Cuando alguien está en un
ambiente agradable, grato, su persona tiene cierta admiración y apertura hacia
lo que le rodea. Esta comunicación con esta realidad amable se hace posible por
los sentidos y por la razón, pero va más allá de lo racional. Es la persona
entera la que se encuentra bien allí, la que experimenta paz y contento.
El mundo activa nuestra
identidad antes de que intentemos comprenderlo con nuestro entendimiento.
Nuestra apertura hacia él, tan notoriamente vivida en los niños, nos habla de
su complementariedad respecto a nosotros. Sin embargo, las experiencias de los años y una racionalidad enrevesada nos pueden llevar a empaquetar la vida en
nuestros propios esquemas. Hasta tal punto es así que conocidas filosofías han
llegado a reducir la realidad a imágenes y vivencias, que cobran
estructura y significado exclusivamente por nuestra razón. Esta tendencia a
desposeer de significado a la naturaleza de las cosas por sí mismas, está presente actualmente en mentalidades, actitudes, y en leyes.
Sabemos que la realidad
no siempre es amable; a veces es muy dura. Por otra parte, es humano que nos
vayamos haciendo una idea del valor de las cosas según lo que hemos vivido.
Pero si queremos que esa interpretación sea acertada, y esto es clave, no
podemos reducir el valor de la realidad a lo que de ella entendemos. No podemos
englobar racionalmente la realidad hasta pretender hacer con ella lo que nos dé
la gana. Si hacemos esto, la mente estalla y se fragmenta en añicos. Entonces,
la vida se ve desarticulada y absurda porque esa es la situación de nuestra
razón.
Abrirnos a la
realidad supone saber que es anterior a nosotros, que podemos conocer cada vez
más de ella y que su existencia tiene una luz que ilumina nuestra mente y
nuestra persona. Solo si sabemos respetar la realidad sabremos respetarnos a
nosotros mismos.
José Ignacio Moreno Iturralde
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