Entender el pensamiento como una especie de esfera trasparente que nos
envuelve la cabeza, ha sido una curiosa reflexión para desconectarnos de la
realidad. Que la razón tenga que partir de la autoconciencia para funcionar
adecuadamente, fue visto por algunos pensadores destacados como el inicio
seguro de un auténtico modo de pensar. Sin embargo, ese camino tan
aparentemente coherente nos ha llevado a desconfiar de poder llegar a algo de
mucha importancia: la verdad de las cosas y nuestra propia verdad. Tanto es así,
que ya hemos llegado a lo que profetizó Chesterton: “llegará un tiempo en que
discutamos si el césped es verde”. Si nuestros esquemas mentales configuran la
única realidad que nos es asequible, terminamos por creer solo es representaciones
mentales, que suelen ser muy subjetivas. Puede que esto parezca muy
“auténtico”, pero resulta algo angustioso y francamente triste.
Sin dudar del gran valor de nuestro modo de ser racional, convendría volver
a plantearse cuál es su genuina raíz. El encuentro entre el rostro del bebé y
su madre no parece particularmente racional, pero es profundamente humano. En
la conmoción ante la belleza de un paisaje descansa la mente, precisamente
porque no hace falta razonar nada. Si escuchamos la sexta sinfonía de Beethoven,
por ejemplo el himno de
los pastores, encontramos una magnífica apertura a lo real, que no necesita
de ningún razonamiento inicial. Esa armónica belleza es precisamente el inicio
del que podremos posteriormente sacar algunas ideas esperanzadoras.
Lo peor que puede hacer el pensamiento es dejar de ser un punto de
encuentro con la realidad para encerrarse en un armazón de autosuficiencia. Es
así como las ideologías inventan sus delirantes sistemas que, aunque tienen
aspectos atractivos, acaban por provocar una montaña de sufrimientos,
precisamente por su desajuste con la realidad.
Si el pensamiento se hace mayoritariamente autorreferencial se traiciona
a sí mismo, llegando a provocar patologías más o menos acusadas de ansiedad e
incluso de locura y desesperación. La razón se convierte en irracional cuando empieza
y termina en sí misma. Para razonar con acierto hay que partir de una actitud
pre-racional de confianza ante la realidad, en su más pleno y último sentido,
que toca a cada uno descubrir. Es así como encontramos la verdad y el bien de
lo real. Entonces podemos amar la vida yendo más allá del razonamiento, que no es nuestro
inicio ni nuestro único final. Así, pese a las dificultades y dolores de la existencia,
se puede encontrar la alegría que tiende a compartirse con los demás.
José Ignacio Moreno Iturralde
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