El hecho de ser personas, es decir seres
racionales y morales, nos hace responsables de nuestros semejantes. De la
relación que mantengamos con las personas, especialmente con las más
necesitadas, depende nuestra valoración de la humanidad y de nosotros mismos.
Tales relaciones empezarán por un orden de compromiso y cercanía
respecto a los demás. En primer lugar, está nuestra familia.
Suelo decir a mis alumnos que
han de querer mucho a su padre como a su padre, a su abuela como abuela, a su
novia como novia y, si se casan, a su mujer como esposa. El amor, para ser tal,
debe ser ordenado, adecuado al sentido de quien se ama. Por otra parte, siempre
es importante pararse a pensar si tal amor hacia alguien me está haciendo ser
mejor persona o no. Los verdaderos amores perfeccionan las personalidades.
El cristianismo ha insistido por boca de
su Fundador en que
"lo que Dios ha unido no lo separe el
hombre". La institución familiar establece vínculos y
responsabilidades que reclaman una ayuda incondicional permanente, como muy
bien entienden los hijos. No es lo mismo que el hombre y la mujer se unan
mientras les convenga, a jugarse la vida a una carta por el cónyuge; la
relación y el afecto que se derivan de ambas opciones son distintos.
A algunos les parece que el matrimonio es una superstición, una suerte de ceremonia social un tanto postiza e hipócrita. Chesterton escribió el libro titulado "La superstición del divorcio". Para este autor, el divorcio es la superstición que considera a la ruptura de la vida matrimonial como la solución mágica para rehacer la vida. Es cierto que existen convivencias matrimoniales muy difíciles, incluso imposibles, pero esto no puede hacer olvidar que una persona es una única biografía. Todo lo vivido con el primer cónyuge no puede ser comunicado al siguiente. Un divorcio es una ruptura profunda en la propia vida. Y una ruptura favorece la aparición de otras. Un matrimonio es también una promesa de toda la persona. Sí esa promesa se rompe, puede perderse la persona misma. No abordo aquí, aunque es de mucho interés, la existencia de matrimonios nulos; es decir: realmente inexistentes.
La vida de toda persona es una misión.
También la familia tiene unos objetivos comunes. La fascinación por la moda de
la joven Alicia no tiene nada que ver con las ideas revolucionarias del
universitario Alfredo. Las alegres tonadillas de papá son poco solidarias con
las jaquecas de mamá. La pasión futbolística de Jaime ignora absolutamente los
efectos de la edad del pavo en Elena. Pero toda esa abigarrada colección de
sentimientos encontrados es tolerable, e incluso amable, cuando existen unos
principios y objetivos comunes, que trascienden los estados emocionales de los
miembros de la familia. Si no hay más referencia que los propios afectos e
intereses, la familia no puede sobrevivir, pierde su identidad de empresa común
abierta a otras familias, y el individualismo termina por dividirla. Sin
embargo, cuando una familia tiene un norte, aunque cada miembro tenga rutas
distintas para lograrlo, esa familia no se desmoronará. Si hay una misma
estrella polar, la de Dios, a lo largo y al final del camino la familia estará
unida. Pero si no ocurriera así, la estrella sigue estando ahí, y con la ayuda de buenos consejeros, se puede recuperar el rumbo con
humildad y con luz.
José Ignacio Moreno Iturralde
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