Si pintamos un cuadro al
óleo la pintura se plasma sobre un lienzo; no pintamos de modo definitivo sobre
la misma paleta de colores. Si sembramos semillas no lo hacemos sobre otras
semillas, sino en un surco labrado en la tierra. Pintura y siembra se expresan
desde una realidad que las sustenta.
Los derechos son propios
de las personas: seres con libertad y responsabilidad; es decir: que también
tienen deberes. El resto de los seres vivos merecen un respeto y un buen trato,
pero supeditado a las razonables necesidades de las personas.
El término persona no es
algo exclusivamente biológico; su significado va más allá de la fisiología.
Persona significa un ser con dignidad, único e irrepetible, dotado de
conciencia moral. Tras las atrocidades cometidas en la segunda guerra mundial,
la Declaración de París de los Derechos Humanos de diciembre de 1948 quiso ser
un recuerdo del respeto que merece todo ser humano. Pero conviene hoy razonar
el anclaje de esos derechos, de un modo claro y lógico.
Una evidencia es que
ningún ser que no sea humano llegará a serlo. Pero nuestra condición no es
exclusivamente racional: una persona dormida, un hombre o una mujer vivos, que
han perdido la capacidad de razonar por enfermedad o vejez, no dejan de ser
humanos. La dignidad de la persona requiere que ésta sea considerada como un
desarrollo en el tiempo desde que está constituida en su identidad, cuya
expresión empírica y biológica inicial es su ADN. Desde su concepción hasta su
muerte natural se trata del mismo ser humano. Establecer etapas de la vida
humana fuera del amparo y del respeto a su dignidad, es como rajar el cuadro
del artista o malograr la tierra del agricultor.
Los derechos humanos
necesitan de una base pre-jurídica para sostenerse: la propia vida. Los más
fundamentales de los derechos, los que expresan nuestra dignidad, no pueden
nacer solo de la voluntad de los que se encuentran en una posición de fuerza
para hacer valer sus intereses. Es el íntegro modo de ser humano el que
fundamenta el derecho; incluso hace posible la propia voluntad que está
insertada y surge de dicho modo de ser.
Karol Wojtyla -Juan Pablo
II- recordó en un Discurso a Naciones Unidas, en 1995, un ejemplo de
Aristóteles para visualizar que los derechos humanos, que comparaba con las
notas musicales que penden de la partitura de la ley moral universal. Tal ley
sería considerada también como “la gramática del diálogo”, como ha sostenido
Jürgen Habermas. Esta protección de toda vida humana está en continuidad con
una de los famosos enunciados del imperativo categórico de Inmanuel Kant: “se debe
tratar a la humanidad, tanto en la propia persona como en la de cualquier otro,
siempre como un fin en sí mismo y nunca meramente como un medio”.
Estas especulaciones
pueden parecer poco prácticas, pero no hay cosa más eficaz que partir de unos
principios adecuados para hacer un mundo mejor. Hoy se sigue hablando de
derechos humanos, pero se continúa aplastándolos, en ocasiones, de un modo
escandaloso. Puede ser incómodo vivir respetando y protegiendo la vida de los
seres humanos más débiles e indefensos, pero es el modo digno de vivir: algo a
lo que todos estamos llamados a poner en práctica.
Es la hora de basar los
derechos humanos sobre una buena tierra; y esa tierra es la propia vida humana
que exige su respeto. Hay que pintar los colores de este mundo en un noble
lienzo. A esta vida y a este lienzo pueden llamárselos pre-derecho. Tal término
parece nuevo, pero significa algo antiguo y nuevo, que se manifiesta en una
verdadera regla de humanidad: “trata a los demás como quieres que te traten a
ti”.
José Ignacio Moreno Iturralde

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