En tiempos de mucho
calor, si además se practica algún deporte, la sed se agudiza. ¡Qué ganas de
beber!... Pero ya se ve que hay que medirse en la nevera, por sentido común y
por dignidad. Al cuerpo hay que tratarle con exigencia, cuidando la salud, y es
entonces cuando más rinde. Algo análogo ocurre con la afectividad: sin ella no
se puede vivir, pero sería erróneo y patético intentar satisfacer todo afecto.
Con la mente puede
suceder otro tanto: deseamos saber una cosa, controlar un nuevo idioma, dar con
una fórmula mágica de mercado, inventar algo más allá de la IA. Este deseo de
saber es bueno, en principio; pero también se puede degradar hasta una forma miserable
de avaricia intelectual. Una cosa es saber para ganarnos honradamente la vida,
contemplando también la grandeza de la realidad, que nos excede; y otro asunto
distinto es embotellar conocimientos con el único objetivo de obtener dominio y
poder.
La auténtica sabiduría
nos lleva a ser cooperadores de la verdad, como le gustaba decir a Benedicto
XVI. Entonces vemos que nuestros conocimientos son ocasiones de servicio a
nuestros semejantes, haciéndonos mejores personas. Esta disposición humilde nos
hace agrandar la mente porque, siendo conocedores de nuestras limitaciones, nos
abrimos cada vez más a una verdad profunda, maravillosa e inabarcable, que
embellece con un nuevo significado cualquier cosa de la vida cotidiana.
José Ignacio Moreno Iturralde

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