En los vuelos de Madrid a
Las Palmas de Gran Canaria hay un momento en el que el avión gira ciento
ochenta grados, para enfilar el aeropuerto: entonces es impresionante divisar,
al oeste, cómo surge entre las nubes el volcán Teide de la vecina isla de Tenerife.
Sin embargo, si uno está en algunos lugares tinerfeños no se ve bien el gran
volcán, porque otras elevaciones del terreno lo cubren. Está claro que las
perspectivas, de las que tanto habló Ortega y Gasset, son algo a tener en
cuenta en nuestro conocimiento.
Las cosas están
relacionadas por una concatenación de hechos milenarios: los olivos actuales
provienen de otros, cuyos orígenes se nos esconden en el tiempo. Todas las
cosas están relacionadas con las demás; por ejemplo: las ondas gravitacionales
-que se dan en el universo por una distorsión provocada por lejanos agujeros
negros- fueron detectadas por primera vez en 2015, aunque Einstein habló de su
existencia en su teoría de la relatividad.
Unas cosas son relativas
a otras; pero esta afirmación, pese a su apariencia, no tiene nada que ver con
un relativismo escéptico que niega la posibilidad de llegar a la verdad. La
relación conecta dos o múltiples realidades entre sí. Se trata de relaciones
reales y operativas; es decir: verdaderas. La verdad es la sustentación
necesaria de las relaciones. Un relativismo sin verdad es un puro concepto de
razón contradictorio. Decir que nada es verdad es como decir: es verdad que
nada es verdad. Si no se cree en la verdad, lo mejor es callarse, aunque
nuestras necesidades más inmediatas tampoco facilitarían ese silencio.
Relación y verdad no se
contradicen; sino que la segunda es el marco real de la primera. Agustín de
Hipona, que superó un periodo escéptico en su vida, insistía en que sin una
verdad absoluta es imposible afirmar la existencia de verdades parciales. Por
esto, cuando no se cree en la verdad, el diálogo no es más que una lucha sorda
de intereses.
La vida de cada ser
humano no se puede valorar solo desde la propia interpretación personal.
Influye en ella todo el peso de la historia y, especialmente, las relaciones
con nuestros seres más cercanos. La visión de la gente que nos aprecia es muy
valiosa para entendernos a nosotros mismos. Los demás nos aportan luces para
dirigir nuestros pasos, y esto orienta
nuestras decisiones libres. Por esto puede ser importante la siguiente
pregunta: ¿Las personas que me quieren, qué esperan de mí?...
Las relaciones humanas
como la filiación, maternidad, paternidad, conyugalidad, forman parte de
nuestro ser de un modo profundo. Tenemos una dimensión relacional evidente. La
felicidad depende, entre otros factores, de la calidad de estas relaciones
humanas.
Estamos llamados a salir
de nosotros mismos: conocemos una realidad que nunca podremos abarcar. Nuestro
propio corazón, dentro de su misteriosa intimidad, es capaz de querer a un
número ilimitado de personas, si lo educamos para ser capaz de tener una visión
buena de nuestros semejantes.
Nuestra limitación
personal es patente, pero al mismo tiempo es raíz de apertura hacia toda la
realidad. Necesitamos ayuda a lo largo de toda la vida, entre otras cosas para
saber ayudar a otros. Tenemos una autonomía deseable; pero lo equivocado es
pretender una autonomía radical, en que pretendamos redefinirnos por completo:
esto es ir contra nosotros mismos. Necesitamos aceptar nuestra vida, con sus
limitaciones, porque es lo real. Sin embargo, tan solo lo lograremos cuando
tengamos un sentido satisfactorio de nuestra vida, cuando nos sepamos queridos
incondicionalmente por alguien que nos importa y que nos diga algo así como “es
bueno que existas”; es decir: que nos quiera.
La revelación cristiana
aporta una inmensa plenitud de sentido a la realidad. Requiere de fe, de una
confianza que el propio Dios nos brinda si libremente la queremos acoger. Pero
también su racionalidad es clara: necesitamos una guía que trascienda el mundo
para poder entender el sentido del mundo y de nosotros mismos. El hecho de la
venida a la historia de Jesucristo, Dios y hombre, es el acontecimiento más
asombroso e imprevisible de cuantos hayan sucedido. La relación con el Hijo de
Dios nos aporta una conexión con toda la historia y con la eternidad. La verdad
de fe que afirma que Dios es tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, nos
da a conocer que las Personas divinas son relaciones subsistentes: Paternidad,
Filiación y Amor. Podríamos decir que un único Dios es familia. La convicción
bíblica de que somos imagen y semejanza divina, incluso hijos de Dios, hace que
nuestra sencilla vida personal cobra una plenitud inmensa, abierta a mejorar
las relaciones entre todos los seres humanos.
José Ignacio Moreno Iturralde

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