Recuerdo
que una mañana observé algo curioso: era temprano y una gota de rocío reflejaba
la bóveda celeste, donde aún se distinguían algunas estrellas. Esto me
recuerda a la mente humana: algo muy pequeño que tiene la grandeza de abrirse
a la inmensidad de lo real. Por esto resultan deprimentes los planteamientos
que dudan de la posibilidad humana de conocer las cosas del mundo. Frente a
todos los escepticismos, la buena filosofía siempre ha amado la verdad de la
vida.
Nos pueden
explicar el proceso por el que una semilla da lugar a un árbol espléndido, pero
tal conocimiento científico no abarca el por qué se produce semejante
desarrollo: hay algo misterioso. Por otra parte, lo que está claro es que esa
semilla puede dar lugar a un árbol, pero no a un rosal; y esto me lleva a pensar
que los diseños de los seres vivos, expresados en sus genéticas propias, son
previos a su desarrollo. Está claro que la evolución influye es las especies;
pero la evolución no es una especie suprema de la que surjan los seres, sino el
proceso histórico de los mismos. Aristóteles decía que “el hombre piensa porque
tiene manos”. Me parece que es al revés: “tiene manos porque piensa”; de lo
contrario seguiría teniendo garras como algunos animales.
Los seres
vivos tienen una anatomía acorde con sus funciones. Karol Wojtyla -San Juan
Pablo II- ha estudiado con peculiar profundidad el sentido del cuerpo humano.
Ciertamente se basa en contenidos de la fe cristiana, pero razonados de tal
manera que ofrecen unas interesantes perspectivas a toda persona que tenga una
mente abierta. El cuerpo humano, el de la mujer y el del hombre, manifiestan
una tendencia a la relación personal. El abrazo a un padre es distinto al de un
hijo o al de la esposa; pero todos ellos manifiestan la necesidad de compartir
la vida con los demás.
El
cristianismo explica el origen del mal en un desacato a la autoridad divina.
Comer del árbol de la ciencia del bien y del mal fue como decirle a Dios que es
el hombre el que crea su propio orden moral. De este modo se produjo el pecado
original, que provocó una ruptura de la relación con Dios, un oscurecimiento de
la imagen y semejanza divina que existía en los primeros seres humanos. La
muerte viene como una consecuencia de aquella primera culpa; no solo como un castigo, sino como un
remedio. El final de nuestra vida en este mundo nos dice: tienes un tiempo;
procura hacer el bien. Sin la muerte daría igual hacer una cosa hoy mañana o no
hacerla; hacer algo bien o algo mal. Y esto no sería adecuado para nuestra
actual naturaleza deteriorada.
Antes de la
culpa original, dice el Génesis, Adán y Eva estaban desnudos sin sentir
vergüenza. Explica Wojtyla que esto se debía a que ambos se conocían en Dios,
para el que están patentes todas las realidades. Fue esa rebelión lo que les
hizo perder su integridad anímico-corporal. Por esto, el pudor es una reacción
natural en nuestra condición actual, ya que podemos desear algo de alguien desordenadamente.
Una reivindicación exclusivamente naturalista no da cuenta del desorden interior
del ser humano.
De todo
esto deducimos que la corporeidad sexuada es buena, magnífica, llamada al amor
mutuo y a transmitir la vida. Por esto, una uso amoral e irresponsable de la corporeidad no es
la solución para una persona moral, cosa que somos todos los seres humanos.
Cada unión
conyugal de marido y mujer, prosigue con audacia Juan Pablo II, tiene la fuerza
del inicio de la creación. Ciertamente se trata de una frase asombrosa. Recuerda
al pensamiento de San Agustín -seguido por Hannah Arendt en este punto- afirmando
que cada nuevo ser humano es un inicio del mundo. Estas reflexiones nos
recuerdan a las de Chesterton cuando afirmaba que un solo ser humano vale más
que todas las galaxias. Dios es un ser personal y, por esto, quiere a cada ser
humano por sí mismo. Pero Dios es también familia, pues la fe nos afirma que en
un solo Dios hay tres Personas: Padre,
Hijo y Espíritu Santo. En su intimidad, Dios es entrega, donación: esta es la sublime
garantía de que la vida de entrega a los demás es lo único que realmente puede
dar sentido pleno a nuestra vida, aunque no siempre seamos correspondidos.
El mal en
la historia y en el mundo es una dura realidad. La Encarnación, muerte y
resurrección del Hijo de Dios, es la superación absoluta de ese mal y la
restauración de nuestra naturaleza humana elevada a la vida de la gracia, que es una
participación de la vida divina.
Asombrosamente
la institución de la eucaristía por Jesucristo, donde está Él verdadera y
realmente presente, nos une en su Cuerpo. Cristo restaura nuestra condición
originaria a la comunión de personas, preparando ya aquí la plenitud de la vida
eterna. Nos enseña una entrega de vida que se explicita en el matrimonio; pero
también en el celibato por el reino de los cielos. Somos hijos por naturaleza,
pero nos casamos por libre elección. La entrega a los demás no es
necesariamente matrimonial. Lo que sí cabe admitir, siguiendo el pensamiento de
Wojtyla, es que matrimonio y celibato son dos dimensiones de la entrega
personal.
José Ignacio Moreno Iturralde

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