Que nos toque la lotería o aprobar una oposición son
realidades muy bien aceptadas. En las cosas estupendas de la vida, solemos
estar encantados de nosotros mismos. Hay, por contraste, imprevistos o
desgracias en las que nuestros planes se vienen abajo, y bastante hacemos con
salir adelante. Además, hay aspectos habituales de la existencia que pueden
resultar costosos, grises, ásperos: una convivencia familiar delicada, una
situación laboral difícil, o una molesta enfermedad crónica. Es lógico poner
todos los remedios a nuestro alcance para solucionar estos problemas, pero no
siempre es posible. Se hace preciso aceptar la propia vida. Pero si esta
aceptación se basa simplemente en que no hay otra salida, no es fácil que tal
postura nos llene de sentido.
En la semana santa, muchas personas han podido pensar
en la aceptación que Jesucristo hizo de su vida y de su muerte. En tal actitud,
cuyo entero contenido nos excede, no entendemos solo resignación, sino entrega
sin condiciones, plenitud de amor. La aceptación que Jesús hizo de su vida es
algo que puede ayudarnos, y mucho, a la aceptación de la nuestra. La cruz
cristiana se revela como el lugar incómodo, desde el que ayudar con eficacia a
los demás. Paradójicamente, es un lugar de alegría y satisfacción. La cruz de
Cristo es la que ajusta nuestra vida a nosotros mismos, porque desde ella se ve
la providencia de Dios. La cruz no termina en sí misma, sino que es el paso a
la Resurrección; y aunque este hecho histórico y de fe tenga que ver con una
vida nueva, tal asombrosa noticia ilumina y tonifica nuestra vida actual. Ya no
se acepta la vida porque no hay más remedio, sino que se entiende que aceptarla
es el remedio para ser feliz.
José Ignacio Moreno Iturralde
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