Saturday, September 30, 2017

Construir la personalidad



Tuve un amigo que era investigador en Ciencias Químicas. Tenía también una química muy humana para hacer la vida agradable y animante. Hace unos años padeció un cáncer. Coincidí con él en un acto académico. El tipo de tumor que le afligía era muy grave, y tanto él como yo sabíamos que no le quedaban muchos meses de vida. Como solíamos coincidir una vez al año en aquel acto, al despedirnos entonces nos dimos cuenta de que era la última vez que nos saludábamos. Él me sonrió y me dio la mano. Su rostro reflejaba serenidad y esperanza, como si me dijera “hasta luego”. Aquella categoría personal era fruto de una vida labrada con virtudes personales, al servicio de los demás.

Cualquier atleta ha tenido que entrenar muy en serio para obtener buenas marcas. Un artista destacado también lleva mucho tiempo de esfuerzo a sus espaldas. No es menos importante el deporte o el arte de la propia vida. Es cierto que heredamos un temperamento que nos condiciona fuertemente. Pero el carácter es lo que libremente hacemos con nuestro temperamento. Una persona tímida puede vencer su timidez y otra muy extrovertida es capaz de aprender a moderar su modo de actuar. Somos libres y, por tanto, responsables de nuestro carácter. Aquel amigo mío químico, que estaba enfermo, supo vivir virtuosamente su vida y su muerte.

Imperativos morales absolutos

            A la hora de actuar correctamente podría pensarse que no hay cosas buenas y cosas malas en general: lo bueno, como lo malo, es para alguien concreto y en un momento determinado. Frente a esta postura el filósofo Robert Spaemann explica que hay algunas acciones que siempre y para todos están bien –como ayudar a un enfermo- y otras que siempre están mal –como maltratar a un marginado-. No en vano la llamada regla de oro de la moral afirma: ”trata a los demás como quieres que te traten a ti”. Hay muchas cosas relativas y opinables; pero existen algunas intocables, entre las que destaca la defensa de los más débiles. El cristianismo establece su visión de los imperativos morales absolutos en los Diez Mandamientos.

         La historia de las civilizaciones humanas pone de manifiesto que los hombres necesitan apoyarse en algunas verdades estables para vivir personal y socialmente. Desde luego que han existido civilizaciones más dignas que otras. Tan claro como lo anterior es que consideramos mejores a las sociedades que han tenido más respeto por los seres humanos. Sin embargo, dándonos poca o mucha cuenta, hoy nos estamos deslizando con rapidez hacia situaciones en la que el trato a la vida humana es, en las etapas más dependientes, objeto de una fuerte polémica.

Las verdades estables de las que hablábamos antes surgen, en muchas ocasiones, de la propia realidad natural. Lo que conviene darse cuenta es de que existen unas leyes que son condición de posibilidad de esa realidad y, si no se respetan, se rompe el juego de la vida. En la naturaleza humana se unen a las leyes físicas otras de tipo moral. Estas últimas leyes se basan en principios fundamentales o imperativos morales absolutos. Si el propio ser humano pudiera redefinir absolutamente la estructura física y moral de sí mismo no existiría ninguna instancia ética que pudiera culpar a estructuras de opresión y criminalidad como el exterminio de judíos perpetrado por algunos nazis; o los sistemas de trabajo complacientes con la esclavitud. El respeto a la naturaleza y a la moral de la persona humana solo puede provenir de la comprensión y respeto de una legislación previa a nosotros mismos. Los que etiquetan a estas posturas de fundamentalistas tienen el mismo rigor intelectual de quienes sostuvieran que no hace falta el suelo para andar o el aire para respirar.

          
Virtudes: valores entrenados

El camino de la felicidad, siguiendo a los griegos clásicos, pasa por el ejercicio de las virtudes. Una ética fuerte, la que da unidad al hombre, la que le hace estar a bien consigo mismo –esto es lo que significa el término “eudaimonía”- necesita de una acción virtuosa. La virtud se plantea así como un medio necesario, pero no como un fin.
Recordemos las virtudes cardinales dando breves resúmenes de lo que se explica en la obra de Joseph Pieper titulada “Las virtudes fundamentales”[1]. La primera de ellas es la prudencia que significa ser capaz de aplicar el conocimiento teórico del bien a cada caso concreto. Ser prudente es ser realista. La prudencia es la más importante de estas cuatro virtudes porque es la que más se acerca por su propia definición al núcleo de la virtud misma, que Aristóteles  define como un máximo de perfección entre dos extremos viciosos: el exceso y el defecto. Para obrar bien no basta conocer la verdad, ni simplemente querer. Se requiere además algo que podríamos llamar el arte de poner en práctica lo bueno, de convertir la verdad en norma de conducta. Esto es la prudencia. La prudencia es condición de las demás virtudes, pues todo acto virtuoso es en primer lugar prudente. La prudencia empieza conociendo y acaba actuando. La prudencia no se basa tanto en una coherencia con uno mismo, como en un actuar de modo inteligente  en función de la realidad.

La prudencia supone un conocimiento directo: reflexiona, enjuicia, ejecuta o se abstiene; así lo pone de manifiesto su etimología: prudencia viene de procul videre (ver desde lejos o prever). Mediante la prudencia, el hombre es capaz de atraer el futuro al presente. Por esto, la verdadera prudencia no tiene nada que ver ni con la temeridad ni con la lentitud de decisión o cualquier otro tipo de cobardía. A la hora de obrar con prudencia, son muchos los obstáculos que pueden presentarse. Por eso es necesario que la prudencia vaya acompañada de la fortaleza.

Como el hombre es naturalmente social, obrar será respetar el derecho ajeno, dar a cada uno lo suyo: en esto consiste la justicia. No es tarea fácil pero, ante todo, es una tarea que ha de realizar cada persona respecto a los demás.

            La fortaleza, la virtud que acomete lo arduo, se divide en resistir y atacar. Dado que el bien es a veces costoso, conviene estar dispuesto a sufrir por conquistar o defender el bien. La resistencia suele ser el aspecto más importante porque es el más cotidiano y practicable. La veracidad de la fortaleza dependerá del fin que busque. El fin no debe quedarse sólo en el propio beneficio personal. La necesidad de amor de benevolencia -de entrega- es en el hombre una necesidad de su ser moral; como también lo es la necesidad de recibir ese amor que dota de sentido. En la medida en la que la fortaleza se guía por este amor se hace más verdadera y fructífera.

La templanza es aquella virtud por la que lo racional gobierna a lo orgánico. Es lógico afirmar que para darse antes hay que poseerse, en la medida de lo posible. Conviene que el jardín de los sentimientos sea cultivado por los instrumentos de la inteligencia y la voluntad.

Las virtudes que hemos citado se llaman también virtudes cardinales. El término “cardo” en latín significa quicio, gozne. De hecho, estas virtudes son las que nos posibilitan una buena relación moral con quienes nos rodean. Si no se viven estas virtudes, uno se “desquicia”.

Las virtudes nos otorgan como una segunda naturaleza. Es como saber un arte marcial que nos da superioridad respecto a una persona que no lo tuviera. Es claro que las virtudes no deben anular a las tendencias y a lo espontáneo, pero sí que deben reconducirlos. A veces diciendo sí a lo que apetece; y en otras ocasiones diciendo sí a un bien mayor que excluye la apetencia de un bien menor.
Adquirir virtudes cuesta esfuerzo, pero este trabajo es imprescindible para ser mucho más feliz, y para hacer felices a los demás. No es lo mismo dejar que pasen los días sin enmendar las propias faltas, a batallar un día y otro por mejorar en esta u otra virtud, o por procurar extirpar tal o cual vicio. Los creyentes contamos además con la valiosa ayuda de Dios para hacer eficaces nuestros esfuerzos personales por mejorar.

Toda la educación se puede dirigir a construir una personalidad mejor. Para esto es imprescindible la adquisición de virtudes que comporten valores de conducta. Pero no siempre se saben enseñar desde  una perspectiva simpática, atractiva. Enseñar, repetir una y otra vez, comprender, rectificar… Todas estas cosas pueden hacerse de un modo grato y animante. Es entonces cuando se multiplica la eficacia de su mensaje. La gente joven quiere vernos felices y transmisores de una felicidad que no sea ingenua. Este es el gran reto que tenemos todos los educadores. El reto de mejorarnos a nosotros mismos, mientras realizamos la dura y fantástica tarea de educar.


Los afectos y la armonía psíquica

Si tenemos pensamientos acertados sobre la realidad nuestros sentimientos serán adecuados o realistas. Si pensamos equivocadamente, nuestros sentimientos serán inconvenientes. No es lógico que un pequeño acierto nos llene de orgullo, ni que una pequeña equivocación nos baje demasiado el ánimo, pero puede ocurrirnos en ocasiones. Ejercitarse en pensar correctamente trae beneficios, también sentimentales. Lógicamente está implicado el esfuerzo de la voluntad. Lo decisivo es que haya una proporción entre los sentimientos y la realidad.

Por otro lado, los sentimientos refuerzan nuestras tendencias. Se ha dicho que no hay que hacer las cosas “por gusto”, pero hay que hacerlas “con gusto”. Poner el corazón en lo que hacemos, aunque sea solo un poco, puede llenar de humanidad nuestra tarea.

El equilibrio entre las facultades humanas es necesario para tener una vida lograda. Hemos de encargar a la razón el mando sobre el resto de las dimensiones humanas. Para conseguir esta armonía, hemos de tener unos fines personales que merezcan la pena, y disponer de unos medios adecuados para llevar los primeros acabo. También es bueno darnos cuenta de que hay modos personales de ser muy distintos y que al nuestro le pueden venir bien consejos que sean menos recomendables para otros. Hay buenos libros sobre los diferentes tipos de personalidad desde el punto de vista psicológico, entre los que destacaría el de Javier de las Heras “Conócete mejor”[2].

La armonía y la salud psíquica dependen del control de las tendencias y de los sentimientos, si bien pueden influir factores externos e internos de gran relevancia, como pueden ser las enfermedades, algunas de las cuales son hereditarias.

La verdad hay que saber mostrarla de un modo atractivo, como ya dijimos. Se hace preciso convencer, motivar y hacer feliz a los demás para que actuemos como debemos, como conviene. La ética supone la educación de los sentimientos mediante las virtudes. Desarrollar las virtudes humanas es lo más adecuado para tener armonía psíquica, requisito necesario para ser feliz.

Ser ponderados, razonables, equilibrados es algo muy provechosos para los más jóvenes. Es una escuela de vida que probablemente no aplaudirán, pero que les ayuda enormemente en su desarrollo personal.




[1] Las virtudes fundamentales. Pieper, J. Rialp, 2001.
[2] Conócete mejor. De las Heras, J. Espasa Libros, 2004.

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