Hay múltiples
temperamentos y tantos caracteres -lo que hacemos libremente con el
temperamento- como individuos. Simplificando muchísimo, vamos a hablar de dos
tipos de modos de ser. Hay personas cerebrales, inteligentes, de temperamento
frío, que tienden más a escuchar que a hablar. Son metódicas, prudentes y, en
algunas ocasiones, algo sosas. Por otra parte, están los pasionales,
habladores, impulsivos y fiesteros, con los que puedes troncharte de risa o
acabar agotado, deseando que se callen o desaparezcan durante un cierto tiempo.
La persona cerebral -parece
ser que predominan en ella las capacidades de su hemisferio cerebral izquierdo-
puede observar con distancia, escepticismo o cierta ironía a la persona
emocional. Ésta última -en la que destacarían sus facultades del hemisferio
derecho- puede impacientarse o acalorarse, al ver el orden meticuloso y una
cierta cachaza en el comportamiento de su colega cerebral. El asunto que aquí
nos planteamos es en qué momento, situación o disposición pueden ser estos caracteres
complementarios y no opuestos.
Hay quien afirma que para
tomar decisiones importantes hace falta “cabeza de hielo y corazón de fuego”. Seguramente es verdad. Es la inteligencia la que tiene que decidir, porque es
la que se orienta a la verdad, aunque el corazón sea lo más valioso que
tenemos. Pero también es cierto que el corazón y la voluntad pueden, en
ocasiones, tomar la delantera en una actitud muy acertada. Al respecto,
recuerdo el gol de Puyol a Alemania en la semifinal de la Copa del mundo de
fútbol de 2010. Aquello fue un derroche de coraje, de corazón y, sin duda, también
de técnica.
¿Qué podría combinar bien
dos caracteres tan distintos como los que estamos hablando? ... ¿La tolerancia,
el respeto? Sin duda alguna… pero hace falta algo más. Se trataría de algún
ejercicio del espíritu, que fomente una comprensión positiva y colaboradora… ¿Dónde
encontrar ese tesoro? Tiene que tratarse de algo sensato, inteligente y
prudente. Pero también tal actitud conciliadora ha de ser entrañablemente
humana. Queremos sabernos entendidos, pero también necesitamos sabernos
queridos. Quizás la amistad puede ser la respuesta porque supone una
cordialidad, donde se aprecia al otro por sí mismo: una actitud, llena de razón,
que satisface el corazón. El filósofo español Ricardo Yepes definía la amistad
como “la benevolencia recíproca dialogada”. Por esto, la benevolencia es clave
en la amistad. Pero incluso, sin desarrollar una amistad propiamente dicha, la
citada benevolencia es suficiente cuando se trata de caridad, que es la virtud
que Dios nos da para querer a nuestros semejantes de un modo más parecido a
como él los aprecia. Por tanto, la caridad no tiene una dimensión
exclusivamente cristiana, sino que también demuestra ser una virtud
profundamente humana, inteligente y colaboradora.
José Ignacio Moreno Iturralde

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