El amanecer es discreto, gradual, no se impone súbitamente a la noche. En la naturaleza hay armonía, un profundo respeto a las leyes de los átomos y de las estrellas. Sin embargo, en algunas ocasiones, todo parece venirse abajo: terremotos, tormentas e inundaciones, rompen temporalmente un equilibrio milenario. Pero pronto vuelve a establecerse la calma, y la vida vuelve a abrirse camino.
En la naturaleza humana también hay mucho establecido: conviene saber quiénes somos para actuar con acierto. Rebelarse contra nuestro modo de ser, individual y familiarmente, pese a sus limitaciones, es exponerse a la autodestrucción. El cultivo de nuestra vida requiere de la gratitud y el cuidado del buen agricultor, que recibe los dones del campo y los ayuda a crecer, según lo que son. Pero también tenemos libertad: vivimos cosas tan estupendas como reír y dialogar; pero, por otra parte, experimentamos una fragilidad notoria en nuestra conducta, como acalorarnos con otros viendo un partido de futbol. El equilibrio moral se logra a base de virtudes que abarcan gozos y esfuerzos. Por esto hay algunas personas virtuosas que son auténticas referencias para nosotros. Su vida se transforma en una luz que ilumina nuestros pasos. Con frecuencia se trata de familiares y amigos, que nos estiman y a los que apreciamos. Nos damos cuenta de que el ejemplo de estos semejantes cercanos no es casual, sino que ha pasado por contratiempos y dificultades: noches oscuras que han dado lugar a mañanas espléndidas.
Pasan los años y algunos de nuestros seres queridos fallecen. Ese cataclismo de la muerte desgarra nuestra vida, pero también nos da una lección clave: tenemos que aprovechar bien el tiempo. Es como si la muerte fuera un reseteo de la existencia. Algo hay en nosotros que necesita ser interiormente sanado, transformado, enaltecido, hasta el punto de tener que atravesar la frontera de la muerte. En nuestra vida actual, la interna unión del alma y el cuerpo no es permanentemente estable. El cristianismo enseña que la luz de vida humana plena en caridad y alegría, gloriosa, necesita en su estado definitivo de una resurrección corporal.
Uno no se
explica solo desde sí mismo, sino desde quienes le quieren. El sentido de
nuestra vida está antes fuera que dentro de nosotros mismos, y no proviene del
puro azar o el sinsentido, sino de una fuente de significado y de amor eterna.
“…Y esa vida era luz para la humanidad; luz que resplandece en las tinieblas” (Juan, 1, 4-5). La Navidad nos muestra que Dios tiene la asombrosa iniciativa de hacerse hombre, hermanándose con nosotros y haciéndonos partícipes de su intimidad. Entonces entendemos quienes somos, vemos nuestra estrella, y podemos reflejar con nuestra vida, libremente, una luz entrañable, valiosa y eficaz.
José Ignacio Moreno Iturralde
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