plena voluntariedad.

La familia se ha entendido como el lugar donde se quiere a cada uno por sí mismo. Es una realidad fantástica en la que el amor de los padres se hace vida en los hijos. La familia supone un estilo de vida en equipo que responde a nuestra condición personal más íntima: la de seres que necesitan ser queridos y querer.

Siempre han existido problemas familiares y matrimonios que no se han sostenido. Pero en la actualidad, la voluntad y el gusto personal pretenden relativizar la noción de familia a lo que a cada uno le de la real gana que sea. De esta manera, al poder ser cualquier tipo de unión se termina por no saber lo que es. Si el compromiso familiar se sustituye por el compromiso individual con la propia felicidad, el ser humano entra en una ceguera tenebrosa sobre sus relaciones personales más cruciales.

El amor nunca pasa y si pasa no es amor, me dijo una vez precisamente un familiar. Es una frase que da que pensar. El amor es un acto de la voluntad que afirma la realidad de los demás, adquiriendo múltiples modalidades. Puedo querer a mi abuela, a mi padre, a mi hijo y a mi mujer, de modos lógicamente distintos y complementarios. Pero del mismo modo que no se tiene por costumbre jugar al fútbol con la abuela, no se suele regalar un ramo de rosas a un padre.

El amor matrimonial exige un compromiso generalmente abierto a la naturaleza de esa unión, que son los hijos. Ellos, y todos lo hemos sido, necesitan del amor de sus padres entre sí. Esto supone esfuerzo, generosidad, estar dispuesto a sacrificarse para que los demás sean felices. Y es este lenguaje de la entrega el que paradójicamente nos hace más felices.

Por mucha crisis que haya al respecto, el ser humano no puede dejar de ser familiar. Esto se debe no solo a la evidencia de que necesitamos de una familia, sino a lo que nos asegura la religión cristiana: el hombre es imagen y semejanza de Dios. La familia es una imagen humana de un Dios que es Amor, porque alberga en sí una comunión de Personas divinas.

Nos hace falta la ayuda de Dios para ser más humanos, para que nuestro amor matrimonial no tenga fecha de caducidad, sino que amanezca cada día con novedad real, aunque los sentimientos no siempre sean favorables. Hay que luchar por aquellos que queremos. Por esto, Benedicto XVI afirmaba que “la fidelidad es el nombre del amor en el tiempo”. La generosidad, con la ayuda de Dios, es la que vence. Incluso cuando el propio matrimonio se rompe, pese a que uno ha hecho todo lo posible para que no ocurriera esto, hay senderos insospechados de confianza, luz y victoria personal, si nos guía la fe.

Por otra parte, conviene recordar lo que San Juan Pablo II enseñó: “el corazón se ha convertido en el campo de batalla entre el amor y la concupiscencia”. El deseo pasional es bueno en cuanto que se orienta al amor; pero confundir ambas cosas es de una zafiedad inaceptable.

Todos estamos hechos para hacer de nuestra vida algo grande, y todos podemos llegar a cumplir ese sueño tan humano. Pero parece que nos hemos olvidado que esto no se cumple al ganar un mundial de fútbol o un premio nobel -cosas, por cierto, estupendas-, sino siendo una buena esposa, un buen marido, un buen hijo o hija. Éstas son las realidades más profundas y humanas que toca redescubrir.

La familia es un lugar de contrastes y colores; que con esfuerzo personal y la ayuda de Dios, proyecta una luz blanca, serena y animante en la que descubrimos, gracias a los demás, lo mejor de nosotros mismos.


José Ignacio Moreno Iturralde

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