En el verano quizás uno
vuelve a ver un paisaje de su infancia. Aquellos tiempos de chaval o chavala
estaban pletóricos de salud, llenos del cariño y de la seguridad familiar,
surcados por juegos y algunos coscorrones con la bicicleta. Todo aquello ya pasó,
pero queda en el fondo del alma como una referencia segura, asentada con
firmeza en la propia historia personal.
Luego viene la juventud
con sus remolinos, sus amores, sus estudios y sus decisiones. Hay algunas cosas
muy buenas y comprometedoras que pueden decidirse pronto.
La madurez se aquilata
con el realismo, el trabajo y la experiencia de dolores, más o menos fuertes,
que no deseamos pero que pueden ayudar a madurar. Poco a poco se aprende a
valorar más las cosas sencillas de cada día. Surge también un buen sentido del
humor y un aceptar más la vida como viene.
La vejez se vislumbra
como algo duro cuando se vive con miedo, y como algo sabio cuando se tiene fe.
Entre tanto, se empieza a
entender que el tiempo pasa pero la vida queda, y permanece con capacidad de
cambiarse porque el amor tiene jurisdicción sobre el tiempo… Cuánto se cambia,
por ejemplo, pidiendo perdón o dándolo. También puede suceder algo estupendo: se
empieza a ver todo como un cuento vivo hecho realidad. La vida tiene varias
dimensiones, pero si somos capaces de valorarla e interpretarla es porque hay
en nosotros otra dimensión nueva que abarca a todas las demás y se abre a un
ser superior meta-dimensional que nos explica y que, por ser fuente de todo
sentido, es eminentemente personal.
Todo lo dicho ayuda a
entender que, siendo importantes tantos acontecimientos de la vida, nuestro
hogar es raíz de nuestro modo de vivir. Nacimos en uno y hemos forjado, de una
u otra manera, otro. Este hogar es clave para nuestro cónyuge, hijos -si los
tenemos- y amigos: es una referencia de humanidad.
Vivir como madre, padre,
hijo o hermano es un aprendizaje y una enseñanza. Vivir como hijo de Dios es,
además, un regalo tan asombroso que conviene ser meditado y encarnado con
asiduidad diaria.
La vida puede tener roturas y contrariedades tremendas, pero nuestra habitación interior siempre puede abrirse a la luz de divina, que no solo ilumina sino que recompone y edifica. Por todo esto conviene vivir como cuando éramos niños, en el sentido de vivir en un hogar de seres humanos donde esté Dios. Este es el camino para que más adelante entremos al hogar de Dios, donde habitan por siempre multitud de seres humanos.
En el verano quizás uno
vuelve a ver un paisaje de su infancia. Aquellos tiempos de chaval o chavala
estaban pletóricos de salud, llenos del cariño y de la seguridad familiar,
surcados por juegos y algunos coscorrones con la bicicleta. Todo aquello ya pasó,
pero queda en el fondo del alma como una referencia segura, asentada con
firmeza en la propia historia personal.
Luego viene la juventud
con sus remolinos, sus amores, sus estudios y sus decisiones. Hay algunas cosas
muy buenas y comprometedoras que pueden decidirse pronto.
La madurez se aquilata
con el realismo, el trabajo y la experiencia de dolores, más o menos fuertes,
que no deseamos pero que pueden ayudar a madurar. Poco a poco se aprende a
valorar más las cosas sencillas de cada día. Surge también un buen sentido del
humor y un aceptar más la vida como viene.
La vejez se vislumbra
como algo duro cuando se vive con miedo, y como algo sabio cuando se tiene fe.
Entre tanto, se empieza a
entender que el tiempo pasa pero la vida queda, y permanece con capacidad de
cambiarse porque el amor tiene jurisdicción sobre el tiempo… Cuánto se cambia,
por ejemplo, pidiendo perdón o dándolo. Puede suceder algo estupendo: que se
empieza a ver todo como un cuento vivo hecho realidad. La vida tiene varias
dimensiones, pero si somos capaces de valorarla e interpretarla es porque hay
en nosotros otra dimensión nueva que abarca a todas las demás y se abre a un
ser superior meta-dimensional que nos explica y que, por ser fuente de todo
sentido, es eminentemente personal.
Todo lo dicho ayuda a
entender que, siendo importantes tantos acontecimientos de la vida, nuestro
hogar es raíz de nuestro modo de vivir. Nacimos en uno y hemos forjado, de una
u otra manera, otro. Este hogar es clave para nuestro cónyuge, hijos -si los
tenemos- y amigos: es una referencia de humanidad.
Vivir como madre, padre,
hijo o hermano es un aprendizaje y una enseñanza. Vivir como hijo de Dios es,
además, un regalo tan asombroso que conviene ser meditado y encarnado con
asiduidad diaria.
La vida puede tener
roturas y contrariedades tremendas, pero nuestra habitación interior siempre
puede abrirse a la luz de divina, que no solo ilumina sino que recompone y
edifica. Por todo esto conviene vivir
como cuando éramos niños, en el sentido de vivir en un hogar de seres humanos
donde esté Dios. Este es el camino para que más adelante entremos al hogar de
Dios, donde habitan por siempre multitud de seres humanos.
José Ignacio Moreno Iturralde

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