El fallecimiento de un familiar es una
experiencia dura. Pero, dentro del desgarrón y la pena que produce, es
consolador poder abrazar a un padre en sus últimos momentos y decirle: “gracias
por todo, eres un padrazo”.
El cariño a un padre no surge de la
admiración por una persona que no tiene defectos; sino ante el testimonio de
una vida de entrega incondicional a su familia. Es probable que nuestros padres
hayan cometido errores; la mayoría pequeños; quizás alguno no tanto. Pero son
mi padre y mi madre, los que me ha criado, educado, aguantado y sacado
adelante. Resulta curioso constatar que solo después del fallecimiento paterno,
uno cae en la cuenta de algunos gestos de entrega muy generosa de quien
contribuyó a darnos la vida.
Esta trayectoria de fidelidad, que es el
nombre del amor en el tiempo -como algún sabio ha dicho-, es de una elegancia y
un señorío incomparables. Nuestros padres han tenido que soportar dificultades,
educando con esfuerzo su propio corazón, y han buscado el mayor bien para sus
hijos. Pero, quizás lo más conmovedor de todo, es que mujer y marido han
aprendido a quererse mutuamente desbrozando dificultades, hasta hacer brotar el
manantial de la vida y de la alegría. La familia es una realidad plagada de
inconvenientes, virtudes, enfados, risas, amor, seguridad, futuro y buen humor.
Por todo esto, de la vida de nuestros padres surge su autoridad, que aceptamos
libremente porque brota de su entrega sincera y generosa.
La sencilla y grandiosa alegría de una
madre es algo clave para poder amar al mundo y a la propia vida. Su enorme amor
a los hijos es algo que supera los desengaños que pudieran surgirnos al paso. Todo este claro caudal de la mejor humanidad
se vertebra y desarrolla cuando dejamos que el amor divino purifique y renueve
el corazón humano. De ahí nace la necesidad de pedir perdón y de perdonar -una
especie de resurrección en vida- que hace hermosa la existencia. “Lo que Dios
ha unido que no lo separe el hombre (Mt, 19,6)” es una norma cristiana y
profundamente humana.
Soy consciente de que estas reflexiones
chocan de pleno con un panorama de separaciones y divorcios que se extienden en
nuestra sociedad, asolando la felicidad y el desarrollo armónico de muchos
jóvenes y adultos. Ni pretendo ni soy quién para juzgar a nadie, pero me parece
importante recordar referencias esenciales de vida, que se pretenden olvidar. Por
otra parte, como decía mi padre, “Dios es el imprevisible”, y sabrá encontrar
caminos seguros de restauración y plenitud para todos aquellos que busquen
sinceramente la verdad de sus vidas, por muy problemática que sea su situación.
Sin libertad no se puede vivir, pero
tampoco sin una autoridad satisfactoria que guie nuestros pasos. Ante todo,
somos hijos e hijas. Negar esto, como algunos pretenden, es engañar y defraudar
al ser humano. El corazón está hecho para amar; pero amar no es una emoción
pasajera sino un acto libre de entrega que nos permite forjar lazos familiares
de fidelidad, aquellos por los que merece la pena dar la vida.
José Ignacio Moreno Iturralde

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