La existencia nos pone en
un tiempo y en un lugar, con una determinada familia y unas circunstancias
concretas. A medida que transcurren los años, vamos tomando nuestras
decisiones, nuestras posturas personales a la hora de vivir las relaciones
familiares, de amistad, o la manera de acometer los estudios o el trabajo.
Partiendo de un temperamento dado, vamos forjando nuestro carácter. Elegimos
entre la generosidad o el egoísmo, la verdad o la mentira, la cordialidad o el
rechazo. Es decir: vamos generando nuestras disposiciones hacia lo que vivimos.
Este modo de vivir es consecuencia de una serie de decisiones del espíritu.
Conocemos personas alegres y serviciales, que son así como consecuencia de una
práctica virtuosa. Especialmente entrañable nos resulta el recuerdo de
familiares fallecidos, que nos han dejado un ejemplo fantástico de vida.
Cuando una familia es
feliz, pese a los inevitables inconvenientes de los días, crea no solo una casa
material, sino también un auténtico hogar del espíritu: cumpleaños, viajes,
risas, esfuerzos, alegrías y dolores compartidos. Uno piensa mucho en sus padres,
en su cónyuge, en sus hijos, aunque no cuente con su presencia física. Se trata
de lazos que trascienden el espacio y el tiempo; son relaciones que constituyen
parte importante de nuestra identidad. Las personas que se quieren se
encuentran entre sí en casa, en vacaciones, y también en una dimensión
espiritual, aunque no estén físicamente juntos. Tal dimensión parece un tanto
etérea, pero realmente tiene más fuerza que los cimientos de un edificio.
En ocasiones
reflexionamos, y emprendemos un viaje para ver a un amigo en apuros, o para
celebrar un aniversario de promoción. Podríamos decir que las disposiciones
personales hacen posible encuentros, escenarios o posiciones diversas. Nos
encontramos gracias a un espíritu común; especialmente cuando es un espíritu de
entrega, de mutua ayuda. Incluso la barrera de la muerte no impide que sigamos
pensando y queriendo a tal familiar o amigo.
Si el espíritu humano es
capaz de todo esto, es razonable considerar que el espíritu de Dios sea
plenamente capaz de hacernos coincidir en un auténtico lugar real definitivo.
Nos encontramos en Dios, si libremente queremos, porque es la realidad
originaria y común de la que dependemos. Por todo esto, merece la pena vivir,
con la ayuda de la fe, la esperanza y la caridad, para un grandioso objetivo:
“que Dios sea todo en todos” (1 Corintios 15,28).
José Ignacio Moreno Iturralde

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