El paso de los años te va
quitando ingenuidades. Sin embargo, la experiencia no tiene nada que ver con “estar
de vuelta” de la vida, porque ese estado nos hace replegarnos sobre nosotros
mismos. Los niños pequeños suelen ir bastante a su bola, pero tienen algo
envidiable: una indudable orientación de estreno de la vida y de confianza en
el mundo que les rodea. Me parece que un aspecto importante de la madurez
radica precisamente en algo propio de la infancia: abrirse a la realidad, estar
siempre “de ida”.
Lo primero que conocemos
de algo es su ser, que existe. Esta perogrullada, destacada por Tomás de
Aquino, conviene ser recordada. Nuestro conocimiento está naturalmente abierto
a la realidad, y tiene que medirse por ella para no llegar a ser un cínico o un
loco. La sabiduría no consiste en engullir datos, sino en ser colaboradores de
una verdad superior a nosotros mismos. También el corazón y la afectividad
necesitan salir de sus tendencias posesivas, para abrirse a dinámicas de
realismo, de generosidad, y ser así capaces de querer el bien de los demás.
En las facultades racionales
y emocionales del ser humano, enraizadas en cada persona, se da una paradoja y
es ésta: tienen que salir de sí mismas para ocupar su lugar adecuado. Es entonces
cuando se llega a una situación de paz y bienestar. Existe, por tanto, un cierto
principio de desorden personal, anterior a nosotros mismos: hay algo dañado en
nuestro interior. Por esto, si el egoísmo es visto como simple naturalidad se
cae en una ramplona animalización de mujeres y hombres; que termina en la
tristeza o la angustia. Pero también
tenemos una poderosa tendencia natural a compartir la vida y alegrarnos con
familiares y amigos. Muchas veces queremos sinceramente el bien de los demás e
intentamos procurarlo. Hay que caer en la cuenta de que la paradoja expuesta, experimentada
de modo natural, requiere de la intervención de un agente con una dimensión superior,
sobrenatural o divina, que mejore nuestra libertad, haciéndonos más humanos. Es
así como, siendo adultos, recuperamos la alegría de los niños.
Nos damos cuenta de que
nuestra vida es breve, que hay otros que son más listos, más guapos y mejores
personas que nosotros. Pero todo esto nos hace gracia y nos mueve al regocijo,
porque estamos de ida hacia un bien inmenso que comprende, relaciona y
trasciende a todo lo demás.
José Ignacio Moreno Iturralde

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