La infancia y el hogar se
mezclan en la memoria, frecuentemente, como un tiempo feliz. Este chorreón de
luz, que es la niñez, con sus juegos en los parques, sus ilusionadas noches de
Reyes Magos y sus coscorrones deportivos, se asentaba sobre la alianza
matrimonial de nuestros padres. Una unión llena de esfuerzos y
responsabilidades, que pasaban bastante inadvertidos -o quizás no tanto- a
hijos e hijas. Uno no sabía entonces que el cariño al padre y a la madre se transformaría
en una referencia para toda la vida.
Los veranos en contacto
con la naturaleza y los vecinos de la urbanización eran un manso río de
felicidad en la que familia, montañas, pájaros, vacas -me caen bien- y amigos eran toda una
escuela de aprendizaje.
Pero pasemos al escenario
escolar: el colegio, desde las etapas de infantil y primaria, siempre ha sido
un lugar incómodo. Por mucho que los profesores intentemos idealizar la
enseñanza, ésta tiene algo de antipático y de costoso; como sucede también con otros compromisos sociales. Pero esta condición adversa de la escuela es un
agente de maduración de los niños, quienes aprenden que tienen deberes y
responsabilidades. Ya lo sabían con anterioridad en sus familias, donde la
exigencia y el cariño se unen de tal modo que hacen del hogar el ámbito
educador por excelencia. Por este motivo, la profunda crisis que afecta actualmente
a la institución familiar es tan devastadora humana y educativamente.
Los centros escolares son
prácticos y su labor es generalmente positiva; pero… ¿No podríamos intentar que
chicos y chicas lo pasaran mejor, a la vez que se esfuerzan y aprenden? ¿Sería
posible que alumnos y alumnas fueran diariamente al colegio con más ilusión? Me
hago estas preguntas después de treinta y cinco años como docente, y antes de
empezar un nuevo curso escolar. No sé si es posible este noble deseo, pero hay
un único camino: el que recorran padres y profesores dispuestos a intentar
vivir con motivación cada nueva jornada. Es decir: tenemos que estrenar la vida cada día. No me refiero a ejercitarse
en un vitalismo voluntarista, sino a tener motivos profundos para vivir y para
enseñar. Esto es compatible con padecer fragilidades y desánimos que, bien
asimilados, nos hacen más realistas y nos pueden fortalecer.
Los alumnos suelen tener
recuerdos muy positivos de sus escuelas o colegios al pasar los años, pero
algunos son especialmente memorables. Pueden referirse a un día en que se
rieron de lo lindo con todos, y no de nadie. Tal vez se trate de una
intervención especialmente ocurrente de un alumno, o de una metedura de pata de
otro, llevada con humildad y salero. Yo recuerdo ahora algo sencillo: un
profesor que estuvo en mi colegio, cuando yo era alumno. Era un señor con gafas, que transmitía
una gran serenidad y confianza. Se trataba de un hombre que educaba con su modo de ser
ordenado y discretamente alegre. Un profe que, seguramente sin pretenderlo, nos
estaba diciendo con su actitud que la vida merece la pena vivirla con ilusión y
buscando metas positivas.
José Ignacio Moreno
Iturralde
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