Monday, September 25, 2017

Concebido, aún no nacido y digno



El ser humano concebido y aún no nacido es el fruto del amor de sus padres. Se trata de alguien humano, pues no se es hombre por hacer más o menos actos de hombre, sino por tener la capacidad de hacerlos ahora, en un futuro, o de haberla tenido en el pasado. De lo contrario caeríamos en una relativización de la vida del ser humano, en una idea eugenésica del mismo, donde solo algunos tienen derecho a vivir.

Lo verdaderamente apasionante es nacer. El amor, para no perder su identidad, defiende la vida. La nueva vida humana se respeta por sí misma: esa es la condición de la familia. La familia es el lugar del amor respetado, donde se quiere a cada uno por sí mismo. Los hijos nacen y se educan en un ambiente donde son tan queridos como exigidos, tan seguros en reivindicar los bombones como pesarosos ante el reproche de sus padres por no haber hecho la tarea. Los hijos encuentran en su madre y en su padre la raíz providencial de su vocación a ser hombres, a amar.

El ser humano no es fotocopiable, clonable, suprimible, descartable. Ha de tener un nombre personal que acompañe toda la trayectoria de su vida. Un hombre es una biografía, un proyecto de libertad y responsabilidad, que ha de ser protegido especialmente en sus etapas más vulnerables. Esto supone exigencia, pero repercute en una intensificación de nuestra moral y de nuestro agradecimiento por vivir en un mundo donde prima la ética del cuidado y de la ternura, frente a la de la conveniencia o el interés de los más fuertes. Como el dar a luz a un nuevo ser humano puede conllevar serios problemas de responsabilidad personal, la sociedad tiene que velar por una desahogada situación de la maternidad, donde sea más fácil y llevadero la maravillosa tarea de traer un nuevo hijo al mundo.
Respetar la vida del concebido y aún no nacido, en toda situación, nos afecta en la comprensión de nosotros mismos y de nuestra sociedad. Una personalidad que tiene esto en cuenta, valora mucho más el respeto que merece todo ser humano. La cultura de la vida nace del respeto y de la benevolencia con las personas. La cultura de la muerte, de hecho, se nutre del rechazo a los demás. Por esto la cultura de la vida no puede nacer del resentimiento, aunque deba exigir una reimplantación de la justicia.
          Creer en la vida supone cultivar la propia con esfuerzo, saber adaptarse a los ritmos de la naturaleza, desarrollar las propias capacidades: Tener metas, ilusiones, esperanzas. La alegría de vivir se basa  en saberse queridos y, por lo tanto, exigidos. La familia es el lugar privilegiado para tal convicción y actitud. En el propio hogar se expansiona la personalidad. Se trata de una comunidad de vida, de amor, de confianza, de esfuerzo, de fidelidad. La familia es el lugar donde se aprenden las virtudes morales, las principales referencias de la existencia. Es en ella donde se aprende lo que es la gratitud.


Sin gratitud la vida es compleja, enfermiza, perversamente inquieta. Apreciar la vida como un don supone dicha, alegría interior y esperanza; pese a los reveses que puedan venir. Desde la familia y la gratitud el hombre aprende a tener una vida lograda, y a labrar una biografía con libertad generosa. 

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