Tuve un amigo que era investigador
en Ciencias Químicas. Tenía también una química muy humana para hacer la vida
agradable y animante. Hace unos años padeció un cáncer. Coincidí con él en un
acto académico. El tipo de tumor que le afligía era muy grave, y tanto él como
yo sabíamos que no le quedaban muchos meses de vida. Como solíamos coincidir
una vez al año en aquel acto, al despedirnos entonces nos dimos cuenta de que
era la última vez que nos saludábamos. Él me sonrió y me dio la mano. Su rostro
reflejaba serenidad y esperanza, como si me dijera “hasta luego”. Aquella
categoría personal era fruto de una vida labrada con virtudes personales, al
servicio de los demás.
Cualquier atleta ha tenido que
entrenar muy en serio para obtener buenas marcas. Un artista destacado también
lleva mucho tiempo de esfuerzo a sus espaldas. No es menos importante el
deporte o el arte de la propia vida. Es cierto que heredamos un temperamento
que nos condiciona fuertemente. Pero el carácter es lo que libremente hacemos
con nuestro temperamento. Una persona tímida puede vencer su timidez y otra muy
extrovertida es capaz de aprender a moderar su modo de actuar. Somos libres y,
por tanto, responsables de nuestro carácter. Aquel amigo mío químico, que
estaba enfermo, supo vivir virtuosamente su vida y su muerte.
Imperativos morales
absolutos
A la hora de actuar correctamente podría pensarse que
no hay cosas buenas y cosas malas en general: lo bueno, como lo malo, es para
alguien concreto y en un momento determinado. Frente a esta postura el filósofo
Robert Spaemann explica que hay algunas acciones que siempre y para todos están
bien –como ayudar a un enfermo- y otras que siempre están mal –como maltratar a
un marginado-. No en vano la llamada regla de oro de la moral afirma: ”trata a
los demás como quieres que te traten a ti”. Hay muchas cosas relativas y
opinables; pero existen algunas intocables, entre las que destaca la defensa de
los más débiles. El cristianismo establece su visión de los imperativos morales
absolutos en los Diez Mandamientos.
La historia de las civilizaciones
humanas pone de manifiesto que los hombres necesitan apoyarse en algunas verdades
estables para vivir personal y socialmente. Desde luego que han existido
civilizaciones más dignas que otras. Tan claro como lo anterior es que
consideramos mejores a las sociedades que han tenido más respeto por los seres
humanos. Sin embargo, dándonos poca o mucha cuenta, hoy nos estamos
deslizando con rapidez hacia situaciones en la que el trato a la vida humana
es, en las etapas más dependientes, objeto de una fuerte polémica.
Las verdades estables de las que hablábamos antes
surgen, en muchas ocasiones, de la propia realidad natural. Lo que conviene
darse cuenta es de que existen unas leyes que son condición de posibilidad de
esa realidad y, si no se respetan, se rompe el juego de la vida. En la
naturaleza humana se unen a las leyes físicas otras de tipo moral. Estas
últimas leyes se basan en principios fundamentales o imperativos morales
absolutos. Si el propio ser humano pudiera redefinir absolutamente la
estructura física y moral de sí mismo no existiría ninguna instancia ética que
pudiera culpar a estructuras de opresión y criminalidad como el exterminio de
judíos perpetrado por algunos nazis; o los sistemas de trabajo complacientes
con la esclavitud. El respeto a la naturaleza y a la moral de la persona humana
solo puede provenir de la comprensión y respeto de una legislación previa a
nosotros mismos. Los que etiquetan a estas posturas de fundamentalistas tienen
el mismo rigor intelectual de quienes sostuvieran que no hace falta el suelo
para andar o el aire para respirar.
Virtudes: valores entrenados
El camino de
la felicidad, siguiendo a los griegos clásicos, pasa por el ejercicio de las
virtudes. Una ética fuerte, la que da
unidad al hombre, la que le hace estar a bien consigo mismo –esto es lo que
significa el término “eudaimonía”- necesita de una acción virtuosa. La virtud
se plantea así como un medio necesario, pero no como un fin.
Recordemos las virtudes cardinales
dando breves resúmenes de lo que se explica en la obra de Joseph Pieper
titulada “Las virtudes fundamentales”[1].
La primera de ellas es la prudencia
que significa ser capaz de aplicar el
conocimiento teórico del bien a cada caso concreto. Ser prudente es ser realista.
La prudencia es la más importante de estas cuatro virtudes porque es la que más
se acerca por su propia definición al núcleo de la virtud misma, que
Aristóteles define como un máximo de
perfección entre dos extremos viciosos: el exceso y el defecto. Para obrar bien
no basta conocer la verdad, ni simplemente querer. Se requiere además algo que
podríamos llamar el arte de poner en práctica lo bueno, de convertir la verdad
en norma de conducta. Esto es la prudencia. La prudencia es condición de las
demás virtudes, pues todo acto virtuoso es en primer lugar prudente. La
prudencia empieza conociendo y acaba actuando. La prudencia no se basa tanto en
una coherencia con uno mismo, como en un actuar de modo inteligente en función de la realidad.
La prudencia supone un conocimiento
directo: reflexiona, enjuicia, ejecuta o se abstiene;
así lo pone de manifiesto su etimología: prudencia viene de procul videre (ver
desde lejos o prever). Mediante la prudencia, el hombre es capaz de atraer el
futuro al presente. Por esto, la verdadera prudencia no tiene nada que ver ni
con la temeridad ni con la lentitud de decisión o cualquier otro tipo de
cobardía. A la hora de obrar con prudencia, son muchos los obstáculos que
pueden presentarse. Por eso es necesario que la prudencia vaya acompañada de la
fortaleza.
Como el hombre
es naturalmente social, obrar será respetar el derecho ajeno, dar a cada uno lo
suyo: en esto consiste la justicia. No es tarea fácil pero,
ante todo, es una tarea que ha de realizar cada persona respecto a los demás.
La fortaleza, la virtud que acomete
lo arduo, se divide en resistir y atacar. Dado
que el bien es a veces costoso, conviene estar dispuesto a sufrir por
conquistar o defender el bien. La resistencia suele ser el aspecto más
importante porque es el más cotidiano y practicable. La veracidad de la
fortaleza dependerá del fin que busque. El fin no debe quedarse sólo en el
propio beneficio personal. La necesidad de amor de benevolencia -de entrega- es
en el hombre una necesidad de su ser moral; como también lo es la necesidad de
recibir ese amor que dota de sentido. En la medida en la que la fortaleza se
guía por este amor se hace más verdadera y fructífera.
La templanza es aquella virtud por la que lo racional gobierna a
lo orgánico. Es lógico afirmar que para darse antes hay que poseerse, en la
medida de lo posible. Conviene que el jardín de los sentimientos sea cultivado
por los instrumentos de la inteligencia y la voluntad.
Las virtudes que hemos citado se
llaman también virtudes cardinales. El término “cardo” en latín significa
quicio, gozne. De hecho, estas virtudes son las que nos posibilitan una buena
relación moral con quienes nos rodean. Si no se viven estas virtudes, uno se
“desquicia”.
Las virtudes nos otorgan como una
segunda naturaleza. Es como saber un arte marcial que nos da superioridad
respecto a una persona que no lo tuviera. Es claro que las virtudes no deben
anular a las tendencias y a lo espontáneo, pero sí que deben reconducirlos. A
veces diciendo sí a lo que apetece; y en otras ocasiones diciendo sí a un bien
mayor que excluye la apetencia de un bien menor.
Adquirir virtudes cuesta esfuerzo,
pero este trabajo es imprescindible para ser mucho más feliz, y para hacer
felices a los demás. No es lo mismo dejar que pasen los días sin enmendar las
propias faltas, a batallar un día y otro por mejorar en esta u otra virtud, o por
procurar extirpar tal o cual vicio. Los creyentes contamos además con la
valiosa ayuda de Dios para hacer eficaces nuestros esfuerzos personales por
mejorar.
Toda la educación se puede dirigir a construir una
personalidad mejor. Para esto es imprescindible la adquisición de virtudes que
comporten valores de conducta. Pero no siempre se saben enseñar desde una perspectiva simpática, atractiva. Enseñar, repetir una y otra vez,
comprender, rectificar… Todas estas cosas pueden hacerse de un modo grato y animante.
Es entonces cuando se multiplica la eficacia de su mensaje. La gente joven
quiere vernos felices y transmisores de una felicidad que no sea ingenua. Este
es el gran reto que tenemos todos los educadores. El reto de mejorarnos a
nosotros mismos, mientras realizamos la dura y fantástica tarea de educar.
Los afectos
y la armonía psíquica
Si tenemos pensamientos acertados sobre la realidad
nuestros sentimientos serán adecuados o realistas. Si pensamos equivocadamente,
nuestros sentimientos serán inconvenientes. No es lógico que un pequeño acierto
nos llene de orgullo, ni que una pequeña equivocación nos baje demasiado el
ánimo, pero puede ocurrirnos en ocasiones. Ejercitarse en pensar correctamente
trae beneficios, también sentimentales. Lógicamente está implicado el esfuerzo
de la voluntad. Lo decisivo es que haya una proporción entre los sentimientos y
la realidad.
Por otro lado, los sentimientos refuerzan nuestras
tendencias. Se ha dicho que no hay que hacer las cosas “por gusto”, pero hay
que hacerlas “con gusto”. Poner el corazón en lo que hacemos, aunque sea solo
un poco, puede llenar de humanidad nuestra tarea.
El equilibrio entre las facultades humanas es
necesario para tener una vida lograda. Hemos de encargar a la razón el mando
sobre el resto de las dimensiones humanas. Para conseguir esta armonía, hemos
de tener unos fines personales que merezcan la pena, y disponer de unos medios
adecuados para llevar los primeros acabo. También es bueno darnos cuenta de que
hay modos personales de ser muy distintos y que al nuestro le pueden venir bien
consejos que sean menos recomendables para otros. Hay buenos libros sobre los
diferentes tipos de personalidad desde el punto de vista psicológico, entre los
que destacaría el de Javier de las Heras “Conócete mejor”[2].
La armonía y la salud psíquica dependen del control de
las tendencias y de los sentimientos, si bien pueden influir factores externos
e internos de gran relevancia, como pueden ser las enfermedades, algunas de las
cuales son hereditarias.
La verdad hay que saber mostrarla de un modo atractivo,
como ya dijimos. Se hace preciso convencer, motivar y hacer feliz a los demás
para que actuemos como debemos, como conviene. La ética supone la educación de
los sentimientos mediante las virtudes. Desarrollar las virtudes humanas es lo
más adecuado para tener armonía psíquica, requisito necesario para ser feliz.
Ser ponderados, razonables, equilibrados es algo muy
provechosos para los más jóvenes. Es una escuela de vida que probablemente no
aplaudirán, pero que les ayuda enormemente en su desarrollo personal.
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