Wednesday, August 21, 2024

La esclavitud del divorcio provocado


Al leer cosas sobre historia antigua, resulta llamativa la extensión y legitimidad que tuvo la esclavitud. Es tremenda la realidad de seres humanos que durante milenios se han visto privados de su libertad, de su capacidad de elegir los compromisos que hubieran querido tener para forjar su futuro; entre ellos, el formar una familia. Por tanto, la esclavitud no supone no tener compromisos, sino adquirir los que uno libremente quiere. Estos compromisos requieren responsabilidad y coherencia.

Entre las realidades más genuinamente humanas, destaca la familia. Todos somos hijos o hijas, y bastantes hemos experimentado el amor incondicional de nuestros padres. Esto ha dado seguridad a nuestras vidas. Actualmente estamos asistiendo a una multiplicación de divorcios, que son vistos por algunos como una liberación. Me parece que esta visión puede estar diametralmente equivocada.

Ciertamente hay situaciones familiares graves que entran en el terreno de los delitos, y no hay que soportarlas sino denunciarlas. También sucede que un cónyuge se ve obligado a aceptar un divorcio por el empeño del otro, que es quien lo provoca. Por otra parte, pueden faltar en un matrimonio condiciones personales indispensables, que convierten ese matrimonio en nulo. En otros casos puede ser recomendable una separación. Todas estas cuestiones son delicadas y asesorables por especialistas. Pero pueden darse otras situaciones, en las que el divorcio se debe a la falta de virtud personal. En el momento en que parece fallar el afecto, “la magia”, parece a algunas y algunos que todo se viene a pique, y que la salida hacia la luz de la libertad es el divorcio. Pero se trata de una luz de bengala, que deja como resultado algo frágil y quemado.

Chesterton, en su libro titulado “La superstición del divorcio”, ve como una auténtica farsa el creerse que puede compartirse la vida con un nuevo cónyuge, cuando se han convivido una buena parte de la existencia con otro anterior. Pese a todo, la falta de felicidad, los defectos de la persona a la que se quería, el enamorarse de otra nueva, u otros problemas de la existencia, pueden llevar a una sensación de angustia y de opresión.

El amor verdadero es el que nos hace ser mejor personas. Siempre recuerdo una lección de mi padre quien decía que el amor nunca pasa y, si pasa, no es amor. El amor tiene vocación de eternidad. Benedicto XVI afirmaba que la fidelidad es el nombre del amor en el tiempo. La felicidad es un estado emocional, y no es suficiente en sí misma para tomar una decisión tan drástica como una ruptura familiar. La felicidad es la consecuencia indirecta de hacer el bien, que tiene carácter de fin. El compromiso familiar guarda el amor conyugal, que se da entre los esposos y para con los hijos, si se tienen. Los hijos necesitan que sus padres se quieran, para crecer felices y seguros. Esta es la civilización del niño, la que tiene auténtico futuro.

El amor es ante todo un acto de la voluntad, y no solamente un sentimiento pasajero. El amor exige querer a los demás con sus defectos, siempre que tales defectos no supongan desórdenes morales. El cristianismo revela la más alta condición del matrimonio, cuando lo asemeja al amor que Dios tiene con cada uno de nosotros, aunque algunas veces quizás no lo merezcamos.

La unidad familiar es exigente, dura, antipática y repelente en ocasiones. Exige saber pedir perdón y perdonar. Precisamente por eso es épica, heroica y maravillosa. La maternidad y la paternidad suponen una fantástica superación de la feminidad y masculinidad, y establecen una vocación humana fantástica. Por supuesto, esto no quiere decir que haya que casarse necesariamente: existen otros modos de entrega personal.  

Cuando el cristianismo habla de amarse hasta que la muerte nos separe está reivindicando y protegiendo el anhelo más profundo del corazón humano. El matrimonio cristiano, cuna de igualdad, diversidad, y dignidad, convierte en una leyenda preciosa la vida cotidiana de una mujer y de su marido. La libertad de la esposa y el esposo es comprometida y fructífera, aunque los hijos no pudieran llegar, porque el amor -la afirmación de la identidad del semejante- tiene muchas facetas. La caridad, el amor con el que Dios nos ayuda a querer a los demás, supone la perfección de la libertad. Cuando más verdaderamente se ama, se es más libre.

Desembarazarse de los compromisos familiares para satisfacer afectos desnortados, supone ser más esclavo. Consiste en encadenar los compromisos más nobles, que hemos adquirido como personas. Entonces la mente queda confusa y el corazón da vueltas sobre sí mismo, para pronto percibir el tremendo error de haber tirado tanta cosa preciosa por la ventana.

Cuando digo esto, quiero hacerlo con total respeto y comprensión a todo el mundo, por la cuenta que me trae, y sin afán de herir a nadie. Cualquiera que sea nuestra situación, por difícil y retorcida que parezca, tiene remedio, si queremos buscarlo y nos dejamos asesorar por personas de categoría moral y criterio, que merezcan nuestra confianza. Pero quiero defender la unidad del matrimonio entre la mujer y el hombre porque detecto la expansión de una  mentira que consiste en pensar que romper la familia es una liberación, cuando es una esclavitud.

Estamos hechos para un amor grande, sacrificado, abierto a la vida, donde los hijos se sienten felices de ser queridos por sus padres. Este es el   mundo lleno de auténtica libertad y de alegría.


José Ignacio Moreno Iturralde

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