Wednesday, December 25, 2024

Cuando la vida es luz


El amanecer es discreto, gradual, no se impone súbitamente a la noche. En la naturaleza hay armonía, un profundo respeto a las leyes de los átomos y de las estrellas. Sin embargo, en algunas ocasiones, todo parece venirse abajo: terremotos, tormentas e inundaciones, rompen temporalmente un equilibrio milenario. Pero pronto vuelve a establecerse la calma, y la vida vuelve a abrirse camino.

En la naturaleza humana también hay mucho establecido: conviene saber quiénes somos para actuar con acierto. Rebelarse contra nuestro modo de ser, individual y familiarmente, pese a sus limitaciones, es exponerse a la autodestrucción. El cultivo de nuestra vida requiere de la gratitud y el cuidado del buen agricultor, que recibe los dones del campo y los ayuda a crecer, según lo que son. Pero también tenemos libertad: vivimos cosas tan estupendas como reír y dialogar; pero, por otra parte, experimentamos una fragilidad notoria en nuestra conducta, como acalorarnos con otros viendo un partido de futbol. El equilibrio moral se logra a base de virtudes que abarcan gozos y esfuerzos. Por esto hay algunas personas virtuosas que son auténticas referencias para nosotros. Su vida se transforma en una luz que ilumina nuestros pasos. Con frecuencia se trata de familiares y amigos, que nos estiman y a los que apreciamos. Nos damos cuenta de que el ejemplo de estos semejantes cercanos no es casual, sino que ha pasado por contratiempos y dificultades: noches oscuras que han dado lugar a mañanas espléndidas.

Pasan los años y algunos de nuestros seres queridos fallecen. Ese cataclismo de la muerte desgarra nuestra vida, pero también nos da una lección clave: tenemos que aprovechar bien el tiempo. Es como si la muerte fuera un reseteo de la existencia. Algo hay en nosotros que necesita ser interiormente sanado, transformado, enaltecido, hasta el punto de tener que atravesar la frontera de la muerte. En nuestra vida actual, la interna unión del alma y el cuerpo no es permanentemente estable. El cristianismo enseña que la luz de vida humana plena en caridad y alegría, gloriosa, necesita en su estado definitivo de una resurrección corporal. 

Uno no se explica solo desde sí mismo, sino desde quienes le quieren. El sentido de nuestra vida está antes fuera que dentro de nosotros mismos, y no proviene del puro azar o el sinsentido, sino de una fuente de significado y de amor eterna.

“…Y esa vida era luz para la humanidad; luz que resplandece en las tinieblas” (Juan, 1, 4-5). La Navidad nos muestra que Dios tiene la asombrosa iniciativa de hacerse hombre, hermanándose con nosotros y haciéndonos partícipes de su intimidad. Entonces entendemos quienes somos, vemos nuestra estrella, y podemos reflejar con nuestra vida, libremente, una luz entrañable, valiosa y eficaz.

 

José Ignacio Moreno Iturralde 


          

Saturday, December 14, 2024

La vida de calidad es la caridad


En Alcalá de Henares, desde hace meses, es frecuente ver a grupos de africanos jóvenes, que van de un lado para otro. Hablan en su idioma y usan dispositivos móviles, que parecen tenerles encandilados. Espero muy sinceramente que esta estancia en tierras españolas les sea de mucho provecho.

Hace pocos días, avanzada ya la tarde, pasé por un discreto parque alcalaíno, mientras iba pensando en algunos agobios laborales. En un banco estaba sentado un hombre de color. Mi primera reacción fue la de no prestarle atención, no fuera a ser que me pidiera dinero o alguna otra cosa. Sin embargo, finalmente le saludé, aunque no le conocía de nada. Él me miró y sonrió, se llevó la mano al pecho, e inclinó muy levemente la cabeza, respondiéndome de un modo simpático. No tuve el salero o el corazón, o ambas cosas, para pararme e intentar una conversación con él. Seguí caminando y se me olvidaron mis anteriores problemillas. Me pareció que aquél hombre negro me había enseñado algo de su blanca y luminosa alma africana. Por un segundo, se había establecido un camino de fraternidad entre dos personas de países y culturas muy distintas. Me di cuenta que, tras un ajetreado día de actividades, aquella pequeña situación suponía algo de gran valor, de notable calidad.

En nuestras jornadas hacemos muchas cosas, tenemos una amplia gama de sentimientos, y pensamos en bastantes asuntos, donde en ocasiones –pocas o muchas- puede que no haya un telón de fondo de alegría. Pero si vivimos un auténtico encuentro humano, especialmente un acto libre de ayuda a un semejante, surge en nuestro interior algún decidido brote de felicidad. Cuando queremos verdaderamente; es decir: cuando afirmamos la verdad de otra persona, al margen de nuestros intereses o afectos, entramos en un nivel de vida más alto, más cualificado. Experimentamos una apertura del corazón, donde puede enlazarse lo humano con lo divino. Muchas de nuestras tareas diarias son necesarias, pero cuando adquieren plena categoría, señorío y   calidad es cuando se enfocan hacia el servicio y promoción de los demás, especialmente de nuestros familiares y semejantes más cercanos.

Pienso que la Navidad tiene mucho que ver con todo esto. Que Dios se haya hecho un niño necesitado, es un modo divino de conquistar y elevar el amor humano. En ocasiones las navidades pueden ser nostálgicas, al recordar personas que ya no están con nosotros. Pero las personas buenas que fallecieron están con Dios, en una plenitud de vida muy superior a la que nosotros tenemos ahora; y esto, que requiere de fe y de lógica, puede resultar muy consolador.

Aquél hombre africano, de pocos recursos, me enseñó a redescubrir que la caridad es la auténtica vida de calidad. Esta entrañable reflexión se ve rodeada por tantas limitaciones y precariedades personales y del ambiente que nos rodea. También la gruta de Belén era un sitio muy modesto; pero a la luz de una gran estrella, en el seno de una pobre y maravillosa familia, había nacido la auténtica vida, la misma Caridad que cambió el mundo.

 

José Ignacio Moreno Iturralde


Sunday, December 08, 2024

El origen del razonamiento es la confianza


Entender el pensamiento como una especie de esfera trasparente que nos envuelve la cabeza, ha sido una curiosa reflexión para desconectarnos de la realidad. Que la razón tenga que partir de la autoconciencia para funcionar adecuadamente, fue visto por algunos pensadores destacados como el inicio seguro de un auténtico modo de pensar. Sin embargo, ese camino tan aparentemente coherente nos ha llevado a desconfiar de poder llegar a algo de mucha importancia: la verdad de las cosas y nuestra propia verdad. Tanto es así, que ya hemos llegado a lo que profetizó Chesterton: “llegará un tiempo en que discutamos si el césped es verde”. Si nuestros esquemas mentales configuran la única realidad que nos es asequible, terminamos por creer solo es representaciones mentales, que suelen ser muy subjetivas. Puede que esto parezca muy “auténtico”, pero resulta algo angustioso y francamente triste.

Sin dudar del gran valor de nuestro modo de ser racional, convendría volver a plantearse cuál es su genuina raíz. El encuentro entre el rostro del bebé y su madre no parece particularmente racional, pero es profundamente humano. En la conmoción ante la belleza de un paisaje descansa la mente, precisamente porque no hace falta razonar nada. Si escuchamos la sexta sinfonía de Beethoven, por ejemplo el himno de los pastores, encontramos una magnífica apertura a lo real, que no necesita de ningún razonamiento inicial. Esa armónica belleza es precisamente el inicio del que podremos posteriormente sacar algunas ideas esperanzadoras.

Lo peor que puede hacer el pensamiento es dejar de ser un punto de encuentro con la realidad para encerrarse en un armazón de autosuficiencia. Es así como las ideologías inventan sus delirantes sistemas que, aunque tienen aspectos atractivos, acaban por provocar una montaña de sufrimientos, precisamente por su desajuste con la realidad.

Si el pensamiento se hace mayoritariamente autorreferencial se traiciona a sí mismo, llegando a provocar patologías más o menos acusadas de ansiedad e incluso de locura y desesperación. La razón se convierte en irracional cuando empieza y termina en sí misma. Para razonar con acierto hay que partir de una actitud pre-racional de confianza ante la realidad, en su más pleno y último sentido, que toca a cada uno descubrir. Es así como encontramos la verdad y el bien de lo real. Entonces podemos amar la vida yendo más allá del razonamiento, que no es nuestro inicio ni nuestro único final. Así, pese a las dificultades y dolores de la existencia, se puede encontrar la alegría que tiende a compartirse con los demás.


José Ignacio Moreno Iturralde

Sunday, December 01, 2024

El rostro de una madre



Ver a una madre con su hijo pequeño es siempre entrañable. Esta relación, que refleja tanta delicadeza, es una de las mayores fuerzas que impulsa a vivir a los seres humanos. Cuando lo que se observa es un retrato   de la propia madre, embellecida de valor por el tiempo, uno encuentra lo digno, justo y amable; lo que hace que este mundo merezca la pena.

 

Nacer

Decía Chesterton que la aventura más formidable no es enamorarse, sino nacer. Nada hay más frágil y dependiente que un nacimiento. Sin embargo, se trata de un acontecimiento épico: los esfuerzos de la madre y los apuros del hijo o de la hija hacen desembocar el río de la vida, gestada desde nueve meses antes, en el oleaje del mundo. Y empieza una travesía que, tras la tempestad del parto, da paso a una serenidad ilusionante y profundamente humana: el encuentro de dos miradas que se iluminan mutuamente. Qué importante es una tercera mirada, quizás más asombrada que las otras dos, la del padre. Se pasa entonces a un círculo virtuoso en el que hombre y mujer se ven con una alegría que da un sentido simpático a la vida.

Una madre es económica, sufrida, enérgica y divertida. Su feminidad se acrecienta con la maternidad, que es fuente de una alegría enorme e insospechada en toda su intensidad. La sucesión de inconvenientes y adversidades que plantea la maternidad, suponen los cimientos de un hogar, donde vive la familia. Cuando marido y mujer, con un amor incondicional   abierto al misterio de la vida, hacen de su relación afectiva y efectiva algo creativo, el fruto de los hijos, comienza una novela hecha realidad.

El amor familiar da a los días su propio calendario, aportando sinceridad a las sonrisas, sentido a los dolores, perdón ante los enfados, buen humor ante las limitaciones y tartas en los cumpleaños. La mirada de la madre se mueve desde una perspectiva luminosa que dota al hijo de identidad, seguridad y ganas de comerse el mundo. El padre, consciente del alto valor de su posición, es el protector juguetón de un mundo que empieza a revelar su intenso significado, al mostrarse como una especie de cuento viviente, mágico, porque cosas tan básicas como poner el friegaplatos, planchar las camisas o bajar la basura a la calle, pueden tener su punto de salero.

En la familia se quiere a cada uno por sí mismo. Se vive en un ambiente donde conviven la igualdad y la diferencia, la libertad y el compromiso, la justicia y el amor. El hijo o la hija son algo querido y novedoso, una especie de motores a reacción que hacen desarrollar las relaciones humanas más profundas: filiación, maternidad y paternidad.

Claro que la vida no es fácil; incluso tiene escenas incomprensibles. Hay parejas que quisieran tener hijos y no pueden; pero se trata de matrimonios que pueden ser tanto más maravillosos, cuanto más sepan vivir en un designio misterioso, donde descubran un amor grande que se abre a una ayuda eficaz a sus semejantes.

Es importante también recordar que ser madre o padre no es algo exclusivamente biológico, sino ante todo una entrega amorosa, un darse a los demás. Por este motivo hay personas que pueden ejercer una auténtica paternidad o maternidad espirituales, aunque no estén casados.

 

Pero qué me estás contando

Algunos pensarán que lo dicho anteriormente vale para la película “Qué bello es vivir” de Frank Capra, o para la generación de los baby boom de los sesenta del siglo pasado. Los que así piensan se pueden apoyar en datos sociológicos patentes: estamos en una sociedad donde el divorcio y el aborto están plenamente extendidos. Además, la propia identidad de la familia está abiertamente cuestionada y relativizada. Pero habría que tener el valor de preguntarse: ¿Estos planteamientos nos hacen ser mejores personas, nos hacen ser verdaderamente más felices?

Es evidente que hay situaciones de pareja intolerables, delictivas e insostenibles, que requieren de un tratamiento específico y adecuado. Pero otras muchas rupturas matrimoniales provienen de fisuras previas en el corazón. Entender el amor solamente como un sentimiento es una equivocación, porque el amor es ante todo un acto de la voluntad: un afán por afirmar la identidad de la persona a la que se quiere, aunque se pase por momentos emocionalmente difíciles.

La mentalidad anticonceptiva da pie a una sexualidad centrípeta e infecunda, que repliega la capacidad de amar hacia uno mismo como una pescadilla enroscada. Así las personas se hacen tristes, egoístas, excesivamente pendientes del dinero y del éxito superficial. Pretendiendo ser autónomos e independientes, acaban por estar huérfanos de amor y esclavos de un sistema social que tiene la monotonía y el aburrimiento de las máquinas.

Por otra parte, existen unas relaciones laborales que hacen difícil decidirse a lanzarse a la aventura de formar una familia. Pero lo más lamentable es que hay mucha gente joven con miedo al matrimonio, porque a su alrededor cunde la infidelidad. El mundo parece estar lleno de amores imposibles… Pero quizás esto ocurra para descubrir que sí existe un Amor posible.

El amor se confunde con el enamoramiento cuando no quiere descubrirse la vida como una misión, una vocación, un cohete que surca el rumbo a la eternidad. El amor tiene vocación de permanencia. La mejor sabiduría nos dice que el amor nunca pasa y si pasa no es amor. Los poetas han cantado “te seré fiel por tu amor y te amaré por tu fidelidad”. Benedicto XVI afirmaba que la fidelidad es el nombre del amor en el tiempo. También lo afirman con su ejemplo multitud de mujeres y hombres de tantas familias felices.

        

Buscar la propia identidad

Hay momentos en los que uno tiene que tomar decisiones importantes, con las que nos jugamos mucho en la vida. Entonces acudimos a nuestras referencias, a nuestras raíces. Buscamos entonces personas que hayan vivido con madurez, con alegría, con defectos luchados y vencidos, con buen humor. Se trata de ese tipo de personas con las que da gusto estar. Gente animante que ha sabido vivir, e incluso morir, con esperanza. Siempre hay alguien así en el paisaje de la vida. Y con mucha frecuencia, algunos de estos personajes son nuestros padres, especialmente las madres porque son nuestro primer hogar.

Una madre ha alimentado, lavado y educado en virtudes a sus hijos. Se ha reído, ha jugado y se ha enfadado con ellos. Les ha dado muchos regalos y algún castigo. Pero, ante todo, les ha querido y, por tanto, les ha enseñado a querer. Y lo que hoy me parece conviene resaltar es que al querer y respetar a su esposo, y viceversa, los padres dan una enorme seguridad a sus hijos. Lo que los niños y niñas más valoran es el amor entre sus padres, incluso más que el cariño que padre o madre tengan directamente sobre ellos.

Este es el gran reto de los padres: hacer creíble a sus hijos que el núcleo de la vida es el amor, no el desengaño; que la verdad es más duradera que la mentira, que la vida es más fuerte que la muerte, que el árbol del bien es más fructífero que el del mal, y que la vida merece la pena, pese a sus problemas y sinsabores.

Para todo esto hemos de redescubrir que nos hace falta el amor divino para saber amar humanamente. Lo mismo que una madre acoge con ternura y confianza a su hijo, podemos acoger la revelación cristiana que nos hace saber que somos seres nuclearmente familiares. Entonces se entiende que ante todo somos hijos o hijas, que los seres humanos somos imagen y semejanza de Dios, y que donde con más facilidad podemos comprobarlo es en el rostro más agradable y querido, el de una madre.

 

José Ignacio Moreno Iturralde

Saturday, November 02, 2024

Flores a una madre difunta


Visitar las tumbas de nuestros familiares difuntos es una costumbre cristiana; especialmente vivida los días uno y dos de noviembre. Estos días en que la liturgia les recuerda especialmente, nos mueven a muchos a hacer una visita al cementerio. Si podemos les llevamos también flores, especialmente si vamos a donde está enterrada nuestra madre, como muestra de nuestro cariño. En esos momentos, que pueden estar llenos de paz, nos damos cuenta de que acudimos a las raíces de nuestra propia vida. 

El compromiso matrimonial puede parecer, especialmente en nuestros días, algo frágil e inseguro. Pero cuando se deja a Dios estar presente en la vida de una familia, las relaciones conyugales, paternales, filiales y fraternales, se convierten en auténticos cimientos de nuestra personalidad. El recuerdo de nuestros padres da una gran solidez a nuestra identidad. No deja de ser paradójico que algo que puede parecer tan frágil como un compromiso de amor, sea una de las cosas que más fuerza dan a nuestra vida.

Pienso que con la muerte pasa algo análogo: se trata de una situación de total dependencia, apuro y debilidad; pero a través de ella, la fe cristiana nos asegura que podemos entrar en una vida mucho más feliz, segura y verdadera: la vida eterna. Por todo esto, pienso que llevar flores a una madre es uno de los actos más humanos que podemos hacer en esta vida.


José Ignacio Moreno Iturralde

Wednesday, October 30, 2024

Abandono del límite mental y amor matrimonial


 

Leonardo Polo es un filósofo contemporáneo que ha insistido en la noción de abandono del límite mental, para una mejor comprensión de la realidad y del ser humano… ¿De qué se trata? Lo explica en su complejo libro titulado Antropología trascendental. Ahora solo pongo un ejemplo: si yo digo “principio sin principio”, para referirme a Dios, tengo que razonar para intentar entender algo de lo que digo, pero también de algún modo tengo que abandonar o superar los límites de mi mente para divisar un poco de la eternidad divina.

En relación con esto, pensaba en otro aspecto con el que se puede establecer una analogía: el amor matrimonial y el compromiso que conlleva. Si me enamoro de una persona y decido casarme con ella, con idea de que sea para toda la vida, no tengo la seguridad mental de que esto se vaya a cumplir necesariamente; podría salir mal. Quizás este pensamiento lleva actualmente a mucha gente a no casarse. Pero el amor comprometido necesita ir más allá del límite de seguridad mental: supone una confianza y un riesgo. La fe cristiana anima y da seguridad al lanzarse a este tipo de decisiones fundamentales: nos habla de la gracia de Dios y de su ayuda a nuestras vidas. Además de la divina, este lanzarse tiene su gracia humana, precisamente por su valentía al decidirse a algo comprometedor que no está totalmente asegurado. El valor de ese ánimo de la fe, confirmado por la vida de millones de personas, nos hace ver que tal confianza predispone a algo que es muy humano y paradójicamente racional: hay que pensar, hay que hacer cuentas, pero también hay superar la razón, porque la razón es un medio y no un fin. La razón se abre y va más allá de sí misma cuando la persona ama, cuando se entrega a quien quiere. Solo así el ser humano puede ser feliz. El principio del amor humano llegará a su fin cuando enlaza con Dios: con un fin que no tiene principio.


José Ignacio Moreno Iturralde

Wednesday, October 02, 2024

¿Ha perdido España su amor por la vida?


A los españoles nos gusta pasarlo bien. No tenemos más que ver la cantidad de bares y de fiestas que circundan nuestros espacios y calendarios. Pero otra cosa distinta es ser buenos, porque esto es algo que requiere un cambio interior, y no solo exterior. Hacer el bien significa respetar un orden distinto de cosas a la mera apetencia, interés o conveniencia. Si por cuestiones ideológicas se va perdiendo el respeto a la naturaleza de las cosas, llegamos incluso a no respetar a los propios hijos. En España, durante 2023, han nacido 322.075 niños, lo que es una gran alegría. Pero en este mismo año se ha eliminado la vida de 103.097 nonatos mediante la práctica del aborto, lo que resulta desolador.

Amar la vida supone en primer lugar respetarla, y darse cuenta de que es en la familia donde se debe acoger la vida humana y cuidarla incondicionalmente. Como dijo San Juan Pablo II, para creyentes y no creyentes, “la cultura de la vida se hace pensando en los demás”. Ser felices requiere saberse verdaderamente queridos. Esto ocurría y sigue ocurriendo en un gran número de familias. Pero ese amor familiar que sustenta nuestros días, requiere de entrega personal a los nuestros. Merece la pena considerarlo y vivirlo, para construir un mundo con esperanza y con amor a la vida.


José Ignacio Moreno Iturralde

Saturday, September 21, 2024

Querer a los hijos incondicionalmente


Es duro, pero profundamente humano, sentir un enorme cariño, pena y admiración hacia una madre o un padre que fallecen. Valoramos entonces, de un modo muy especial, su entrega por nosotros, su fidelidad, el habernos querido tanto.

Un buen padre y una buena madre quieren a su hijo en cualquier momento y circunstancia. Paternidad y maternidad llevan consigo esa incondicionalidad en el apoyo a hijas e hijos. Esto es algo nuclear en los seres humanos. Ese cariño tiene también vertientes de mucha exigencia, como es propio de un amor que es también la raíz de la educación. Un niño o una niña se sienten felices al saberse queridos y protegidos por sus padres, pase lo que pase. Es el modo de que crezcan seguros y felices.

Esta permanencia del amor paterno filial está muy relacionada con la fidelidad conyugal. En una ocasión un padre explicaba a una hija y un hijo de unos diez y ocho años respectivamente, la separación con su mujer. Les dijo: “Mamá y yo nos enamoramos, pero ahora nos hemos desenamorado”. La hija respondió a su padre: “¿Y te vas a desenamorar también de nosotros alguna vez?”… Esto viene a cuento porque un niño o una niña necesita más el amor entre sus padres, que el que madre y padre tengan respecto a ellos y ellas, siendo este último amor lógicamente muy importante.

¿Qué puede suceder si cuando los hijos crecen descubren que el amor de sus padres no ha sido tan incondicional como inicialmente parecía? Que entonces brota la desconfianza, la inseguridad y la sospecha. Auténticas barreras que entorpecen el sano y juvenil afán de comerse el mundo.

Desde luego, padres y madres separados, siguen queriendo enormemente a sus hijos. Sin embargo, el corazón de los chicos y las chicas queda afectado. No pretendo juzgar situaciones de crisis familiares, porque no soy quien, pero sí puedo recordar, como educador con experiencia, que afectan a los hijos. Ciertamente hay situaciones familiares insostenibles, pero quien se esfuerza por actuar con honradez y rectitud, sea cual sea el problema, será muy comprendido y querido por sus hijos.

El amor permanente a los hijos necesita abarcar el conjunto de su vida, desde su misma concepción, porque entonces un hijo se sabe querido por sí mismo, no por un mero deseo o interés de paternidad de sus progenitores. Ese experimentar el amor de un modo único y personalísimo, es una fuente de sentido para la vida de los más jóvenes. Los hijos entienden, con la cabeza y el corazón, que el amor de sus padres es entrega, y esta entrega es la que les convence y ayuda para que ellos y ellas sean personas que sepan querer, darse y, por tanto, ser felices. Tal entrega materna y paterna requiere en ocasiones un morir a uno mismo, cosa que solo es posible con la ayuda de Dios. Y esto es precisamente lo que nos hace más entrañablemente humanos. Por esto, la fidelidad matrimonial -que tiene también muchísimos gozos y alegrías- es quizás la mayor muestra de cariño a los hijos.

El cuidado de los padres por sus hijos, en cualquier situación, refleja las dimensiones nucleares de la paternidad y de la maternidad. Esta vocación de amor a los hijos, pese a sus problemas y dificultades, está inscrita en el corazón de hombres y mujeres. Y esa necesidad de amor a prueba de bomba, está moldeada en nuestro espíritu por alguien superior a nosotros, que tiene en su divino corazón la fidelidad por bandera. Esta es la seguridad humana y cristiana del amor incondicional a los hijos: sabernos íntimamente queridos por un Dios que es Padre nuestro.


José Ignacio Moreno Iturralde

Friday, August 30, 2024

Chesterton y la alegría de vivir


Gilbert K. Chesterton nos ha enseñado a muchos a disfrutar más de la vida porque encontró verdaderos motivos para hacerlo. No le faltaron dificultades: sospecho que su gran ilusión hubiera sido crear una familia numerosa, pero Frances -su mujer-, cuyo mayor sueño “hubiera sido tener siete hijos preciosos”, no pudo tener ninguno. Gilbert, en la escuela, era un chico retraído, callado, y se planteaba la enseñanza de sus profesores de un modo demoledor: “Un señor que no conozco me enseña una cosa que no quiero”. Para hacer justicia a los docentes, completaré la frase con una idea de un amigo “…que no quiero aprender”. Pues bien: aquel muchachote profundo y silencioso, llegó a ser uno de los más grandiosos charlatanes de todos los tiempos. Hablaba de la infancia como de “cien ventanales abiertos” y describía la calle de su niñez diciendo que “toda la calle era feliz”. Polemizaba incansablemente con su hermano porque lo quería, y discutió hasta el paroxismo con Bernard Shaw -paladín de la ortodoxia socialista- porque lo respetaba. Discutió con medio mundo, pero sobre todo lo hizo consigo mismo.

Chesterton encontró el truco para reírse a carcajadas de la vida y no fue una ocurrencia escéptica o amarga: sencillamente se dio cuenta de que el mundo era una paradoja o, lo que es lo mismo, que estaba al revés. Vio con nitidez la superioridad del niño sobre el hombre, de la inocencia sobre el orgullo, de la luz sobre la oscuridad. Optó por una sabia ingenuidad, conocedora de muchas de las aberraciones humanas y de su corto alcance; y esa sabiduría fue la gratitud. Dedujo que si nuestro estado habitual no era el de la alegría, no era por falta de motivos, sino por una extraña deformidad espiritual común. Se dio perfecta cuenta de la inconsistencia y mutilación del mundo por sí mismo, pero al ser inteligente dirigió su mirada a aquello que lo complementa y enaltece, huyendo de la morbosa paletada de rebozarse en las desgracias.

Con una visión de futuro más que notable aseveró, antes de 1936, que el peligro de la familia no estaba en Moscú sino en Manhattan. En tiempos del comienzo del auge de Hitler miró más allá y dijo que el gran problema que nos iba a invadir era la chabacanería. Descubrió extrañas complicidades entre sistemas opuestos; así afirmó que el enemigo común del socialismo duro y del capitalismo salvaje era la familia. Entendió la familia como un lugar incómodo, revigorizante, creativo -con una creatividad interior-, como el reino de la libertad frente a la opresión de la dictadura o la explotación del mercantilismo sin escrúpulos.

Abrazó la fe católica a los cuarenta y ocho años por un motivo básico: “Era la única que aseguraba el perdón de mis pecados”. Sintió en este momento una emancipación mental, una nueva panorámica abierta. Su conversión al cristianismo, después de muchas búsquedas y etapas espirituales, le hizo comprender que el mundo era como la casa de su padre, donde realizó una de las tareas más importantes de su vida: hacer teatrillos de guiñol; es decir: disfrutar creando. Entendió la Cruz de Cristo como el baluarte de las alegrías humanas, porque supo ver en ella el árbol de la vida.

Luchó pacíficamente por la justicia social y habló de una distribución audaz de la riqueza. Empedernido demócrata, puso sin compasión el dedo en las purulentas llagas de las oligarquías capitalistas. En una ocasión al ver rapar la melena pelirroja de una niña pobre, por temor a infección en un colegio estatal inglés, reventó de rabia y quiso prender fuego con esa cabellera a la moderna civilización industrial, que hacía algo que solo una madre estaba autorizada a hacer.

La embestida contra la familia y la dignidad humana quizás es hoy más grave, en algunos aspectos. Las condiciones infrahumanas de cientos de millones de personas, entrado el siglo XXI, la muerte de incontables seres humanos por el aborto voluntario -considerado por algunos como un derecho-, las guerras que ensombrecen nuestro mundo, y el encumbramiento de la necedad en sectores de la comunicación y de la política no pintan un panorama muy consolador. Hacen falta nuevos Chesterton que sepan vivir con alegría en este mundo, amándolo apasionadamente, y tengan el suficiente coraje para batirse el cobre por una mejora de la humanidad; es decir: del vecino. Chesterton vivió con alegría y esperanza por su mente clarividente, pero también por un corazón privilegiado que supo ver con diamantina nitidez, como él decía, que “la vida es una novela donde los personajes pueden encontrarse con su Autor”.

 

José Ignacio Moreno Iturralde

P.D. Este artículo fue publicado en la revista Perkeo, del Colegio Tajamar, en diciembre de 2004. He hecho ahora algunas actualizaciones.                       


Wednesday, August 28, 2024

Una explicación del fanatismo

El fanatismo puede ser considerado como un cierto tipo de activismo de la razón y de la voluntad. Para muchas cosas la acción es necesaria, pero un exceso de ella resulta negativo. Un ejemplo de esto se da, por ejemplo, en el trabajo. De modo análogo, es muy respetable tener ideas propias y defenderlas, pero resulta un abuso querer imponerlas a los demás. Esto es compatible con la existencia de leyes comunes para todos, que se apliquen por necesidad social, aunque haya quienes no las quieran admitir.

El fanatismo supone dar prioridad a las ideas sobre las personas, llegando incluso a lesionar derechos fundamentales de mujeres y de hombres. El fanático ha perdido parte de su identidad cediéndola a sus consignas de grupo. Tal actitud es una manifestación del error de dar prioridad al hacer sobre el ser. El activista radicalizado puede hacer mucho, pero es poco consistente como persona.

Respecto a la religión, es interesante destacar que el fanatismo es lo opuesto al cristianismo. Según el cristianismo el Verbo de Dios -la Palabra de Dios- se ha encarnado en un hombre, en Jesucristo. Esto supone que el verdadero cristiano respeta siempre a las personas, sean cuales sean sus convicciones religiosas. Otro asunto son los desaciertos históricos que algunos cristianos hayan cometido al respecto, lo que no puede hacer olvidar la inmensa multitud de aciertos de muchas otras personas cristianas. Ante todo, hay que considerar el ejemplo sublime de la vida de Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, que es, entre otras cosas, el único fundador de una religión que ha pedido a sus discípulos que perdonen a sus enemigos y recen por ellos, como Él mismo hizo cuando injustamente le mataban.


José Ignacio Moreno Iturralde

 

Thursday, August 22, 2024

El sentido de la muerte da más valor a la vida


Hablar de la muerte es algo que se nos antoja desagradable y de mal gusto, aunque es cotidiano escuchar en las noticias que unas personas han muerto en tal situación o en tal otra… Estos hechos nos dejan un tanto tristes o perplejos, pero el río de la vida nos hace circular hacia otros requerimientos más cercanos y atractivos.

Realmente, la muerte es una bofetada a la vida, algo que se nos puede presentar como horrible y sin sentido. Cuando se trata del fallecimiento de un ser querido, el problema cobra además una gran intensidad emocional. Pero dentro del drama que supone perder a un familiar cercano, o a un buen amigo, subyace una interpretación profundamente humana. Entonces recordamos el tiempo que vivimos con esta persona, lo que nos reímos o enfadamos con ella, lo que nos enseñó, o el cariño con el que nos cuidó. Nos damos cuenta de qué es lo más esencial, lo verdaderamente importante, en la existencia de un ser humano.

En cierto modo, la muerte nos hermana. Sea cual sean nuestras diferencias encontramos esta fuerte experiencia común, y esto puede ayudarnos a tener más unidad y comprensión entre nosotros. El final de la vida supone que tenemos un tiempo: sin la muerte, como decía el filósofo Rafael Alvira, daría igual hacer una cosa bien o mal, hacerla hoy o mañana, o dejarla sin hacer. La muerte es un referente moral.

La versión de un conformismo materialista de la muerte es insuficiente. Tenemos un enorme deseo de vivir para siempre y la muerte puede que no sea el problema, sino la solución. Las teorías filosóficas sobre la inmortalidad del alma, como las de Platón o Tomás de Aquino, son dignas de estudiarse, pero ahora puede ser más oportuno recordar a personas a las que hemos visto vivir con alegría y morir con esperanza; incluso, en ocasiones excepcionales, con buen humor. Éstas son lecciones, que se nos quedan profundamente grabadas en nuestro interior, y nos sirven como valiosas referencias en nuestra vida.

La explicación cristiana de la muerte se muestra con la Resurrección de Cristo, un hombre que es Dios. Este hecho central de la historia tiene un componente de fe, de don divino, pero está avalado por hechos históricos de comprobada solidez y coherencia. Además, la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret nos invitan a un estilo de vida de entrega a los demás, lleno de sentido, alegría y renovación interior. Podría decirse que la lógica de ayudar a los demás forma parte de la lógica de la resurrección.

La vida después de la muerte supone también un acto de justicia ante la historia y ante cada persona, pues si todo acabara con la muerte se caería en el sinsentido, entre otros, de millones de personas inocentes vilmente asesinadas. Pensar que el final de un criminal y de alguien honrado es el mismo supondría un absurdo monstruoso y el absurdo, por sí mismo, es incapaz de generar nada.

La muerte es un acontecimiento de la vida; pero la vida no es un acontecimiento de la muerte. Se trata de una dolorosa solución para una rotura del espíritu humano. El pecado original, el querer ser como dioses para nosotros mismos, es una deformación sanada por una solución asombrosamente original: la de un Dios que se hace hombre y -como escuché- hace suya nuestra muerte para darnos su Vida: una vida eterna. Un tipo de existencia de la que San Pablo afirma que: «Ningún ojo ha visto, ningún oído ha escuchado y nadie ha imaginado lo que Dios tiene preparado para aquellos que lo aman» ( 1 Cor, 2-9).

La vida eterna empieza ya ahora, especialmente con la caridad, con la ayuda al prójimo o al próximo, que es lo mismo. Por esto, una persona que se sabe hijo o hija de Dios no tiene ni miedo a la vida ni miedo a la muerte, aunque el final de nuestra existencia en este mundo nos cause un lógico respeto. Por otra parte, la nostalgia de los seres queridos ya fallecidos, puede aliviarse por la certeza de que, al estar en Dios, tienen una inefable y real cercanía a nosotros.

El sentido de la muerte cristiano, el más profundamente humano, refuerza y da un inmenso valor a nuestra vida de cada día, dándonos una guía para ser mejores personas.


José Ignacio Moreno Iturralde

Wednesday, August 21, 2024

La esclavitud del divorcio provocado


Al leer cosas sobre historia antigua, resulta llamativa la extensión y legitimidad que tuvo la esclavitud. Es tremenda la realidad de seres humanos que durante milenios se han visto privados de su libertad, de su capacidad de elegir los compromisos que hubieran querido tener para forjar su futuro; entre ellos, el formar una familia. Por tanto, la esclavitud no supone no tener compromisos, sino adquirir los que uno libremente quiere. Estos compromisos requieren responsabilidad y coherencia.

Entre las realidades más genuinamente humanas, destaca la familia. Todos somos hijos o hijas, y bastantes hemos experimentado el amor incondicional de nuestros padres. Esto ha dado seguridad a nuestras vidas. Actualmente estamos asistiendo a una multiplicación de divorcios, que son vistos por algunos como una liberación. Me parece que esta visión puede estar diametralmente equivocada.

Ciertamente hay situaciones familiares graves que entran en el terreno de los delitos, y no hay que soportarlas sino denunciarlas. También sucede que un cónyuge se ve obligado a aceptar un divorcio por el empeño del otro, que es quien lo provoca. Por otra parte, pueden faltar en un matrimonio condiciones personales indispensables, que convierten ese matrimonio en nulo. En otros casos puede ser recomendable una separación. Todas estas cuestiones son delicadas y asesorables por especialistas. Pero pueden darse otras situaciones, en las que el divorcio se debe a la falta de virtud personal. En el momento en que parece fallar el afecto, “la magia”, parece a algunas y algunos que todo se viene a pique, y que la salida hacia la luz de la libertad es el divorcio. Pero se trata de una luz de bengala, que deja como resultado algo frágil y quemado.

Chesterton, en su libro titulado “La superstición del divorcio”, ve como una auténtica farsa el creerse que puede compartirse la vida con un nuevo cónyuge, cuando se han convivido una buena parte de la existencia con otro anterior. Pese a todo, la falta de felicidad, los defectos de la persona a la que se quería, el enamorarse de otra nueva, u otros problemas de la existencia, pueden llevar a una sensación de angustia y de opresión.

El amor verdadero es el que nos hace ser mejor personas. Siempre recuerdo una lección de mi padre quien decía que el amor nunca pasa y, si pasa, no es amor. El amor tiene vocación de eternidad. Benedicto XVI afirmaba que la fidelidad es el nombre del amor en el tiempo. La felicidad es un estado emocional, y no es suficiente en sí misma para tomar una decisión tan drástica como una ruptura familiar. La felicidad es la consecuencia indirecta de hacer el bien, que tiene carácter de fin. El compromiso familiar guarda el amor conyugal, que se da entre los esposos y para con los hijos, si se tienen. Los hijos necesitan que sus padres se quieran, para crecer felices y seguros. Esta es la civilización del niño, la que tiene auténtico futuro.

El amor es ante todo un acto de la voluntad, y no solamente un sentimiento pasajero. El amor exige querer a los demás con sus defectos, siempre que tales defectos no supongan desórdenes morales. El cristianismo revela la más alta condición del matrimonio, cuando lo asemeja al amor que Dios tiene con cada uno de nosotros, aunque algunas veces quizás no lo merezcamos.

La unidad familiar es exigente, dura, antipática y repelente en ocasiones. Exige saber pedir perdón y perdonar. Precisamente por eso es épica, heroica y maravillosa. La maternidad y la paternidad suponen una fantástica superación de la feminidad y masculinidad, y establecen una vocación humana fantástica. Por supuesto, esto no quiere decir que haya que casarse necesariamente: existen otros modos de entrega personal.  

Cuando el cristianismo habla de amarse hasta que la muerte nos separe está reivindicando y protegiendo el anhelo más profundo del corazón humano. El matrimonio cristiano, cuna de igualdad, diversidad, y dignidad, convierte en una leyenda preciosa la vida cotidiana de una mujer y de su marido. La libertad de la esposa y el esposo es comprometida y fructífera, aunque los hijos no pudieran llegar, porque el amor -la afirmación de la identidad del semejante- tiene muchas facetas. La caridad, el amor con el que Dios nos ayuda a querer a los demás, supone la perfección de la libertad. Cuando más verdaderamente se ama, se es más libre.

Desembarazarse de los compromisos familiares para satisfacer afectos desnortados, supone ser más esclavo. Consiste en encadenar los compromisos más nobles, que hemos adquirido como personas. Entonces la mente queda confusa y el corazón da vueltas sobre sí mismo, para pronto percibir el tremendo error de haber tirado tanta cosa preciosa por la ventana.

Cuando digo esto, quiero hacerlo con total respeto y comprensión a todo el mundo, por la cuenta que me trae, y sin afán de herir a nadie. Cualquiera que sea nuestra situación, por difícil y retorcida que parezca, tiene remedio, si queremos buscarlo y nos dejamos asesorar por personas de categoría moral y criterio, que merezcan nuestra confianza. Pero quiero defender la unidad del matrimonio entre la mujer y el hombre porque detecto la expansión de una  mentira que consiste en pensar que romper la familia es una liberación, cuando es una esclavitud.

Estamos hechos para un amor grande, sacrificado, abierto a la vida, donde los hijos se sienten felices de ser queridos por sus padres. Este es el   mundo lleno de auténtica libertad y de alegría.


José Ignacio Moreno Iturralde

Tuesday, August 20, 2024

Todo ser humano... es humano, y merece un respeto

Entre ser y no ser, no cabe el término medio. Otra cosa cierta es que hay muchos modos de ser; uno de ellos es el humano. Por tanto, no se puede ser humano a medias.

La dignidad humana, desde diversas perspectivas, reconoce el valor de cada vida de uno de nuestros semejantes. Este valor incondicional se basa en nuestra peculiar identidad, capaz de construir la propia vida, hasta cierto punto, con libertad. De este modo, cada ser humano es único, irrepetible.

Un enfermo que ha perdido su conciencia o una persona mayor con severos límites de autonomía, no dejan de ser humanos. Del mismo modo, un ser humano en gestación no deja de ser humano. Reducir la dignidad humana a los momentos de plenitud y salud supone adulterar por completo el concepto de dignidad.

Las causas tienen estrecha relación con los efectos que producen. Cuando sale el sol tenemos luz natural, que disminuye notablemente con la llegada de la noche. Si nuestro modo de ser humano es libre y racional -capaz de conocer ideas o leyes-, no puede tener un origen exclusivamente bioquímico y fisiológico, por muy unida que nuestra mente lo esté con el cuerpo. Somos seres capaces de salir de nosotros mismos y de ponernos en el lugar de la realidad, especialmente de los demás. Está capacidad humana es propia de un ser que, además de material, es al mismo tiempo espiritual. Este razonamiento conduce, para quien no tenga prejuicios a la hora de pensar, a un origen espiritual del ser humano, superior a toda materia. Esto realza el valor y la dignidad de todo ser humano, enlazando nuestras vidas y haciéndonos responsables unos de otros.

Una sociedad más justa, honrada y humana, constituye un mundo en el que todo ser humano es valorado, acogido y cuidado, pese a los esfuerzos que esto comparte. Limitar la identidad de ser humano a los que tienen fuerza y capacidad de decisión, supone deshumanizarnos. Ayudar a cada uno y a cada una en el camino de su vida, sabiendo que todo ser humano merece un respeto, fomenta una cultura del cuidado en la que se basa un verdadero progreso.


José Ignacio Moreno Iturralde

 

Monday, August 19, 2024

Solo si sé quién soy, actuaré con acierto


Hace un tiempo trajeron a mi casa un cachorro de braco, un perro de caza. Ya tenía unos cuantos meses, estaba asustado, y no parecía agradecer demasiado mimos y caricias. Entre azulejos de piso, aquel perrillo estaba despistado y algo triste. El braco era de un amigo mío, y se fue con él. Varios meses después, dando una vuelta con su dueño, vi a aquél perro en el campo. Daba gozo verle retozar y correr en su ambiente. Ahora estaba en su medio, desplegando su veloz e intrépida naturaleza.

Los seres humanos, a diferencia de los bracos, tenemos razón y libertad moral, pero también somos dotados con un peculiar modo de ser. Por muy distintos y distintas que seamos, nadie cuerdo quiere ser un fracasado o un infeliz. A diferencia del perro, podemos aceptar o no nuestra vida, pero suele ser más realista y provechoso hacerlo, aunque queramos mejorar nuestro entorno y, ante todo, a nosotros mismos. Es cierto que podemos tener enfermedades o limitaciones que impidan desarrollar algunos de nuestros sueños. Pero lo que siempre es asequible, y admirable, es vivir nuestra vida cotidiana con empeño de hacerlo bien. Tantas veces, lo que ha hecho memorables las vidas de mujeres y hombres ha sido precisamente afrontar limites o situaciones que no esperaban.

Solemos admirar a las personas generosas, alegres y optimistas. Muchas veces son así no porque tengan todos sus deseos satisfechos, sino porque saben vivir y, por tanto, saben querer. Tienen buenas relaciones con quienes les rodean y esto, que siempre es más o menos costoso, les otorga una serena felicidad.

Querer conseguir nuestros sueños puede ser muy positivo, aunque no siempre sea posible. Pero lo que es una falta de sentido común notable es actuar de un modo distinto a lo que somos. Una persona se construye a sí misma con sus actos, pero hasta cierto punto. Pensar que nuestros deseos son razón suficiente para redefinir absolutamente nuestra identidad es la lógica de un loco. Un egoísta agudo, por mucho que se empeñe, nunca será feliz; como tampoco podrá serlo quien desconozca sus límites más elementales.

Nuestra realidad es una donación: nadie ha sido consultado para existir. Son muchas las cosas y personas que no hemos elegido; y precisamente entre ellas se cuentan los seres que más queremos, como suele ocurrir respecto a las madres. De modo contrario a lo anterior, las llamadas ideologías se oponen al respeto a los demás y, por tanto, a uno mismo. Las ideologías son pensamientos o deseos enfermizos que rompen nuestra unidad y nuestra armonía con la realidad. El nazismo o el comunismo, siguiendo sus proyectos, llegaron a los más execrables crímenes contra la humanidad. Y esto sucedió porque, aun teniendo razón en algunas de sus propuestas, sus sistemas opuestos coincidían en un odio inhumano a los que consideraban enemigos. Una nueva filosofía de la sospecha, la ideología woke, parece tener cierto éxito actualmente. Se trata de una especie de neomarxismo que intenta alertar a todos los que sufren marginaciones, de que la culpa proviene de un sistema social perverso y explotador. Sus planteamientos son netamente materialistas y favorables a la violencia como palanca de cambio social. Respecto a estas ideas, cabe reconocer que hay explotaciones y marginaciones injustas, que hay que erradicar. Sin embargo, lo grave del movimiento woke es que basa las relaciones cívicas sobre la desconfianza y la revancha, poniendo en jaque la naturaleza social del hombre

Por otra parte, la relativización y la demolición de la familia entendida como la unión de una mujer y un hombre abierta a la posibilidad de tener hijos, no es ningún avance sino un retroceso monumental. Nuestra condición nativa es la de ser hijos o hijas y esto requiere, necesaria y naturalmente, de la existencia de los padres. Hasta hace muy poco casi nadie ponía esto en duda; pero ya no ocurre así. La libertad, en vez de considerarse una facultad de la persona, se ha confundido con la persona misma: esto produce el efecto devastador de una pescadilla que se muerde la cola.

La ruptura de la familia lleva consigo la ruptura de uno mismo; de tal modo que, dicho sea esto con absoluto respeto a la dignidad de todas las personas, ahora se considera que cada persona tiene el sexo que quiera tener, lo cual no coincide con la realidad. El transhumanismo va más allá, y sueña con los ciborgs -una mezcla entre ser humano y ser tecnológico-: dicen que es la hora de que el hombre lidere el proceso de su propia evolución. Alucinados con el progreso, no saben bien hacia donde se dirigen porque no reconocen sus raíces y, por este motivo, no podrán dar un buen fruto.

Actuar poniendo en juego nuestra libertad es importantísimo, pero pretender progresar individual y socialmente, al margen de lo que somos de partida, es un error de cálculo espantoso. Nos desarrollamos con nuestras acciones, pero es una necedad olvidar nuestro modo de ser humanos y lo que nos hace ser mejores personas. Cuando nos maravillamos de nuestra existencia, apuntamos a un origen que va más allá de nosotros mismos, y esto engrandece e ilumina el panorama de nuestra vida. Hacer está muy bien, pero lo importante es ser personalmente mejores, y solo lo seremos si admitimos un principio de nuestra auténtica libertad: el obrar sigue al ser. Aquel perro braco era lo que es… y estaba tan pancho. Nosotros, por ser personas, necesitamos aceptar nuestra vida y esto supone el esfuerzo de posicionarse desde unos límites humanos, requisito indispensable para poder actuar con acierto y aspirar a ser verdaderamente felices.


José Ignacio Moreno Iturralde

Sunday, August 18, 2024

Nuestro yo más profundo es una ventana abierta a Dios


Situarse por encima de estados emocionales es una manifestación de autodominio y, quizás, de madurez. Conseguir controlar, por ejemplo, la euforia o la ira, es algo provechoso para uno mismo y para los demás. Sucede algo análogo, con cuestiones como algún enamoramiento que juzgamos improcedente, por lo que ponemos medios para abandonarlo y evitar su desarrollo.

Por otra parte, somos algo más que nuestros pensamientos: en ocasiones nos damos cuenta de que nos invaden ideas tóxicas o negativas, que haremos bien en cambiar por otras que nos den paz, ánimo, y nos hagan ser mejores. En otro terreno, un esfuerzo sostenido por la voluntad puede ser dejado a un lado, si nos percatamos de que se trata de una cabezonería o un puro voluntarismo. Respecto al empleo de la libertad, podemos entender que esta estupenda propiedad no es un fin para sí misma. Ser libres se orienta a elegir lo que estimamos más adecuado; no se es más libre si uno no elige nada: esto sería precisamente la negación de la libertad.

Todo lo dicho prueba que somos capaces de estar, en cierta medida, por encima de nuestras facultades sensibles, e incluso racionales. Esto es posible porque hay un núcleo personal, que se desarrolla en todas las facultades antes descritas, y en otras, pero que es superior a ellas. Este centro de la persona no es algo que nosotros hagamos, sino algo que nos es dado. Es decir, nuestro ser más profundo es una donación, no un logro. Tal regalo solo puede provenir de alguien con capacidad de crear un ser con una dimensión espiritual -capaz de superarse a sí mismo-. Por esto, puede decirse que nuestro yo más profundo es una ventana abierta a Dios.

Estamos constituidos para el conocimiento, la libertad, el amor y la coexistencia con los demás: estas características fundantes de nuestro ser personal -que Leonardo Polo llama trascendentales de la persona- son anteriores a las capacidades y actos a través de las cuales se van a desarrollar. Estas propiedades nucleares iniciales no las hemos elegido; pero podemos encaminarlas hacia sus fines con acierto a lo largo de la vida, o desviarlas y deformarlas.

El ámbito emocional y racional es algo rotundamente humano, que ejercitaremos en la vida. Pero conviene tener en cuenta lo siguiente: es un error grave entendernos como un conjunto de sentimientos, incluso de capacidades, que no tuvieran más remedio que seguir sus impulsos para ser felices. Un ser humano es alguien con una profunda interioridad, que puede modelar su razón, voluntad y corazón de acuerdo a un modo de ser que nos ha sido donado. De este modo es como puede lograrse una actuación hacia una vida plenamente humana y feliz, con los altibajos propios de nuestra existencia.


José Ignacio Moreno Iturralde

Wednesday, August 14, 2024

Felicidad y criterio de conducta


 Hay etapas fantásticas de la vida en las que uno se siente profundamente feliz, quizás sin darse mucha cuenta. En muchas ocasiones, la infancia es una de esos periodos estupendos de nuestra existencia. Con el paso del tiempo, uno se va dando cuenta de la cantidad de sacrificios que nuestros padres han hecho por nosotros; pero es posible que no siempre han sido felices haciéndolos.

Nos damos cuenta de que buscamos metas o fines que merezcan la pena. Esto comporta esfuerzos, y es lógico que haya momentos en los que lo pasemos mal, aunque estemos haciendo lo correcto.

Pienso que para entender la felicidad hay que ponerla en relación con el bien, que tiene carácter de fin. Lo importante es buscar hacer el bien. La felicidad es la posible satisfacción de haber hecho lo debido. Buscar siempre la felicidad en directo es una equivocación. Conviene tener esto en cuenta, porque puede suceder que una persona adulta, con compromisos importantes -por ejemplo, familiares-, pase por momentos en los que no se sienta feliz en absoluto. Entonces podría pensar que se ha equivocado en sus elecciones, que ese no es el camino y que, por tanto, tiene que abandonar esas ataduras que le pesan como cadenas. Esto, en muchos casos, puede ser un error serio. Lo que nos parecen limitaciones son, frecuentemente, condiciones de posibilidad para ejercer una libertad humana, realista. Desde luego hay algunas situaciones auténticamente espantosas, de las que hay que salir como sea.

Romper vínculos respectivos a las primordiales relaciones humanas –filiación, maternidad, paternidad, conyugalidad- puede llevar a rompernos a nosotros mismos. Nuestros compromisos fundamentales pueden resultarnos costosos como un zapato que nos quedara pequeño. Pero es posible que el problema no esté en el zapato, sino en el pie. La solución no es quedarse descalzo, sino ir al médico -dejarse ayudar-.

El sentimiento de infelicidad debe ser escuchado, atendido, y remediado, si es posible. Pero puede tener su origen en una falta de virtud o de sentido común, o de ambas cosas. Un equipo de futbol es feliz al ganar un torneo, pero antes pasa por muchos momentos de apuro. No es menos cierto que ocurre lo mismo en el deporte de la vida. Además, a diferencia del fútbol, las victorias personales más importantes, las morales, ayudan también a los demás a vencer como personas.

El ser humano es capaz de trascender sus estados emocionales para buscar sus más altos propósitos. Por todo esto, es probable que lo que conviene hacer sea aceptar nuestra propia vida, pensando en el gran bien que hacemos a los demás de esta manera. Cuando actuamos así, parece como si recobráramos nuestra situación en el mundo y la propia felicidad renace. La motivación de pensar en los demás tiene su último fundamento en la relación que nos une con ellos y con Dios, que es quien nos puede dar una motivación última y una ayuda eficaz para superarnos.

La opción del sentimiento por el sentimiento y la del deber por el deber, siendo opuestas, tienen algo importante en común -como afirma Robert Spaemann-: empiezan y terminan en uno mismo. Lo importante es mirar hacia fuera de uno mismo y basar la ética en función de la realidad de las cosas

Es importante ser felices, no cabe duda, pero la felicidad es una vivencia emocional, que no tiene una capacidad suficiente de orientación hacia la verdad. La verdad de nuestra propia vida, a la que se accede por la razón y la confianza, no depende exclusivamente de nosotros. Se trata de un hallazgo que hace que seamos mejores y nos dará, más tarde o más temprano, una felicidad que ni siquiera logramos imaginar.


José Ignacio Moreno Iturralde

Friday, August 09, 2024

Novela "Bohdán, el ucraniano". Para alumnos y alumnas de 4º Filosofía de la ESO


Quería presentaros la breve novela "Bohdán, el ucraniano", escrita como lectura complementaria para alumnos de Filosofía de 4º de la ESO. Se adquiere a través de Amazon. Por si veis oportuno darla a conocer a profesoras y profesores. Muchas gracias por vuestra atención: https://www.amazon.es/dp/B0DBSZHQRP


José Ignacio Moreno Iturralde

Wednesday, August 07, 2024

Un gordo, si es buen padre, le da cien vueltas a un superhéroe


 

La noche de los Reyes Magos es algo mágico, gozoso y familiar. Una infancia feliz es uno de los grandes tesoros de esta vida. El gozo y la seguridad de niños y niñas que se saben queridos y protegidos por sus padres, es algo de un valor incalculable. Esos hijos tienen las referencias más sólidas para lanzarse a la aventura de vivir, porque la familia es la raíz del cariño y de la educación. En la familia hay igualdad y diferencia, justicia y amor, alegrías y enfados. El hogar familiar es el lugar en el que se quiere a cada uno por sí mismo; por esto, querer a la familia es el mejor modo de querer a la humanidad. Pero ese clima familiar, en el que da gusto estar, es consecuencia de la entrega, de la abnegación de padre y madre, de un cariño gozoso y sacrificado de los cónyuges entre sí y para con sus hijos.

La crisis que padece hoy la institución familiar es un grave problema de humanidad y de civilización. Un individualismo acerado se alía con una idea del amor rebajado a un puro sentimiento que, como tal, es pasajero. Ciertamente hay situaciones familiares insostenibles y delictivas. Pero en muchos casos las rupturas familiares nacen del egoísmo y de no entender que la fidelidad es el nombre del amor en el tiempo, como decía Joseph Ratzinger. Hace falta acoger el amor divino para rejuvenecer y acrecentar el amor humano, porque ésta es la única escuela que asegura que la generosidad y la bondad tendrán la última palabra. Por este motivo el amor nunca pasa y, si pasa, no es amor. Amar supone aprender a convivir, a perdonar, y a pedir perdón. Como es lógico, el matrimonio es algo libre y hay personas que no se casan y pueden vivir una vida generosa, haciendo mucho bien a sus semejantes.

El común acuerdo sobre la identidad del matrimonio y la familia que favorecía socialmente el desarrollo de la misma, ya no existe en la opinión pública de Occidente. Pero el ser humano es profundamente familiar, y tendrá que redescubrir algo que necesita tanto como su corazón. Maternidad, paternidad y filiación son dimensiones fundamentales de nuestro modo de ser. Cualquier madre hace por su hijo lo que haga falta. Si a un gordo español,    mientras ve un partido de fútbol, le dicen que su hija está en peligro, se transforma de inmediato en algo mucho más serio y verdadero que un super héroe. 

Siguen existiendo muchas familias generosas, fieles y ejemplares. Por otra parte, todo aquél que atraviesa problemas familiares puede tener esperanza en algún tipo de solución. Quizás haya que sufrir y esperar hasta llegar a una situación novedosa e insospechadamente positiva. Pero tenemos que redescubrir la grandeza de la familia entendida como la unión entre una mujer y un hombre, abierta a la vida de los hijos. Sólo así existirá la alegría profunda en el corazón de los hombres y de los niños; sólo así podemos ser plenamente humanos. De esta manera los padres y madres seguirán siendo unos auténticos reyes, con la mejor y más simpática de las magias.


José Ignacio Moreno Iturralde

Tuesday, August 06, 2024

Aprender a querer


 

Todo ser humano conoce el mundo y a sí mismo a la vez que comparte su vida con otros semejantes, primordialmente con sus familiares.

La convivencia es una escuela de aprendizaje donde se realiza nuestra dimensión social, al mismo tiempo que nuestros pensamientos y afectos se contrastan con los de otras personas. Parece bastante claro que la felicidad tiene mucho que ver con nuestra capacidad de convivir con los demás. Esta convivencia es una auténtica forja de la personalidad. Sin semejantes la vida es insoportable. También es cierto que ciertas compañías nos pueden resultar una pesadez; y, en alguna ocasión, puede que el pesado sea uno mismo. Nuestros familiares y amigos son para nosotros muy valiosos, pero algunas veces nos cargan. Es entonces cuando se pone de manifiesto nuestra capacidad de querer; es decir: de afirmar la identidad del otro, al margen de nuestros intereses.

Los afectos también tienen que filtrarse por el tamiz de la realidad. No puedo querer a mi padre como si fuera mi abuela, ni a mi madre como si fuera mi hermano. Si me enamoro de la esposa de un amigo, tendré que poner sentido común y distancia para salir de esa situación. Darle exclusivamente al corazón -al ámbito de las emociones y sentimientos- el timón de nuestra conducta es un error grave. La inteligencia entiende la verdad o la falsedad de las cosas. La voluntad quiere esas realidades como bienes, o las rechaza como males. El corazón tiende a unirse con el bien querido, o a aborrecer lo que consideramos malo. El corazón es capaz de amar, que es la actividad[1] que nos puede hacer más felices. Pero hemos de discernir cuáles son los verdaderos amores, y un modo de identificarlos es éste: aquellos que nos hacen ser mejor personas. Puede haber amores rotundamente falsos, que es necesario reprobar.

El corazón tiene motivaciones profundamente relacionadas con la libertad personal. Esto hace que seamos capaces de optar por decisiones que no son fruto exclusivo de la inteligencia. Los compromisos más valiosos que adquirimos no suelen ser obligatorios, sino libres. Es muy interesante escuchar al corazón, siempre que lo que nos pida tenga el visto bueno con la inteligencia. Aunque amar sea más importante que entender, la inteligencia tiene prioridad sobre la voluntad y el corazón. Primero con la cabeza, después con el corazón… Se trata de algo costoso de vivir en algunas ocasiones, pero enormemente beneficioso.

Cuando ejercemos la inteligencia tenemos que darnos cuenta de nuestras limitaciones. Por esto hemos de aprender de personas con más conocimiento y experiencia que nosotros, en las que tengamos confianza.

La fe cristiana añade un engrandecimiento insospechado a la inteligencia y la afectividad humana. Nos lleva a una valoración de los demás desde la perspectiva de Dios. El perdón y la misericordia que el cristianismo nos pide está por encima de nuestras expectativas iniciales y, sin embargo, nos hace más profundamente humanos. A la luz de la vida del Hijo de Dios, nuestra vida cobra una capacidad de querer enorme, lo que es compatible con experimentar en nosotros y en los demás múltiples defectos, quizás para que no nos demos una excesiva importancia. A veces el buen humor está relacionado con el buen humor, y ver el ángulo divertido de algunas limitaciones puede ser algo inteligente y simpático al mismo tiempo.


José Ignacio Moreno Iturralde



[1] El filósofo Leonardo Polo considera que el amor, antes que una actividad, es un trascendental de la persona humana; es decir: una dimensión constitutiva y fundamental de hombres y mujeres.