En Alcalá de Henares,
desde hace meses, es frecuente ver a grupos de africanos jóvenes, que van de un
lado para otro. Hablan en su idioma y usan dispositivos móviles, que parecen
tenerles encandilados. Espero muy sinceramente que esta estancia en tierras
españolas les sea de mucho provecho.
Hace pocos días, avanzada
ya la tarde, pasé por un discreto parque alcalaíno, mientras iba pensando en
algunos agobios laborales. En un banco estaba sentado un hombre de color. Mi
primera reacción fue la de no prestarle atención, no fuera a ser que me pidiera
dinero o alguna otra cosa. Sin embargo, finalmente le saludé, aunque no le
conocía de nada. Él me miró y sonrió, se llevó la mano al pecho, e inclinó muy
levemente la cabeza, respondiéndome de un modo simpático. No tuve el salero o
el corazón, o ambas cosas, para pararme e intentar una conversación con él.
Seguí caminando y se me olvidaron mis anteriores problemillas. Me pareció que
aquél hombre negro me había enseñado algo de su blanca y luminosa alma africana.
Por un segundo, se había establecido un camino de fraternidad entre dos
personas de países y culturas muy distintas. Me di cuenta que, tras un
ajetreado día de actividades, aquella pequeña situación suponía algo de gran
valor, de notable calidad.
En nuestras jornadas
hacemos muchas cosas, tenemos una amplia gama de sentimientos, y pensamos en
bastantes asuntos, donde en ocasiones –pocas o muchas- puede que no haya un
telón de fondo de alegría. Pero si vivimos un auténtico encuentro humano,
especialmente un acto libre de ayuda a un semejante, surge en nuestro interior
algún decidido brote de felicidad. Cuando queremos verdaderamente; es decir:
cuando afirmamos la verdad de otra persona, al margen de nuestros intereses o
afectos, entramos en un nivel de vida más alto, más cualificado. Experimentamos
una apertura del corazón, donde puede enlazarse lo humano con lo divino. Muchas
de nuestras tareas diarias son necesarias, pero cuando adquieren plena
categoría, señorío y calidad es cuando
se enfocan hacia el servicio y promoción de los demás, especialmente de
nuestros familiares y semejantes más cercanos.
Pienso que la Navidad
tiene mucho que ver con todo esto. Que Dios se haya hecho un niño necesitado,
es un modo divino de conquistar y elevar el amor humano. En ocasiones las
navidades pueden ser nostálgicas, al recordar personas que ya no están con
nosotros. Pero las personas buenas que fallecieron están con Dios, en una
plenitud de vida muy superior a la que nosotros tenemos ahora; y esto, que
requiere de fe y de lógica, puede resultar muy consolador.
Aquél hombre africano, de
pocos recursos, me enseñó a redescubrir que la caridad es la auténtica vida de
calidad. Esta entrañable reflexión se ve rodeada por tantas limitaciones y
precariedades personales y del ambiente que nos rodea. También la gruta de Belén
era un sitio muy modesto; pero a la luz de una gran estrella, en el seno de una
pobre y maravillosa familia, había nacido la auténtica vida, la misma Caridad
que cambió el mundo.
José Ignacio Moreno
Iturralde
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