En los años noventa del
siglo pasado, enseñar Filosofía en un colegio de Vallecas -un barrio obrero de
Madrid- me pareció algo así como ordeñar coliflores. Pero ahí estaba yo, Dios
sabe por qué, presto a iniciar una áspera y fructífera etapa docente.
En aquél centro educativo
empecé a preceptuar, dentro del horario escolar. Básicamente se trata de sacar
de vez en cuando, de uno en uno, a varios alumnos, para charlar acerca de su
rendimiento escolar, de fútbol o de algún tema que al chaval le preocupe. En
los primeros meses de preceptor -término que identifico con tutor personal
escolar- tenía la sensación de estar perdiendo el tiempo olímpicamente. Las
conversaciones entre un profe de treinta años y un muchacho de quince o dieciséis,
no me parecía que tuvieran mucho recorrido. Me equivoqué.
Dedicar un tiempo
quincenal, o al menos mensual, a un alumno puede ser, aunque no lo parezca, uno
de los pilares de una educación más eficaz y más humana. Por supuesto, esta
preceptuación se ve enriquecida y complementada con las entrevistas o tutorías
con los padres de los chicos. La perspectiva de los padres es clave para poder
ayudar a alumnos y alumnas. Por otra parte, el conocimiento que un profesor
tutor tiene del estudiante es significativo para sus familias; a veces mucho.
La preceptuación es, para
aquellos centros educativos que se la han planteado, algo importante, aunque
suele ser poco urgente. Por este motivo, en el tráfago del calendario escolar,
es fácil descuidarla. Chesterton no recordaba con gran aprecio a su colegio y
llegó a definir así un día es su escuela: “un señor que no conozco, me enseña
una cosa que no quiero”. La preceptuación está para conocer mejor a los alumnos
y a sus familias. Preceptor significa “el que enseña” o “el que está adelante”.
Pero para guiar bien a las personas antes hay que valorarlas mucho, y la
primera muestra de esto es el conocimiento personal. Ayudar a formar personas
-en el sentido de clásico de forma como principio de vida y de libertad- hace
que la tarea educativa deje una huella valiosa en las vidas de quienes
participaron en esta noble tarea.
Las conversaciones con
los alumnos pueden parecer poco relevantes, pero van haciendo su efecto, tan invisible
y eficaz como la sal -si se tiene verdadero afán de servicio al hacerlas-. En
algunas ocasiones pueden surgir asuntos de más calado: he podido ayudar a desbloquear a un alumno
brillante de bachillerato respecto a una cuestión de filosofía, que le afectaba
en su modo de entender la fe católica. Tranquilicé con una sencilla explicación
a otro alumno más pequeño que estaba preocupado porque cuando cogió un avión
con su familia, después de atravesar las nubes, no había visto a Dios…
En algunas situaciones hay
que bajar los humos a algún adolescente; por ejemplo, cuando emite juicios
apresurados sobre profesores. Pero también es uno el que aprende mucho de los
chicos: recuerdo que un alumno con discapacidad severa desde su nacimiento no
daba ningún dramatismo a su situación, era un tipo alegre y tenía proyectos
estupendos para su vida.
A lo largo de varias
décadas de profesor y tutor pueden llegar a realizarse miles de conversaciones, que siempre han de realizarse con un esmerado respeto a la libertad de los alumnos.
A los chicos les pueden aportar referencias para la vida, y a los profesores
tutores les dejan como recuerdo un surco de alegría.
José Ignacio Moreno Iturralde

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