Dickens escribió una famosa y breve novela titulada
“Canción de Navidad”. El
protagonista es el señor Scrooge, un hombre avaro y tacaño que no celebra la
fiesta de Navidad a causa de su solitaria vida y su adicción al trabajo. No le
importan los demás, ni siquiera su empleado Bob Cratchit; lo único que quiere
es ganar dinero.
Una noche, en víspera de
Navidad, Scrooge recibe la visita de un fantasma que resulta ser el de su mejor
amigo y socio Jacob Marley, quien murió siete años antes del inicio de la
historia. El espectro le cuenta que, por haber sido avaro en vida, toda su
maldad se ha convertido en una larga y pesada cadena que debe arrastrar por
toda la eternidad. Le dice a Scrooge que ya ha superado el conjunto de sus
maldades; por lo tanto, cuando muera tendrá que llevar una cadena mucho más
larga y pesada que la que Marley debe acarrear. Entonces le anuncia la visita
de tres espíritus de la Navidad, que le darán la última oportunidad de
salvarse. Scrooge no se asusta y desafía la predicción. Esa noche aparecen
los tres espíritus navideños: el del Pasado, que le hace recordar a Scrooge su
vida infantil y juvenil llena de melancolía y añoranza, antes de su desmedido
afán de enriquecerse. El del Presente hace ver al avaro la actual
situación de la familia de su empleado Bob Cratchit, que a pesar de su pobreza
y de la enfermedad de su hijo Tim, celebra la navidad. El Espíritu del Futuro,
mudo y de carácter sombrío, le muestra el desgarrador destino de los avaros: su
casa saqueada por los pobres, el recuerdo sombrío de sus amigos de la Bolsa de
Valores, la muerte de Tim Cratchit y lo más espantoso: su propia tumba, ante la
cual Scrooge se horroriza finalmente e intenta convencer al espíritu de que
está dispuesto a cambiar si le invierte el destino. Al final, el avaro
despierta de su pesadilla y, por fin, se convierte en un hombre generoso y
amable. El cambio lo vive el propio Scrooge cuando finalmente celebra la
Navidad, y hace que un jovenzuelo compre un pavo y lo envíe para su empleado
Cratchit, sin dar a conocer quién lo mandó. Posteriormente sale a la calle para
saludar a la gente con un “Feliz Navidad” y entra en casa de su sobrino Fred
para celebrar la fiesta, causando asombro entre los invitados. Con respecto a
Cratchit, finge reprenderlo por llegar tarde al trabajo; le da un aumento de
sueldo y va con él para ayudar a la familia; en especial a su hijo en su
tratamiento de la enfermedad, lo que al final causa felicidad en ellos haciendo
memorable la frase del pequeño Tim: “y que Dios nos bendiga a todos”.
Esta
historia puede ayudarnos a pensar en cuáles son los motivos de nuestras faltas
de alegría. A lo mejor tendrían que aparecérsenos unos cuantos fantasmas que
nos dijeran las cosas claras. Algunos de ellos podrían traernos estar en las
siguientes propuestas que planteamos a continuación.
Sencillez y
alegría
Cuando una persona tiene claros sus objetivos y está
bien consigo misma surge la alegría. Esta integridad no es fácil de conseguir,
salvo para los niños pequeños. Ellos, en su mundo, experimentan una felicidad
que los más sesudos sabios no han sido capaces de atrapar en razonamientos. Tal
vez su alegría tenga que ver con su sencillez. Pero para los mayores la
sencillez… no es tan sencilla. Podemos preguntarnos: ¿Tenemos claros nuestros
objetivos más importantes?
Hemos de procurar poner en práctica aquello en lo que
creemos: Tener una jerarquía de valores y actuar en consecuencia son dos cosas
que han de ir en paralelo, porque nuestros motivos más importantes para vivir
dependen de la práctica con los que los llevemos a cabo. En este proceso de
fragua de la personalidad, experimentamos dentro de nosotros tendencias
contrarias. Hemos de seguir aquellas que nos hacen mejorar como personas; las
mismas que también ayudan a mejorar a los demás. Por esto, podemos preguntarnos:
¿Comparamos nuestra conducta diaria con los valores y verdades más firmes que
decimos defender?
El trabajo bien hecho nos da fuerza. La vida posee un
componente claro de pelea y superación. La tarea educativa tiene mucho que ver
con todo ello. Experimentamos múltiples debilidades, pero es precisamente un
trabajo adecuado el que nos fortalece. Se habla mucho de la motivación de los
alumnos; pero se habla menos de que hagan de la necesidad virtud, un lema muy
sabio y frecuente en la vida. La pura verdad es que, tanto alumnos como
profesores, nos encontramos mejor después de cumplir nuestras obligaciones
académicas o laborales, con gana o sin ellas.
Conseguir una personalidad íntegra es tarea de toda
una vida. La veracidad de nuestro mensaje personal se manifiesta en la alegría.
Esta característica es como la luz de una sólida unidad interior. La alegría se
ve alterada frecuentemente por muchos factores externos. Cualquier contratiempo
serio nos modifica el estado de ánimo. Por este motivo, la alegría es algo más
que la sensación de bienestar y de plenitud. Si la alegría dependiera
únicamente de que lo que nos pase sea agradable, podríamos olvidarla como una
virtud de las personas. Sin embargo, la alegría no solo depende de lo que nos
pasa sino sobre todo, como ya dijimos, de lo que hacemos con lo que nos pasa.
Nuestro carácter positivo no puede depender tan solo de que nos sonría la vida,
cosa que agradecemos. Somos nosotros los que tenemos que sonreír a la vida,
también cuando pasemos por circunstancias más difíciles. Esta sonrisa, al menos
interior, no es poco significativa sino todo lo contrario. En algunas ocasiones
no será posible ni conveniente sonreír físicamente, pero sí que podemos aceptar
una situación difícil con esperanza de superarla. Esta afirmación de lo que
suceda es ya una sonrisa y la chispa de la que resurgirá la llama de la
alegría. Hemos de buscar los motivos para “sonreírle a la vida” aunque, en
ocasiones, no nos apetezca en absoluto.
Necesitamos ayuda a lo largo de nuestra vida y es
humano e inteligente saberla pedir cuando nos hace falta. Somos seres sociales
y necesitamos el apoyo de las personas que sabemos que pueden dárnoslo. Los
seres humanos nos equivocamos con bastante frecuencia y solo los que se dejan
ayudar y corregir consiguen una personalidad mejor.
La alegría está relacionada con la esperanza. Esta
última virtud apunta a un bien del que ya gustamos o vislumbramos algo. En la
medida que ese bien sea más superior y estable, el motivo de nuestra alegría
será mayor. Cuando la tarea de la propia unidad interior o integridad se haga
en base a una motivación más alta, noble y duradera, nuestra personalidad se
irá haciendo cada vez más alegre. Podremos ser entonces, con los altibajos y limitaciones propias de todo
ser humano, una referencia convincente para los demás; especialmente para
aquellos que más queremos. Aunque quizás ahora no seamos capaces, podemos
llegar a ser personas con una alegría estable y serena que ayude a mucha gente.
La alegría depende de dónde tenemos el corazón. La más
plena realización de una persona está en potenciar su capacidad de amar. El
lugar más apropiado para el propio corazón, paradójicamente, no es uno mismo.
Hemos de reflexionar en quién lo ponemos.
Crear lazos, hacer escuela
Un tipo divertido escribía en la
dedicatoria de su tesis doctoral: "A todos mis amigos, sin cuya ausencia
hubiera sido imposible hacer este trabajo". Las relaciones de
amistad son fuente de esfuerzos y de alegrías. Estamos "conectados en
red" con nuestros familiares y amigos, y también con todo el mundo.
Las relaciones humanas no son algo
accidental, sino nuclear. Se ha dicho que la clave de la felicidad está en la
calidad de las relaciones humanas, y seguramente es verdad. En el fondo de mi
yo están de algún modo los seres que aprecio, dando plenitud a mi vida; y
también los seres que desprecio, si hay alguno, royendo mi alma. Por esto no
trae cuenta despreciar a nadie.
En cierta ocasión un alumno hizo una
pregunta filosófica, un tanto espesa, a un profesor: "el hombre tiene alma
y cuerpo, podríamos decir que tiene el número dos. Dios es tres personas, su
número es por tanto el tres... ¿Cómo puede pasar el hombre del dos al
tres?" El profesor respondió inmediatamente y con ingenio: "el tres
son los demás, la bendita fraternidad cristiana".
Pasar a la práctica todo lo dicho hasta
ahora puede parecer una empresa demasiado ambiciosa; pero pienso que merece la
pena intentarlo. Puede hacerse poniéndose pequeñas metas diarias, que van
mejorando nuestra personalidad sin que nos demos mucha cuenta.
Recuerdo a un profesor que tenía la
estupenda capacidad de hacer de sus clases una especie de tertulia. Era
competente en su materia y, además, sabía hacer participar a sus alumnos del
interés por su asignatura. Presentaba a los chicos de sus clases a algún
concurso académico de su ciudad y hacía algunas interesantes actividades
extraescolares, con éxito. Pero lo que más me llamaba la atención de él era su
paciencia de elefante para corregir a sus alumnos sin herirles nunca, sabiendo
animarles uno a uno. Era notorio que les quería; y los alumnos le
correspondían.
La tarea del profesor es fantástica, pero
dura. Hay mucho que aguantar y que corregir. El peso de los alumnos es, a
veces, muy gravoso. Hay enfados, desánimos y humillaciones. No es menos cierto que
hay bastantes satisfacciones: ver a los alumnos aprender, crecer, sonreír… Pasa
el tiempo y uno te invita a su boda, otra ya es abogada, y aquel que no
destacaba demasiado en clase resulta que ya es ingeniero. Realmente enseñar
merece la pena, mientras el cuerpo aguante. Podemos así colaborar con los
primeros responsables de la educación: los padres de los chavales.
Actualmente
hay muchas ganas de renovar la educación, de innovar, de cambiar cosas, y me
parece genial siempre que se haga con sentido común. Pero a lo largo de los
años, y actualmente, una de las cosas que más me ha convencido de la enseñanza
es ver a algunos profesores vivir su exigente trabajo con alegría. ¿De dónde
sacan esa jovialidad y buen hacer? Pienso que de una rica personalidad, trabajada
con el tiempo, que ha sabido encontrar algún misterioso manantial de renovación
y crecimiento interior.
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