En la biografía de
cualquier persona quiero distinguir tres aspectos que son necesarios para su
conocimiento. En primer lugar, nos fijamos en un conjunto de acontecimientos:
años en que vivió, quiénes eran sus padres, qué hizo y qué le sucedió a lo
largo de su vida. Otra dimensión sería la interpretación de esa vida humana, de
lo que hizo y dejó de hacer. El propio interesado, fruto de su razón y de su libertad,
hace una valoración de su propia existencia. También la hacen las personas que
lo conocieron y, con menor precisión, quienes tienen de él o de ella datos
indirectos. Pero además, existe un tercer plano que aporta algo fundamental:
¿Cuál ha sido realmente el sentido de su vida?... Se trata de un aspecto especialmente valioso.
Nos damos cuenta que rebasa hasta la conciencia del propio personaje en
cuestión. Sin embargo, esta dimensión providencial o superior es la que da el
valor definitivo a la vida de cada ser humano y al de toda la humanidad. ¿Qué
sentido tiene la vida de tantas personas asesinadas a lo largo de la historia? …
O la vida de ellos y ellas tiene algún sentido satisfactorio, o no lo tiene la
de nadie. Una vida que dependiera exclusivamente de la casualidad no merecería
la pena ser vivida, como decía Viktor Frankl. Renunciar al sentido es renunciar a la humanidad.
¿Qué es el ser humano?...
¿Un adn desplegado con capacidad de autoestima? ¿Un homínido evolucionado?...
Todas estas respuestas tienen su interés, pero son insuficientes. Una mujer o
un hombre es su historia personal, lo que hizo con su vida. Y en esta historia,
cada momento es importante: los de salud y los de enfermedad, los de
indefensión y los de autonomía. La dignidad de cada persona no es una realidad
cuantificable, pero es la que da la clave para entender todo lo demás. La
dignidad supone que cada vida humana es irrepetible, es única, no puede ser
utilizada como un medio. El cristianismo es especialmente significativo al
definir al ser humano como imagen y semejanza de Dios. Pero otras confesiones
religiosas y sistemas éticos coinciden también en dar a la vida humana un
carácter sagrado.
Una persona es la que es
y la que puede llegar a ser; por eso cabe el perdón, como también es necesaria
la justicia ante el uso de la libertad. Lo que no es admisible es entender a la
persona como un conjunto de instantes más o menos deseables: una especie de gusano
del que se pudieran seccionar partes desechables.
Una persona es su misión
en la vida, su vocación. Esto tiene toda la fuerza de lo más profundamente
humano. La vocación no es tanto una elección como una llamada: a la vida, a la
libertad, al amor, a la entrega. Por esto no es negociable la eliminación de
vidas humanas en fases dependientes como si fueran objetos de usar y tirar. La
profundidad del ser humano requiere de su cuidado desde su concepción hasta su
muerte natural: si no fuera humano desde el principio no llegaría a serlo nunca.
Esta es una postura exigente pero verdadera, la que requiere un humanismo
profundo que valore la importancia de la vocación que cada ser humano está
llamado a desarrollar en su vida.
José Ignacio Moreno Iturralde

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