“Eres grande”, eres un
crack” son elogios bienintencionados, que a veces hacen algo de gracia. Esto se
debe a que constatamos las limitaciones propias y ajenas de la condición
humana. Algunos de estos límites podrían considerarse paradojas: aparentes
contradicciones, que se abren a una solución superior. Quisiera destacar tres.
La primera se refiere a
la sexualidad: una facultad fantástica, gracias a la que existimos. La visión
de un naturalismo simplón entiende lo sexual como algo exclusivamente material,
a lo que conviene dar satisfacción. Sin embargo, este planteamiento no es el
adecuado para seres racionales. Cualquier persona sensata y moral se da cuenta
de las serias consecuencias que tiene una infidelidad o un abuso en este
terreno. Por el lado opuesto, estaría una cierta visión negativa de lo sexual:
algo necesario, pero que muy frecuentemente supone un ámbito en que la actitud
procedente es la mera represión.
La segunda paradoja es la
referente al misterioso ámbito de la voluntad libre y del corazón. Una libertad
que procure hacer siempre lo que le dé la gana, al margen de sus obligaciones,
no responde a un comportamiento sensato y maduro. Un corazón esclavo de sus caprichos afectivos
puede terminar profundamente amargado. Por contraste a lo dicho antes, sin
voluntad libre no se vive humanamente y el corazón, nuestro núcleo afectivo, es
lo más valioso que tenemos.
En tercer lugar estaría
la inteligencia, por la que entendemos muchas cosas de la realidad y somos
capaces de relacionarnos con el mundo y con nuestros semejantes. Tampoco escapa
esta facultad racional a su paradoja, porque en ocasiones podemos querer pensar
demasiado, ahogando la confianza que es clave para poder llevar a cabo una vida
satisfactoria.
Tal vez la solución a este triple problema esté en darse cuenta de que tanto la sexualidad, la voluntad y corazón, y la inteligencia no son fines para sí mismas, sino medios; de la misma manera que los ojos no están hechos para verse a sí mismos. Lo primero que se puede hacer es tener la honradez de mirar a la realidad y ponernos en función de ella.
La sexualidad está íntimamente relacionada con la
reproducción. Separar estos dos terrenos, como tan frecuentemente se hace, es
propiciar una histeria y no una liberación.
La voluntad, aunque se
quiere a sí misma, está para querer el bien propio y el de los demás. El bien
es lo que me hace ser mejor, esté yo de acuerdo o no. Es lo que sucede, por
ejemplo, con un acertado y exigente tratamiento médico. Al buscar el bien, en
ocasiones costoso, la voluntad hace que nos hagamos buenos. El corazón
encuentra entonces los afectos más auténticos y profundos; superando el mero
gusto superficial, aunque sea intenso. Así, una persona se forja un buen
corazón.
La inteligencia necesita
enchufarse con la realidad, encontrar la verdad de las cosas: llamar al pan,
pan, y al vino, vino, aunque no sea siempre sencillo. De lo contrario, se
generan pensamientos como madejas que son tóxicos y nos bloquean.
La apuesta por la
apertura a la realidad es saludable y de sentido común, pero no siempre es
suficiente. Esto se debe a que el mundo presenta problemas de difícil
interpretación, como puede ser el sufrimiento propio inmerecido, o el de tantos
inocentes.
La fe cristiana, que
tiene un claro componente de don y de confianza, aporta una solución llena de
racionalidad. La sexualidad tiene su ámbito específico en el amor matrimonial
abierto a la vida de los hijos. El corazón encuentra su nobleza cuando quiere
el bien de los demás, y no solamente su satisfacción. La inteligencia quiere
entender, pero alcanza su más pleno objetivo cuando descansa en la confianza de
que existe una solución segura, aunque no la vea, a tantos problemas difíciles
de la vida.
Ser imagen y semejanza de
Dios es la definición bíblica de lo que es el hombre. Se trata de saber que el
ser humano es más él mismo cuando mira a quien le dota de un sentido último a
su vida, que es compatible con la libertad. Además, asombrosamente, el cristianismo
invita a la mujer y al hombre a ser hijos de Dios, lo que entronca con la raíz
de nuestra humanidad: la familia. Descubrimos que somos profundamente queridos,
somos porque Dios nos quiere.
La familia, con todas las
exigencias que lleva consigo, es el lugar donde se quiere a cada uno por sí
mismo. Se trata de la escuela fundamental de humanidad, donde brota la originaria alegría. Cuidar a la familia es cuidar al ser humano. Los ataques y
múltiples rupturas que hoy sufre la familia son un grave problema, que requiere
de una esmerada atención a esta institución base de la sociedad. Para todos
aquellos que sufren por una ruptura familiar existe una solución superadora,
que puede ser encontrada en la ayuda de personas de nuestra confianza y, ante
todo, en la ayuda de Dios, que mostrará caminos seguros de paz
y bienestar.
José Ignacio Moreno Iturralde

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