Saturday, August 16, 2025

Volver al hogar

  

En el verano quizás uno vuelve a ver un paisaje de su infancia. Aquellos tiempos de chaval o chavala estaban pletóricos de salud, llenos del cariño y de la seguridad familiar, surcados por juegos y algunos coscorrones con la bicicleta. Todo aquello ya pasó, pero queda en el fondo del alma como una referencia segura, asentada con firmeza en la propia historia personal.

Luego viene la juventud con sus remolinos, sus amores, sus estudios y sus decisiones. Hay algunas cosas muy buenas y comprometedoras que pueden decidirse pronto.

La madurez se aquilata con el realismo, el trabajo y la experiencia de dolores, más o menos fuertes, que no deseamos pero que pueden ayudar a madurar. Poco a poco se aprende a valorar más las cosas sencillas de cada día. Surge también un buen sentido del humor y un aceptar más la vida como viene.

La vejez se vislumbra como algo duro cuando se vive con miedo, y como algo sabio cuando se tiene fe.

Entre tanto, se empieza a entender que el tiempo pasa pero la vida queda, y permanece con capacidad de cambiarse porque el amor tiene jurisdicción sobre el tiempo… Cuánto se cambia, por ejemplo, pidiendo perdón o dándolo. También puede suceder algo estupendo: se empieza a ver todo como un cuento vivo hecho realidad. La vida tiene varias dimensiones, pero si somos capaces de valorarla e interpretarla es porque hay en nosotros otra dimensión nueva que abarca a todas las demás y se abre a un ser superior meta-dimensional que nos explica y que, por ser fuente de todo sentido, es eminentemente personal.

Todo lo dicho ayuda a entender que, siendo importantes tantos acontecimientos de la vida, nuestro hogar es raíz de nuestro modo de vivir. Nacimos en uno y hemos forjado, de una u otra manera, otro. Este hogar es clave para nuestro cónyuge, hijos -si los tenemos- y amigos: es una referencia de humanidad.

Vivir como madre, padre, hijo o hermano es un aprendizaje y una enseñanza. Vivir como hijo de Dios es, además, un regalo tan asombroso que conviene ser meditado y encarnado con asiduidad diaria.

La vida puede tener roturas y contrariedades tremendas, pero nuestra habitación interior siempre puede abrirse a la luz de divina, que no solo ilumina sino que recompone y edifica.  Por todo esto conviene vivir como cuando éramos niños, en el sentido de vivir en un hogar de seres humanos donde esté Dios. Este es el camino para que más adelante entremos al hogar de Dios, donde habitan por siempre multitud de seres humanos. 

En el verano quizás uno vuelve a ver un paisaje de su infancia. Aquellos tiempos de chaval o chavala estaban pletóricos de salud, llenos del cariño y de la seguridad familiar, surcados por juegos y algunos coscorrones con la bicicleta. Todo aquello ya pasó, pero queda en el fondo del alma como una referencia segura, asentada con firmeza en la propia historia personal.

Luego viene la juventud con sus remolinos, sus amores, sus estudios y sus decisiones. Hay algunas cosas muy buenas y comprometedoras que pueden decidirse pronto.

La madurez se aquilata con el realismo, el trabajo y la experiencia de dolores, más o menos fuertes, que no deseamos pero que pueden ayudar a madurar. Poco a poco se aprende a valorar más las cosas sencillas de cada día. Surge también un buen sentido del humor y un aceptar más la vida como viene.

La vejez se vislumbra como algo duro cuando se vive con miedo, y como algo sabio cuando se tiene fe.

Entre tanto, se empieza a entender que el tiempo pasa pero la vida queda, y permanece con capacidad de cambiarse porque el amor tiene jurisdicción sobre el tiempo… Cuánto se cambia, por ejemplo, pidiendo perdón o dándolo. Puede suceder algo estupendo: que se empieza a ver todo como un cuento vivo hecho realidad. La vida tiene varias dimensiones, pero si somos capaces de valorarla e interpretarla es porque hay en nosotros otra dimensión nueva que abarca a todas las demás y se abre a un ser superior meta-dimensional que nos explica y que, por ser fuente de todo sentido, es eminentemente personal.

Todo lo dicho ayuda a entender que, siendo importantes tantos acontecimientos de la vida, nuestro hogar es raíz de nuestro modo de vivir. Nacimos en uno y hemos forjado, de una u otra manera, otro. Este hogar es clave para nuestro cónyuge, hijos -si los tenemos- y amigos: es una referencia de humanidad.

Vivir como madre, padre, hijo o hermano es un aprendizaje y una enseñanza. Vivir como hijo de Dios es, además, un regalo tan asombroso que conviene ser meditado y encarnado con asiduidad diaria.

La vida puede tener roturas y contrariedades tremendas, pero nuestra habitación interior siempre puede abrirse a la luz de divina, que no solo ilumina sino que recompone y edifica.  Por todo esto conviene vivir como cuando éramos niños, en el sentido de vivir en un hogar de seres humanos donde esté Dios. Este es el camino para que más adelante entremos al hogar de Dios, donde habitan por siempre multitud de seres humanos.


José Ignacio Moreno Iturralde

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