Mi experiencia con clases de
universitarios ha supuesto para mí un periodo docente muy valioso. Durante un
curso di clases de Antropología para alumnos que cursaban los Grados de Derecho
y Empresa. Planteé unas clases, donde procuré alternar la solidez de unos
apuntes con textos de actualidad y medios audiovisuales. Lo más significativo
del curso ocurrió al poco tiempo de empezar. Había dos hermanas gemelas
extremadamente delgadas. Una de ellas estaba muy ilusionada con la asignatura y
demostraba un sincero interés, cosa que lógicamente me alegró. A las pocas
semanas de curso observé que esta chica llevaba un tiempo sin venir. Al día
siguiente, la Directora de estudios entró en clase y nos dijo que esta alumna,
como consecuencia de una gastroenteritis unida a la anorexia que padecía,
acababa de fallecer. El mazazo para todos fue tremendo. Nos quedamos sin
palabras. Sólo logré decir a los alumnos que a veces no entendemos “los
renglones torcidos de Dios”. A las pocas horas se celebró un funeral por
aquella muchacha. Asistió todo el curso y alumnos de otros grupos. No se cabía
en la capilla y los estudiantes rodeaban de cerca al sacerdote que celebraba la
misa. Se respiraba un genuino ambiente de fraternidad cristiana.
Aquella
dura noticia unió mucho a ese curso. Todos estuvimos especialmente pendientes
de la hermana de la chica que falleció. Esta alumna, aquejada también por
motivos de salud, no se dio por vencida y tras serios esfuerzos llenos de
mérito consiguió sacar el año adelante con buenas calificaciones. Me alegró
verla al final del curso recuperada física y psicológicamente.
En aquel
año se abordaron respetuosamente todo tipo de interrogantes, relacionados con
múltiples cuestiones polémicas de actualidad. Aquél ambiente universitario me
resultó muy estimulante. Algunas de las características que observé fueron la
accesibilidad de los profesores para con los alumnos, los seminarios de
profundización en algunos temas, la posibilidad de estudiar parte de la carrera
en otros países y la seriedad y exigencia en las materias.
La
experiencia relatada me hace pensar que nuestro aprovechamiento académico no
puede echar raíces profundas, si existen aspectos de la vida que se nos hacen
incomprensibles. A continuación, vamos a ofrecer algunas reflexiones acerca de
cuestiones que parecen romper una visión grata y acogedora del mundo en que
vivimos. Se trata de temas profundos que una educación significativa ha de
abordar en algún momento.
¿La vida
tiene un nudo?
A veces hay
problemas que no alcanzamos a comprender. Por ejemplo: la devastación y el
horror que producen las guerras, el terrorismo
y el hambre en el mundo. Son cuestiones especialmente hirientes porque
se deben al mal uso de la libertad de los hombres.
Además,
suceden accidentes y catástrofes naturales que no tienen nada que ver con una
causa humana, y que producen también un intenso sufrimiento a las personas que
los padecen.
Quizás el
dolor tenga un sentido que no alcanzamos a ver a primera vista. Pongamos
algunos ejemplos: una persona que ha pasado por una enfermedad crónica es
posible que se vuelva más comprensiva y menos prepotente. Probablemente, con su
experiencia, pueda ayudar a otros enfermos que sufren la misma enfermedad. Un
contratiempo de cualquier género es un motivo para aprender a tener más
paciencia; una virtud muy importante para vivir. El sufrimiento fuerte de otras
personas, nos hace caer en la cuenta de que nuestros problemas son más pequeños
de lo que creíamos y que no merece la pena quejarse tanto de ellos. Un familiar
con alguna lesión, discapacidad, ancianidad o enfermedad, nos lleva a sacar lo
mejor de nosotros mismos para atenderle, haciéndonos así más generosos. El
hecho de que todos los días mueran personas, nos lleva a una clara verdad: en
esta vida estamos de paso. Vivir como si no fuéramos a morir nunca es una
equivocación.
Como es
lógico, nos gusta pasarlo bomba, disfrutar de la vida y que todo vaya bien;
pero no siempre es posible, probablemente ni siquiera nos sentaría bien.
También es cierto que el hecho de que veamos y experimentemos dolor sólo nos
mejorará si sabemos darle una lectura positiva, y si obramos en consecuencia.
Cualquier cosa que vale la pena conlleva algo de sufrimiento y de superación;
desde estudiar para un examen hasta sacar adelante a una familia.
El dolor puede ser motivo de desesperación o de esperanza, de apocamiento o
de madurez. "El dolor es el megáfono que utiliza Dios en un mundo de
sordos", decía C. S. Lewis. Los contratiempos y las adversidades pueden
ayudarnos a cambiar de ángulo de vista sobre la realidad. Sí nos quedara un año
de vida, y lo supiéramos, probablemente nuestra jerarquía de valores cambiaría
notoriamente: algunos de nuestros primeros objetivos podrían pasar a un lugar
muy secundario, mientras que otras metas que solemos dejar aparcadas, cobrarían
nuevo y vigoroso impulso.
Quizás la
vida sea algo así como una servilleta con un nudo y el dolor es la fuerza que
lo deshace. Es experiencia común que el dolor nos replantea nuestras prioridades
y, si lo sabemos aprovechar, nuestra nueva escala de valores suele dar
prioridad al bien de los demás, especialmente al de nuestros seres más
queridos. No siempre comprendemos el sentido del dolor, pero lo que sí podemos
darnos cuenta es de que su papel es importante en nuestra vida.
De todos modos el zarpazo del dolor es tan duro, en ocasiones, que la
tentación del sinsentido puede acechar con vehemencia. Más provechosa y más
humana es la actitud del sano abandono: "tal desgracia no ha dependido de
mí, y aunque no la entienda no tengo por qué saber el sentido de todo". Es
inmaduro negar el sentido de algo, simplemente porque uno no lo entienda. Dicen
que el poco mal espanta y el mucho amansa. Un revés serio puede hacernos
regresar a nuestra condición originaria de dependencia radical respecto a
tantas cosas. Esta dependencia, asumida y aceptada, es fuente de sabiduría.
El hecho de que en el mundo triunfe con frecuencia la injusticia y la
mentira no es señal de absurdo sino de limitación. El mundo no es un ticket de
entrada a un espectáculo, sino la mitad de esa entrada. En la muerte se puede
ver un absurdo - una falta de sentido radical- o un “pasen y vean” lo que
completa sobreabundantemente al sentido de la vida. La visión limitada del
sentido del mundo, abierta a un sentido superior, es algo razonable.
Teorizar sobre el dolor es más o menos sencillo. Lo difícil es asimilar
bien el dolor cuando llega. Pero tener elementos de discernimiento es muy
importante para hacer una vivencia enriquecedora del dolor. Poder transmitir
esta enseñanza a los más jóvenes, con el ejemplo y con la razón, es de gran
importancia para ellos.
Lo último que se pierde
Pieper, en su antes citada obra "Las virtudes fundamentales",
destaca que la esperanza tiene mucho que ver con la aceptación de la propia
vida. Sabemos que esto no es siempre fácil, especialmente para personas
expuestas a duras condiciones de existencia.
Antonio Ruiz Retegui, autor del libro "Pulchrum"[1]
(Belleza), también insiste en la necesidad de la aceptación de la propia
existencia para la plenitud personal. Pero... ¿por qué tendría que aceptar su
existencia un enfermo de cáncer o de depresión severa? ¿Porque no tiene más
remedio? Ruiz Retegui interpreta el sentido positivo de la aceptación de la
propia vida desde la perspectiva providencial de la misma. Cualquier suerte o
desgracia que me toque es la mía, y yo estoy llamado a vivirla de un modo
personal e irrepetible. Algo que me ha tocado no es simplemente un boleto de
azar, sino un camino a recorrer. Chesterton explica cómo la aventura surge
precisamente donde hay algo que no corre de nuestra cuenta y necesitamos
afrontar. La sabiduría popular afirma que donde una puerta se cierra otra se
abre.
La complementariedad entre libertad y providencia es un marco adecuado para
la esperanza. Yo debo hacer lo que puedo, no más. Quizás sea poca cosa, tal vez
no. Lo que verdaderamente importa es poner todos los medios humanos para
conseguir algo noble y esperar que ocurrirá, lo veamos o no. Se trata de una
postura sensata porque reside en la convicción de ponernos en nuestro sitio, y
confiar en que alguien superior a nuestras fuerzas arreglara las cosas, más
tarde o más temprano, en esta vida o después de la muerte.
Es verdad que la existencia trae consigo desengaños, pero estas
frustraciones pueden sacarnos de las mentiras; nos convencen de que habíamos
puesto nuestra confianza en algo equivocado, o que invertimos nuestra
felicidad, plenamente, en algún asunto que se podía romper. Pero los
desengaños nada tienen que decir respecto a lo que no puede engañar. Las
tristezas experimentadas pueden ser la cara del revés de las alegrías estables:
el nacimiento de un hijo, la mirada benévola de nuestro abuelo, o la belleza de
la fidelidad matrimonial.
La esperanza de los niños en la noche de Reyes Magos es de una consistencia
demoledora. La mirada victoriosa de un anciano feliz, curtido en la virtud,
resiste a cualquier filosofía de la inquietud y la sospecha. Confiar en lo que
es digno de confianza es como flotar en el mar del mundo y poder navegar hacia
un rumbo concreto. Supone la sana disposición de reposar la mente sobre la
almohada de la verdad. Esperar es vivir con más intensidad, potenciar la
ilusión, acercarse a la plenitud. La esperanza se abre a la magia del misterio,
la más plena de las realidades.
La gente joven necesita tener esperanzas sólidas para proyectos que
merezcan la pena. Convencerles de esto requiere que seamos personas con una
esperanza que se refleje en nuestro modo de vivir y de enseñar.
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